Tal y como están los tiempos, los escritores vascos tenemos que ser cautelosos. Cuando se tortura, y se hace pasar por la Audiencia Nacional, a gente respetable y respetada de la cultura vasca; todo por meras sospechas -ni siquiera indicios- de pertenecer a ETA sin ellos saberlo; a los demás no nos queda otra que […]
Tal y como están los tiempos, los escritores vascos tenemos que ser cautelosos. Cuando se tortura, y se hace pasar por la Audiencia Nacional, a gente respetable y respetada de la cultura vasca; todo por meras sospechas -ni siquiera indicios- de pertenecer a ETA sin ellos saberlo; a los demás no nos queda otra que aplicarnos el refrán castellano: cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar. Por eso contaré la historia del auto de fe de Logroño contra la brujería en el País Vasco durante el siglo XVII.
Dejaré así que el lector sustituya a su antojo los personajes y hechos de entonces, por los que han sucedido en cierto juicio, contra cierto periódico, que se cerró a cal y canto hace ya siete años. O bien en otros casos, llamados macrosumarios, aún recientes, habidos o por haber. Eran tiempos de crisis y el imperio español se deshacía como un azucarillo en el café. Mientras tanto, la Iglesia, el Estado, y su instrumento judicial, la Santa Inquisición, arrancaban con energía las malas hierbas de la herejía, el criptojudaísmo y la brujería. La contrarreforma de Trento era la ideología oficial por aquel entonces. Y el arrogante y piadoso varón español, el modelo de hombre a seguir.
El 13 de febrero de 1609, dos de esos varones españoles, los inquisidores de Logroño, Alonso Becerra y Juan de Valle, iniciaron un proceso contra seis presuntas brujas de Zugarramurdi. En meses sucesivos, la actuación inquisitorial creció como una bola de nieve montaña abajo, y afectó a centenares de personas en todo el País Vasco bajo dominio de la corona española. Las torturas, amenazas y otras prácticas comunes a la inquisición fueron tan efectivas que los hijos denunciaban a sus madres, los curas a sus feligreses, unos curas a otros… Se practicaron tantas aprensiones que la cárcel de Logroño no daba abasto para tantas presuntas brujas y brujos.
Las acusaciones eran delirantes: vuelos nocturnos, apariciones del demonio para fornicar con las brujas… tanto que algunos inquisidores más sensatos, como Alonso Salazar, negaban que tales hechos pudieran ocurrir y los achacaban a delirios de las acusadas. Sin embargo, tampoco ellos cuestionaron el fondo de la cuestión, ni los métodos de sus colegas para obtener información; más bien se mostraban preocupados por la mala fama que pudiera derivarse de este caso para otros, que en ese momento preocupaban más a la inquisición, como la búsqueda y exterminio inmisericorde de herejes y judíos. En cualquier caso, sus reparos no fueron suficientes para impedir aquel famoso auto judicial.
La práctica inquisitorial se regía por una reglamentación cruel pero muy estricta. Sus actuaciones las realizaba toda una burocracia numerosa y estrictamente estratificada. Los interrogatorios y los juicios se llevaban a cabo de acuerdo a los manuales, incluidas las torturas, que entonces eran prácticas legales. Toda una serie de garantías formales que no impedían que cientos de inocentes pasaran por la cárcel, el potro y, en algunas ocasiones, la hoguera. Algunas acusadas se quitaron la vida, otras murieron torturadas y otras más acabaron su vida en la cárcel, o enloquecieron… Finalmente, las que pudieron soportarlo fueron absueltas años después.
Es curioso descubrir como parte de la jerga procedimental de aquel tribunal de excepción se ha mantenido hasta nuestros días. Ahora, cuando en otro tribunal especial se llevan a cabo actuaciones, dejo a la inteligencia del lector decidir si son comparables con aquellas.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/La-Inquisicion-espanola.html