Un viaje es como un secreto que desvelar, un andar hacia lo que uno sólo intuye, que me gusta hacer acompañado. Y como quince años atrás, mis caminos incorporaron un ritual geográfico. Al cruzar la imaginaria que, poco antes de los Monegros, te abre las puertas de Aragón, dejo volar los primeros versos que me […]
Un viaje es como un secreto que desvelar, un andar hacia lo que uno sólo intuye, que me gusta hacer acompañado. Y como quince años atrás, mis caminos incorporaron un ritual geográfico. Al cruzar la imaginaria que, poco antes de los Monegros, te abre las puertas de Aragón, dejo volar los primeros versos que me han de escoltar: su albada, que no es sólo del viento. Es la albada del pueblo campesino que Labordeta acarició con su voz.
«Que ya ha llegado la hora, de tener en nuestras manos, lo que nos quitan de fuera», se entona, con palabras cambiadas, en cobijos donde miles de personas despiertan sin sus tierras, sin sus trigos, sin sus ríos y sin sus aguas. No son trovas de nostalgia, son trovas de denuncia y de anuncio: «Todo pa’ yermos, oye, que te lo digo, que de los pobres nunca hay un amigo. Hay un amigo siempre de los más ricos y a esos les llevan agua y cordericos. (…) De esta tierra hermosa, dura y salvaje, haremos un hogar y un paisaje».
Los anhelos campesinos han encontrado en las estrofas de Labordeta, en sus definiciones, metáforas, comparaciones y cualquier otro recurso literario un espejo, un reflejo con el que sentirse, mirarse y ser. «Somos igual que nuestra tierra, suaves como la arcilla; duros del roquedal. Hemos atravesado el tiempo, dejando en los secanos, nuestra lucha total. Vamos a hacer con el futuro, un canto a la esperanza y poder encontrar, tiempos cubiertos con las manos, los rostros y los labios que sueñan libertad».
En Cancún (México) donde miles de campesinos y campesinas de todo el planeta en el año 2003 desplegaron su lucha frente a la Organización Mundial del Comercio -pues instituyen un comercio les excluye- las mochilas se estremecieron. Entre cánticos e himnos hechos con todos los abecedarios, sobresalió la voz de Antonio, labrador de Ejea: «Sonarán las campanas desde los campanarios, y los campos desiertos volverán a granar unas espigas altas dispuestas para el pan. Para un pan que en los siglos nunca fue repartido, entre todos aquellos que hicieron lo posible por empujar la historia hacia la libertad» Al llegar al final de la marcha, cuando tocaba empujar las vallas que protegían la convención, algunos versos, ya se coreaban con raros acentos: «Veremos una tierra que ponga libertad».
El Moncayo, final de viajes, derrama a ritmo de jota, rocíos para las próximas cosechas.
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