La Universidad cubana tiene una hermosa tradición de servicio social forjada en las circunstancias más adversas. Durante la república neocolonial, cuando su función parecía reducirse a procurar títulos para el desempeño de las profesiones liberales, sentó las bases de un legado que entrelazaba la vocación social hasta el punto de conformar una extensa galería de […]
La Universidad cubana tiene una hermosa tradición de servicio social forjada en las circunstancias más adversas. Durante la república neocolonial, cuando su función parecía reducirse a procurar títulos para el desempeño de las profesiones liberales, sentó las bases de un legado que entrelazaba la vocación social hasta el punto de conformar una extensa galería de mártires con el apoyo de la cultura y el empeño frustrado por impulsar el desarrollo científico. De esas batallas nació el proyecto de reforma que no pudo implantarse hasta 1962, después del triunfo de la Revolución. Es el modelo que debe constituirse en referente para examinar la situación actual y sus perspectivas futuras.
Inspirado en los sueños de Mella, articulado a partir de las múltiples experiencias acumuladas en la educación superior cubana y en la de otros países por sus promotores, el proyecto maduró en medio de duras confrontaciones ideológicas libradas en el país que tuvieron su reflejo en las aulas y en los espacios públicos de la academia. En esa compleja coyuntura, la deserción de una parte significativa de los claustros representó el intento de pulverizar la idea en proceso de germinación. Como suele suceder cuando una revolución es auténtica, el propósito fracasó. El vacío fue cubierto por especialistas calificados, marginados hasta entonces de la docencia universitaria. Muchos recuerdan con nostalgia la excepcional conjunción de saberes y talentos que convergió en aquellos días, entusiasmados todos ante la posibilidad de construir con el corazón y la inteligencia, la universidad que el país necesitaba. Algunos procedían de las varias tradiciones de la izquierda cubana. Otros entregaron sus vidas a la tarea, deslumbrados por poder participar en la cristalización de sueños postergados.
Dotado de la flexibilidad necesaria, el plan establecía lineamientos estratégicos fundamentales. La implementación, según las especificidades de cada área, correspondía a los claustros y, en particular, a sus comisiones de docencia. Se produjo de inmediato una democratización del acceso a la educación superior.
Sin dejar de atender la demanda social, investigación y docencia se interrelacionaron desde la base e integraron a estudiantes y profesores. La enseñanza dejaba de ser mera reproductora de información acumulada para convertirse en aprendizaje creativo. Así se formaron profesionales calificados que sustituyeron y multiplicaron el cuerpo anémico de especialistas existentes al triunfo de la Revolución. La Universidad de La Habana fue matriz generadora de otros centros de educación superior y de institutos científicos de brillante ejecutoria.
Rememorar y evaluar ese proceso significa mucho más que rendir justicia a la historia. Constituye una herramienta de análisis indispensable para proyectar el presente y el futuro. En efecto, en el plano internacional la educación ha sufrido los embates del neoliberalismo y el dominio de las corporaciones. Ricas en recursos y medios, las universidades privadas suplantan a las públicas. Considerados clientes, los estudiantes transitan en abundancia numérica para constituir un nuevo proletariado sometido a las incertidumbres del mercado.
Sobre esa base se levanta una elite minoritaria con acceso al doctorado y, con ello, al monopolio del poder en el campo científico y a la elaboración, al diseño ideológico del pensamiento en el ámbito de las ciencias sociales. De ese modo, prestigiadas por la nombradía de los autores y de los centros emisores, las ideas circulan por los territorios periféricos con el cuño de verdades irrebatibles. Para los países subdesarrollados se consolida así una nueva y más refinada forma de dependencia. Las limitaciones económicas les imponen la renuncia al estudio de las ciencias fundamentales a favor de la sobreabundancia de las carreras dirigidas a la preparación de burócratas capacitados para asumir tareas subalternas en la administración de los negocios, definitivamente mutilados para el ejercicio de prácticas creativas, atemperadas a las demandas. Por otra parte, agobiados por los bajos salarios y la docencia excesiva, muchos profesores se acomodan a la rutina de lo aprendido.
Hace muchos años ―corrían, creo, los 70 del pasado siglo― escuché a Vicentina Antuña comentar, con honda preocupación, el decir de algunos funcionarios acerca de que la historia no debía estudiarse, sino hacerse. Ese modo de pensar ha traído lamentables consecuencias. Tal reduccionismo desconoció que Carlos Marx estudió en archivos y bibliotecas la formación del capital para definir su naturaleza, entender el presente y formular estrategias para el futuro. Leyó, además, las novelas de Balzac para captar fenómenos que escapaban a la mirada de los economistas. No es necesario reiterar que tanto la Isla como el planeta atraviesan una etapa compleja y, en gran medida, decisiva. En tales circunstancias, no se puede acudir, sin someterlos al indispensable análisis crítico, a modelos prestados. Como en muchas otras áreas, a la expansión necesaria tiene que suceder la profundización fecundante. Apremiados por el paso inexorable del tiempo, tenemos que actualizar conceptos a la vez que encontramos soluciones de orden práctico.
En medio siglo, Cuba ha recorrido una enorme distancia. El país es otro, en lo cultural, en lo social y en lo que respecta a su estructura económica. Los obstáculos interpuestos en su camino no condujeron a renunciar a su apuesta fundamental a favor del desarrollo humano, aún cuando las circunstancias obligaran a violentos cambios en la proyección económica. Siempre dependiente del comercio exterior, el bloqueo norteamericano descalabró la infraestructura industrial, el transporte y el flujo de mercancías procedentes de un mercado cercano. La búsqueda de un diseño autónomo desembocó en la zafra de los diez millones. Luego, fue necesaria la articulación al CAME y la consiguiente concepción de proyectos macro. Todo pareció fracturarse con el derrumbe del campo socialista. Hubo que replantear el programa general y apelar a soluciones pragmáticas dictadas por los imperativos de la supervivencia. Es ella la que exige ahora la formulación de perspectivas a más largo plazo. En ese contexto, corresponde a la educación un papel decisivo.
La vida demuestra que haber privilegiado el desarrollo humano no fue tan solo razón utópica congruente con un proyecto socialista, sino opción práctica y estratégicamente válida. En una Isla con escasos recursos para alcanzar una autosuficiencia económica, la capacidad profesional se convierte en fuente de ingresos. Los esfuerzos invertidos en la biotecnología y en la industria farmacéutica, con la consiguiente apertura de mercados, confirman el realismo subyacente tras la audacia, la imaginación y la creatividad. En el plano de la conciencia, la continuidad de una política afincada en la universalización de la salud, la educación y la cultura, cimentó la resistencia popular ante las adversidades sufridas durante el período especial, a pesar de que todas ellas padecieran lacerantes retrocesos a causa de las limitaciones materiales bien conocidas.
El siglo amanece con amenazas de catástrofes. Pero aun así, la vida tiene que defenderse. El cambio climático, los desequilibrios ecológicos, el agotamiento de los recursos, la necesidad de adoptar otros estilos de vida se unen a las dificultades latentes en nuestra inmediatez. Las decisiones políticas tendrán que apoyarse cada vez más en los aportes de la ciencia y de la cultura. La Universidad del siglo XXI, sin descuidar la contribución instrumental tecnológica, deberá establecer su eje central en las ciencias básicas y en las humanidades y hacer de la investigación fuente de nuevos saberes y de permanente retroalimentación de la docencia. Recuperar lo perdido no es ilusorio. Así lo demuestra el salto espectacular producido en las décadas iniciales de la Revolución, cuando el punto de partida se situaba en la necesidad de vencer el analfabetismo y en la necesidad de incentivar el crecimiento de los bachilleres. Ahora se trata de restaurar la confianza en los claustros y fortalecerlos con la incorporación de nuevas generaciones. Hay que vincular desprejuiciadamente a los estudiantes al esfuerzo común y convertirlos en protagonistas de los desafíos del presente, prescindiendo de consignas y apelando a la fuerza aleccionadora de la práctica concreta.
Día a día el presente se hunde en el pasado y se traga el porvenir. Como parte de la educación, aunque con funciones específicas, la universidad garantiza el relevo. El papel de las ciencias en el desarrollo de la sociedad se comprende con facilidad, porque se traduce en logros tangibles. No ocurre así con las humanidades, actuantes en el tejido viviente de la realidad. Corresponde a ellas la preservación de la memoria, la observación de los cambios que operan imperceptibles en la cotidianeidad y su reflejo en el terreno de los valores, así como el reconocimiento de los vínculos existentes entre factores de distinta naturaleza. Su objeto de estudio se sitúa en el plano de la conciencia. Contribuye a definir coordenadas fundamentales para reconocer qué somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Pensar la realidad no implica perder el tiempo en un gratuito ejercicio intelectual. Permite abrir caminos entre los árboles del bosque y luchar por la lucidez invocada por el Che en El socialismo y el hombre en Cuba.
Diseñar la universidad que garantice la continuidad de nuestro proyecto de desarrollo humano es tarea difícil, pero no imposible. Hemos sabido vencer desafíos mayores. Para lograrlo, hay que romper rutinas mentales y convocar, desde la base, a la experiencia y al conocimiento, acumulados en un esfuerzo común por reformular interrogantes a fin de hallar las respuestas más adecuadas.
Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=15639