Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Sobre Medidas extraordinarias, dirigida por Tom Vaughan. CBS Films, 2010. Estrenada en EE.UU y Reino Unido el 26 de febrero de 2010. Estreno en España el 12 de marzo de 2010.
Comparada, pongamos por caso, con el mundo del espionaje o de las guerras extraterrestres, la industria del desarrollo de medicamentos raras veces aparece en la gran pantalla; y en las pocas descripciones cinematográficas que se hacen de ella suelen aparecer personajes siniestros de bata blanca que realizan experimentos misteriosos. En ese sentido, la nueva película Medidas extraordinarias, en la que un bioquímico de profesión y padre angustiado emprende una carrera contrarreloj para buscar curación a una rara enfermedad genética, representa un punto de partida reconfortante. Aunque no es precisamente un cuento de hadas sobre la industria, tampoco hay malos.
Brendan Fraser interpreta el papel de John Crowley, cuyos dos hijos padecen la enfermedad de Pompe, una deficiencia hereditaria de una enzima llamada maltasa ácida. Mientras los médicos se desesperan de impotencia a medida que los niños se van aproximando a las puertas de la muerte, Crowley, un director comercial de un laboratorio farmacéutico, decide ponerse manos a la obra personalmente. Ante un dilema similar, el personaje de Denzel Washington de la película John Q (Nick Cassavetes, 2002) tomaba como rehén a toda una sala de urgencias; mientras que Susan Sarandon y Nick Nolte, en el papel de padres consternados en El aceite de la vida (George Miller, 1992), realizaban investigaciones punteras. Crowley es un hombre de negocios al que le gusta tener «todo bajo control» y que, mientras su esposa salmodia en voz baja, opta por recurrir a las maravillas del mercado. En compañía del bioquímico cascarrabias Robert Stonehill, interpretado por Harrison Ford, y de un montón de socios capitalistas emprendedores y altaneros, Crowley pone en marcha una iniciativa biotecnológica encaminada a realizar ensayos clínicos para buscar un medicamento salvador para la enfermedad de Pompe.
La película, inspirada en el papel desempeñado en la vida real por Crowley en el desarrollo del medicamento Myozyme (alglucosidasa alfa) de la empresa Genzyme (como se narra en The Cure, un libro exquisito de Geeta Anand publicado en 2006), refiere las múltiples dificultades que se interponen en el camino para llegar al medicamento milagroso. Las investigaciones que realiza Stonehill desde su puesto universitario son prometedoras pero, pese a los decisivos y brillantes avances científicos que obtiene, la universidad para la que trabaja paga al entrenador del equipo de fútbol americano una cifra superior a la destinada a su presupuesto dedicado a la investigación. Los capitalistas emprendedores, muy agarrados, no se avendrán a financiar la iniciativa de Crowley y Stonehill si no se pueden realizar ensayos clínicos del medicamento en el imposible plazo de 12 meses. El gigante biotecnológico que en última instancia adquiere la empresa no tiene intención de desarrollar el fármaco hasta estar seguro de que va a encontrar un mercado rentable.
Gran parte de la película resulta instructiva para los espectadores que no conocen las penalidades que comporta el desarrollo de medicamentos. En favor de la película debe decirse que ni rehuye los cálculos despiadados propios de la investigación comercial, ni los condena; al fin y al cabo, hay que tranquilizar a las autoridades sanitarias y recuperar los costes de la inversión. Además, al espectador le resulta ciertamente divertido ver a una vieja estrella del cine y héroe de acción defendiendo las virtudes de la libertad científica.
Lo malo es que las simas emocionales de la película recuerdan a las de un programa televisivo vespertino. Keri Russell, que interpreta el papel de Aileen, esposa de Crowley, atiende con un desenfado anodino a dos niños que agonizan en una silla de ruedas, como si cuidarlos fuera pasar la aspiradora una tarde cualquiera. La interpretación sensiblera que hace Brendan Fraser del personaje de Crowley le lleva a encajar cada revés empresarial con el deplorable sentido del deber de un perro sumiso que saliera a recoger el periódico en plena tormenta. El personaje de Stonehill es significativamente hueco. Se supone que es un académico excéntrico (lo sabemos porque aparece desgañitándose con música de Grateful Dead y tragando cerveza Budweiser mientras garabatea jerga matemática ininteligible en una pizarra), pero parece más bien una diva petulante que hace aspavientos cada vez que alguien ofende su delicada sensibilidad científica. Se explaya sobre su compromiso con la investigación («¡No me importa el dinero! ¡Soy un científico! ¡Me importan otras cosas más importantes!») y, sin embargo, se deshace de su laboratorio universitario a cambio de un cheque de seis millones de dólares y un empleo en una empresa de biotecnología.
Pero lo que me dejó realmente perpleja fue la forma en que la película expone que los obstáculos para crear un medicamento nuevo para la enfermedad de Pompe son principalmente económicos, en lugar de científicos o técnicos. Los escollos científicos para sintetizar tratamientos enzimáticos sustitutivos son legión. Genzyme vive asediada por problemas de fabricación, pues la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA, Food and Drug Administration) descubrió el año pasado impurezas y contaminación viral en algunos de sus medicamentos enzimáticos sustitutivos. En cambio, los obstáculos económicos reales para su desarrollo son mínimos. Las autoridades sanitarias ofrecen incentivos generosos para el desarrollo de medicamentos huérfanos, y a las compañías de seguros se les puede condenar a pagar sumas astronómicas a causa de ellos.
Esa es la razón de que Genzyme y su homóloga del celuloide tuvieran ya en proyecto tres medicamentos para la enfermedad de Pompe antes de adquirir la empresa de Crowley (el que acabaron presentando no era el suyo); y esa es también la razón por la que, de todos los medicamentos nuevos que autorizó la FDA el año pasado, un tercio correspondiera a los denominados «medicamentos huérfanos», cuyo objetivo es combatir enfermedades raras. El año pasado, Myozyme, que cuesta 200.000 dólares al año, reportó a Genzyme más de 300 millones de dólares de beneficios netos. Lo que requiere un esfuerzo sobrehumano es lanzar medicamentos y tratamientos que no aportan beneficios a las empresas farmacéuticas, como los que están libres de patente o atienden las enfermedades de los pobres o las personas con seguros médicos deficientes. John Crowley es sin duda un personaje heroico y poseído. Pero, en realidad, comercializar un fármaco lucrativo como Myozyme requiere pocas «medidas extraordinarias».
Sonia Shah es autora de Cazadores de cuerpos. La experimentación farmacéutica con los pobres del mundo (Madrid, 451 Editores, 2009, Traducción de Ricardo García Pérez). Su obra más reciente, The Fever: How Malaria Has Ruled Humankind For 500 000 Years, aparecerá el próximo mes de julio bajo el sello Sarah Crichton Books/Farrar, Straus & Giroux.
Fuente:
Publicado originalmente en The Lancet, 375:543-544, en 2010.
(Para consultar el artículo original es preciso registrarse en la página web de The Lancet. Sin coste.)