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Conceptos y Concepciones de revolución: El caso de la revolución mexicana

¿Deconstrucción de la revolución?

Fuentes: Rebelión

A propósito de los festejos oficiales calderonistas del bicentenario y centenario, ha dicho recientemente con certeza Patricia Galeana que el pensamiento reaccionario y de derecha tiene aversiones a abordar las revoluciones1. Añadiríamos nosotros a abordarlas con seriedad, rigurosidad, criticidad y radicalidad, pues sí se las aborda pero con banalidad, superficialidad y con la intención de […]

A propósito de los festejos oficiales calderonistas del bicentenario y centenario, ha dicho recientemente con certeza Patricia Galeana que el pensamiento reaccionario y de derecha tiene aversiones a abordar las revoluciones1. Añadiríamos nosotros a abordarlas con seriedad, rigurosidad, criticidad y radicalidad, pues sí se las aborda pero con banalidad, superficialidad y con la intención de torcerlas. Ejemplo de ello es que el término revolución se utiliza ahora con frivolidad y vulgaridad; casi a cualquier cambio más o menos espectacular o impactante se le llama revolución. Así ya no sólo tenemos revoluciones nacionales (como la «ciudadana» del presidente ecuatoriano Rafael Correa) y científico-tecnológicas (como la «microelectrónica»), sino que ahora están: la «revolución musical», la «revolución de la televisión», la «revolución de la cuchara», la «revolución naturalista», la «revolución creativa», la «revolución ciudadana», la revolución «religiosa», la «revolución digital», la «revolución del Internet, la revolución de los blogs», etcétera.

En efecto, esas «aversiones» de las que habla la historiadora Galeana han sido comunes dentro de esos grupos conservadores y reaccionarios desde que inició el ciclo de las revoluciones burguesas europeas en los siglos XVII y XVIII. Y recientemente, desde la contraofensiva neoliberal imperialista de 1980 a la fecha, se planteó en la ideología, el pensamiento y el imaginario posmoderno que el concepto de revolución y la revolución misma habían fracasado/caducado como potencialidades estructuralmente transformadoras de las realidades humanas. Que lo que sucedió fue que la revolución se construyó y funcionó como «un mito de la modernidad», incluso más: como «la madre de todos los mitos de la modernidad». Veamos, según Patxi Lanceros la Revolución (con R mayúscula) parió la Historia y con ello el Progreso, la Industria, el Desarrollo, y el Pueblo, la Nación y el Estado. Después la Revolución se apareó con la Historia e hizo historia (con h minúscula), incluso reinterpretó «la prehistoria» hasta llevarla a la mayoría de edad y con todo ello -dice- «el relato se convirtió en mito». Las revoluciones (francesas, inglesas, norteamericanas, rusas, mexicanas, chinas, españolas, latinoamericanas, del 68, del tercer mundo, etc.) participaron de la Revolución como el Dios, que es el que fue y el que será. Y se pregunta: «¿Hay tiempo sin revolución, hay tiempo sin mito?». Para la concepción posmoderna, minimalista y relativista de P. Lanceros, en suma la revolución se mitificó, y la creencia en ella (o sea la apuesta en ella, en cualquier sentido que sea) es un acto de fe, como lo es el pensar que «la solución es la Revolución», pues para este autor hay que pensar y actuar en minúscula, en masculino y femenino, en plural y en neutro; o sea, atomizados y neutralizados por el sistema y el status quo (Lanceros, 2003: 49-56).

Desde este trabajo que presentamos para participar en la rememoración de las gestas de 1910-1920, hablar de los conceptos de revolución no es un acto de fe religiosa ni tampoco un mero pretexto de ociosidad o lucimiento académico; es en primer lugar un ejercicio reflexivo y crítico por dar cuenta de las visiones y posturas teóricas, ideológico-políticas y socioeconómicas que subyacen a dichos conceptos, pues cada uno de ellos en mayor o menor medida no sólo reflejan sino representan perspectivas, expectativas e intereses de los autores individuales y colectivos que los postulan y/o reivindican. En segundo lugar, es también una postura y una apuesta política y antropológica por pensar radicalmente la revolución desde el marxismo crítico. Recuerdo aquí que recientemente Luis Villoro dictó dos conferencias en el Colegio Nacional que denominó «conceptos de la revolución y la sociedad por venir», desgraciadamente no pude asistir a ellas y no me enteré de sus planteos y contenidos, pero puedo deslindar que no le copié la idea, sino que hubo coincidencia en remarcar la importancia de considerar dichos conceptos como elementos claves, creo, para comprender, explicar, interpretar e incluso para practicar y desarrollar la revolución, una renovada y nueva revolución socialista.

Primeros significados de revolución

Hablar de conceptos o de conceptualizar es adentrarse a escudriñar los significados más o menos profundos que guardan los términos o definiciones en torno a procesos, eventos o hechos de una realidad natural, social o natural-social. En este caso el término revolución, precisamente, viene del latín revolutio, que tenía el sentido original de «volver a girar o enrollar», se utilizaba en la antigüedad este verbo para señalar movimiento circular. San Agustín lo utilizaba para expresar la idea de reencarnación o la vuelta de los tiempos. Para Dante Alighieri era el movimiento de los astros con efectos en el mundo humano. Galileo creía que las revolutionem de la tierra eran la causa de los accidentes y sucesos de la vida humana. Así pues en estos sentidos se dejan ver concepciones astronómicas giratorias que no sólo son repetitivas o cíclicas sino que causan conmociones ya que influyen e incluso rebasan cálculos y proyectos humanos. Así, también es utilizado el término con connotación físico-política pues los astrólogos creen predecir, a través del horóscopo, el destino de los gobernantes o de los acontecimientos políticos. Esta versión pasa a los principados italianos del siglo XIV dejando de lado el aspecto físico, pues los términos revoluzione y rivoltura hacen referencia a los acontecimientos turbulentos y al desorden en los asuntos políticos. En el siglo XVI, Nicolás Copérnico recupera en su De revolutionibus orbium coelestium el movimiento circular y perfecto, como una línea de devolución, de eterno retorno sometida a ley divina; y este sentido le va dar también posteriormente Johannes Kepler a su movimiento elíptico como armonía sideral. El sentido de revolución como un acontecimiento político único, con un gran efecto de cambio en el gobierno se usa en Inglaterra en 1688-1689 en la llamada «revolución inglesa»; a partir de aquel momento: «toda transformación política extraordinaria en un país europea fue calificada de revolución» (Flores Cruz, 1989: 23). Para el ilustrado Juan Jacobo Rousseau, son revoluciones tanto las transformaciones producidas en el progreso de las civilizaciones como, por otra, parte aquellos cambios que barren las fuerzas surgidas de la civilización y eliminen las situaciones artificiales debilitadas por su contradicción interna. Nicolás de Condorcet -otro ilustrado- anunciaba (a partir del cuadro de revoluciones anteriores) en la segunda mitad del siglo XVIII el advenimiento «una de las grandes revoluciones de la especie humana», la llamó, la «revolución feliz» que sería producida por el «estado de las luces» que se extendería y se haría completo, pero a condición que se utilizaran todas las fuerzas revolucionarias y se estudiaran los obstáculos interferentes y los medios para superarlos y para favorecerla; planteó, asimismo, tanto situaciones pacíficas como violentas para realizarla, en este último caso señaló que debería realizarse: «por medio de movimientos terribles y rápidos» (Palerm, 2005:44). A partir del conflicto social y político conocido como la revolución francesa de 1789-1799, que se caracteriza por la participación decidida de nutridos contingentes sociales, el concepto de revolución ya no es entendido como un acontecimiento exclusivo de la esfera política, ni como un proceso exmanente fatalista; si no como un acontecimiento que alcanza y le da contenido a la existencia humana, de tal manera que ya no se puede entender la historia y la vida social como simple resultado del destino sino como productos de la determinación inmanente de la acción humana.

Emmanuel Kant y G. H W. Hegel extrajeron conceptos de los procesos revolucionarios, el primero una Idea de la Historia y el segundo una Historia de la Idea, ambos se refirieron al acontecimiento revolucionario con una misma palabra: «entusiasmo». A mitad del siglo XIX, los evolucionistas culturales y etnológicos hicieron énfasis en los procesos evolutivos progresivos, que en sus dinámicas generales iban de lo simple a lo complejo, del salvajismo a la civilización, con tendencias predominantes acumulativas, graduales y unilineales; sin embargo también hubo entre ellos -principalmente Lewis Morgan y en cierta medida Edward Tylor- propuestas por reconocer ritmos, proporciones, rupturas y tendencias históricas diversas dentro de su concepción unificadora de la historia. Concretamente Morgan reconoció el papel decisivo de las transformaciones tecnológicas (que él llamó «descubrimientos e invenciones») para los procesos de transición de un estadio evolutivo a otro. Marx y Engels, por su parte, recuperaron el concepto de revolución de los Ilustrados, de la revolución francesa, de la dialéctica de Hegel y de los socialistas y los economistas políticos europeos, pero conectaron dicho concepto con los de evolución social y el de desarrollo.

(Para ellos revolución implicaba no un cambio cíclico, y no sólo un acontecimiento crucial de la vida política humana o una transformación decisiva en los procesos de desarrollo; sino un metabolismo dialéctico de fuerzas y relaciones materiales, sociales e ideológicas (objetivas y subjetivas) que trastoca y reorganiza el contenido y la forma, así como el devenir sociocultural total de las sociedades).

Tres concepciones generales de la revolución social y política

Desarrollaré brevemente 3 concepciones de la Revolución en general y de la revolución social y política en general.

1.- La concepción general de los funcionalistas y los estructural-funcionalistas. Plantean éstos la revolución y en general el momento revolucionario como una disfunción, una anomalía, un desorden y/o una anomía2 en el sistema, éste es concebido esencialmente como en un estado en constante o tendiente al equilibrio y/o a la estabilidad. Ha sido ya clásica su analogía con la fisiología corporal cuando se señala, por parte de algunos funcionalistas, que la revolución es un «trastorno» que se enmarca en una crisis; o sea, es un tipo de patología. Citemos al respecto a Brinton Crane (1988) que la ve como una enfermedad agresiva que no necesariamente renueva. Primero aparecen las señales prodrómicas que indican que se acerca la enfermedad: «Luego llega un momento en que se presentan todos los síntomas, y en que podemos decir que la fiebre de la revolución ha empezado. Esta no sigue un curso regular, sino lleno de avances y retrocesos, hasta llegar a la crisis, frecuentemente acompañada de delirio y el auge de los más violentos revolucionarios, el reino del terror. Tras la crisis viene un periodo de convalecencia, generalmente, señalado por una o dos recaídas. Finalmente la fiebre pasa; y el enfermo vuelve a estar sano, quizás fortalecido en algunos aspectos por la experiencia, inmunizado al menos por cierto tiempo contra un ataque similar, pero no ciertamente convertido en un hombre totalmente nuevo» (p. 22). Esta idea funcionalista de la recuperación después del trastorno crítico, se exploró en la siglo XX por parte de la escuela antropológica estructural-funcionalista (principalmente la corriente de Max Gluckman) que reconoció y estudio el conflicto como parte de la dinámica procesual social, específicamente el conflicto político, allí las transformaciones revolucionarias se ven como enfrentamientos del poder dominante con otros poderes, donde al final se recupera, se recompone o reestructura e incluso se fortalece el poder dominante.

2.- La concepción general de los neoevolucionistas. Esta corriente antropológica de mitad de siglo XX, llevó a cabo rectificaciones y suplencias a las simplificaciones y deficiencias del evolucionismo sociocultural decimonónico. Los neoevolucionistas amplificaron y complejizaron su concepto evolucionista de cambios sistemáticos que siguen un cierto orden y un criterio general: el desarrollo o progreso. Señalando que no todos estos cambios se ajustan estrictamente a este patrón, aunque finalmente todos son evolutivos. Incorporaron y reconocieron procesos múltiples y multilineales, con aspectos diversos de adaptación y adaptabilidad a los medios ambientes ecológicos y socioculturales, pusieron el acento en la variabilidad o en la combinación de factores (la tecnología, la energía, la mentalidad, las relaciones sociales, etc.) que conformaban «los motores del cambio». Pero lo importante aquí es que conceptualizaron otros procesos como son la involución o retroceso, el estancamiento y la revolución como modalidades diversas de evolución; por ejemplo Elman Service (1973) define «revolución» como un cambio radical, relativamente brusco de los rasgos característicos de un sistema, significa, también para él, cierto tipo de lucha contra algo o contra alguien; pues «todo cambio cultural básico tiene que reaccionar contra alguna forma ya existente adaptada hasta cierto punto a una estructura interna, y, externamente, a la naturaleza y a otras sociedades, a esta reacción la calificamos de revolucionaria cuando se distingue por una desorganización visible». Aunque las revoluciones son muy poco frecuentes -dice Service- también participan de las exigencias derivadas de una adaptación y finalmente del cambio progresivo (pp. 16-17). Así un autor considerado neoevolucionista, V. Gordon Childe, introdujo las categorías de revoluciones técnico-tecnológicas en la historia antigua de la humanidad, caso de las sucesiones interrelacionadas de inventos, crecimientos y desarrollos socioeconómicos y culturales que él bautizó como «revolución neolítica» y «revolución urbana», como procesos claves del progreso civilizatorio3. En síntesis, para el neoevolucionismo la revolución es una modalidad sui generis de cambio que no desentona con la «evolución del total».

3.- La concepción general de los marxistas. Para Marx y Engels la revolución es un proceso dialéctico donde se ponen en profunda tensión (contradictoria y más o menos violenta) las fuerzas y las relaciones sociales objetivas y subjetivas y donde se llevan a cabo transformaciones y reorganizaciones del contenido y la forma económico-social de las sociedades, así como de su estructura-función y su desarrollo histórico. Ello lleva a concebir que la revolución y en plural las revoluciones trastocan en mayor o menor medida los diversos aspectos de la formación social (economía, política, Estado, cultura e instituciones), igualmente aparece en su concepción la importancia histórico-concreta de los contextos, las circunstancias, los acontecimientos, las acciones, las clases, los grupos, las memorias, las experiencias, los actores y los protagonistas, así como el peso de la historia profunda. Vale la pena recuperar ahora, por un lado, las referencias de Marx en el «Prefacio a la contribución a la crítica de la economía política» (1859), donde manifiesta lo que significa la apertura de un periodo o época histórica de revolución social: consiste en el choque y conflicto fundamental que se da dentro de las formaciones sociales en la dimensión económica o de la vida material-social entre las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas, pero que abarca y se interrelaciona con las otras dos dimensiones: la jurídica política y la que corresponde a las formas espirituales y de conciencia social, y donde los hombres inmersos y participantes de esas contradicciones -dice Marx- toman conciencia de ellas y luchan por resolverlas, empero el grado de maduración de esas condiciones contradictorias materiales-existenciales (donde, en lo general, las relaciones sociales traban el desarrollo de las fuerzas productivas) condiciona los objetivos revolucionarios humanos que se pueden alcanzar. Por otro lado, en la Ideología Alemana (1845), Marx y Engels, hablan de la revolución comunista, donde a diferencia de otras revoluciones político-sociales, no se trata únicamente de «redistribuir» la actividad estatal y la actividad de la clase dominante, sino de eliminar todas las formas de dominación de clase, así como las divisiones del trabajo correspondiente a ellas. Se trata -dicen- de una transformación masiva de los hombres, de un movimiento práctico, es decir de una revolución práctica, de que la clase que derroca a la dominante barra los escombros de la vieja sociedad y sea capaz de fundir la sociedad sobre nuevas bases, pero para realizar esta revolución -enfatizan Marx y Engels- se necesita la creación en escala de masas de la conciencia comunista. Plantean explícitamente (textualmente) que la revolución necesita un acto político de derrocar a la clase y/o grupo dominante y su disolución; así, exponen que toda revolución es política y social. Sin embargo, siguiendo a Marx y Engels, la diferencia entre una revolución político-social no comunista y una comunista es que ésta es masiva, es total, es una destructora definitiva de las contradicciones, trabas y choques entre los elementos de las base material (relaciones de producción y fuerzas productivas) y barredora definitiva del dominio de clase y por tanto de las clases y de las estructuras, relaciones y divisiones en las que se basan; y la vez es constructora de nuevas bases y por tanto de nuevas relaciones y conciencias humanas (económico-sociales, políticas y espirituales) y, por supuesto, nuevos seres humanos.

Pasando a la cuestión del manejo y del uso de aspectos transformadores en las dimensiones sociales y políticas, cabría señalar que hay varios términos y categorías que los investigadores de las disciplinas históricas y sociales manejan como similares, análogos y/o sinónimos de revolución de contenido social. No voy aquí a discutirlos y diferenciarlos, pues hay distinciones que cada postura y/o autor enfatizan según su posicionamiento teórico, político o metodológico, los menciono sólo para dar cuenta de su variada existencia léxica y para señalar que el «concepto de revolución», en relación a estas otras categorías o conceptos aparece generalmente como un proceso o una serie de acontecimientos históricos más radical, profundo y prolongado que, incluso, abarca a estos otros tipos de sucesos más o menos irruptivos y/o violentos. Es decir, a los amotinamientos, las revueltas, las sublevaciones, los levantamientos, las irrupciones, las insurrecciones y las rebeliones.

Interpretaciones: Debate explicativo e interpretativo de la Revolución mexicana

La llamada revolución mexicana ha sido tan nombrada, discutida, adjetivada y usada a por laberintos de todo tipo: «La revolución mexicana ha sido sobre todo manera de instrumento que se le ha calificado, debido a ello, como fetiche y como Frankenstein traído y llevado un poderoso instrumento ideológico de dominación, un fetiche aglutinador de significados y adaptaciones retóricas, un fantasma continuamente catalogado y continuamente inexacto, que genera su propia confusión y su inagotable hermenéutica…[ese] Frankeinstein [ha sido] traído y llevado a todas las tribunas, manoseado en cien interpretaciones y gabinetes y ejercido con todos sus ropajes como el laberinto jurídico, institucional y académico de la historia contemporánea de México» (Aguilar Camín, 1980:11 y 12). Pero ¿por qué ha sido, es y seguirá siendo objeto e instrumento de usos, manipulaciones, interpretaciones y significados? Porque no se trata -a pesar de sus fracasos-, como ha dicho socarronamente Eduardo del Río (Rius), de una «revolucioncita» o, como dijo Octavio Paz, sólo de una «fiesta de las balas a la mexicana». Se trata, más bien, tomando primeramente en consideración la guerra civil armada, de una guerra campesina prolongada (Armando Bartra dixit) de casi 10 años, y más aún de una revolución popular, de un proceso revolucionario económica, social y políticamente crucial, señero y cuantitativa y cualitativamente nodal en la historia mexicana, latinoamericana y mundial de los últimos 100 años. Que ha tenido, tiene y tendrá repercusiones, efectos y consecuencias que procesualmente han cambiado las estructuras y las relaciones socioeconómicas, políticas e ideológico-culturales de nuestro país: en la formación social, en la producción, en el Estado, en el bloque hegemónico, en la correlación de fuerzas y clases, en los regímenes de gobierno, en los sistemas políticos, en las estrategias y tácticas políticas, en las instituciones, en el imaginario, en la conciencia y las experiencias de las clases, facciones y grupos. Pero también -y eso hay que recalcarlo- en la luchas populares recientes, presentes y por venir: no se puede ignorar la importancia de estudiar, analizar, debatir, explicar e interpretar lo mejor y lo más certeramente posible la revolución mexicana (que ha sido llamada metafóricamente «nuestra madre»), sobre todo el periodo armado de guerra civil de 1910-1920, para cualquier proyecto revolucionario reciente, presente y futuro. Pero particularmente -como lo dice Adolfo Gilly- para el proyecto revolucionario socialista presente y futuro en nuestro país (y en nuestra América). En ese sentido sus adjetivaciones, caracterizaciones y consecuencias inmediatas y mediatas conforman los elementos resultantes de esos ejercicios que entre más críticos y propositivos más enriquecedores serán. A continuación revisaremos y discutiremos a vuelo de pájaro concepciones de la revolución mexicana de algunos autores representativos de las principales posturas que hay en torno al debate de sus nodales significados y resultados. A partir de ellas formularemos nuestra perspectiva y nuestras conclusiones.

Para el historiador Enrique Semo, la revolución mexicana forma parte, por un lado, de la secuencia histórica de las revoluciones nacionales (de independencia y de reforma) y, por otro, se encuentra después del ciclo internacional de revoluciones burguesas («cuyo objetivo era el desarrollo del capitalismo y el impulso de la burguesía como clase») y en el mismo momento en que una serie de otras revoluciones (rusa, turca, china), sin adquirir un carácter socialista, exhiben la presencia de las fuerzas del socialismo. En suma, la revolución mexicana es parte de un ciclo de revoluciones burguesas, que comienza en 1810, y que termina en 1940 cuando la burguesía mexicana pierde toda capacidad de plantear y resolver los problemas del desarrollo del capitalismo por el camino revolucionario; y se convierte en reaccionaria (pp. 138,139 y 147). Para Semo la revolución mexicana es un proceso de lucha de clases (donde existen contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción y entre el desarrollo nacional y la dependencia), en el cual grupos con intereses antagónicos a veces se enfrentan y a veces se unen, primero contra los representantes del orden pasado, y después de liquidados éstos por la determinación del grado de profundidad de la revolución. Reconoce Semo que hay sectores que van más allá del desarrollo del capitalismo (como los encabezados por los Flores Magón y por Zapata); sin embargo, la revolución mexicana se queda en una revolución burguesa o democrático burguesa. Revolución que en su lucha armada fue -incluso- intervenida por los norteamericanos que proporcionaron armas, dinero y bastimentos a los ejércitos campesinos. También señala que la revolución mexicana fue motor del capitalismo en América Latina principalmente en las décadas del veinte y del treinta del siglo XX. Respecto al grupo que triunfó y subió al poder plantea que fue un sector de la burguesía agraria incapaz de concebir el desarrollo industrial del país como una unidad y una totalidad, y además dependiente a tal grado del imperialismo que, a pesar de los desplantes nacionalistas, la burguesía mexicana no adoptó en ningún momento un modelo de desarrollo auténticamente independiente. Finalmente para Enrique Semo, la comprensión y el esclarecimiento de la revolución mexicana son muy importantes para no caer en mistificaciones que usan a su favor sectores de la burguesía y del Estado mexicanos y, sobre todo, para el desarrollo de una conciencia proletaria en México. Por ello, él la deslinda de todo carácter socialista o pro-socialista; es decir de toda versión de revolución interrumpida nacionalista, antimperialista y que acentuando los aspectos radicales que encerró puede transformarse en una revolución socialista. Para él la revolución socialista nace totalmente separada de las revoluciones nacionales y antifeudales que las preceden tanto por su cronología como por su esencia.

Para Arnaldo Córdova la irrupción de las masas trabajadoras en la política nacional a través de la revolución de 1910-1917, trajo aparejada la más completa destrucción del antiguo Estado oligárquico y de su sistema económico, provocando con ello la mayor conmoción social experimentada por América Latina desde las guerras de Independencia. Sin embargo las masas trabajadoras (preponderantemente rurales) mexicanas con su insurgencia determinaron la destrucción del antiguo régimen, pero carecieron siempre de los elementos materiales y espirituales para decidir el rumbo que México habría de seguir en el futuro. De esta manera, lo más notable de la revolución mexicana fue que los grupos de clase media o de la pequeña burguesía, que se oponían a la dictadura lograron asimilar en sus programas políticos y en su ideología las reivindicaciones de los campesinos y, al mismo tiempo, ponerse a la cabeza del propio movimiento campesino, sea para destruir el aparato político porfirista, sea para desbaratar toda oposición radical proveniente del movimiento campesino mismo. Por lo tanto, para Córdova, la revolución mexicana fue una revolución burguesa dirigida política y militarmente por elementos de los sectores medios de la sociedad a la que estos sectores, dieron, además, su personal político, su ideología, y su programa burgués para la clase burguesa global, y no para éste o aquel sector o fracción de la clase (pp. 70 y 84). Construyeron el Estado y proporcionaron la línea política de masas, que le dará a la burguesía su unidad de clase y su dominio de toda la sociedad. Con ello se construyó para buena parte del siglo XX el reformismo social, como verdadero programa político, pero las reformas sociales fueron apareciendo al calor de la lucha armada y de la lucha política en el curso de la revolución, como reivindicaciones que se integraron. El reformismo cubrió varios campos pero -según Córdova- se pueden resumir en 5 campos: 1) Transformación de las relaciones de propiedad, poniéndolas, por un lado, bajo el control absoluto del Estado y llevando a cabo, por otro lado, una redistribución de la riqueza, principalmente de la tierra. 2) Reivindicación para el Estado de la propiedad originaria del subsuelo y, en general, de los recursos naturales. 3) La organización de un sistema jurídico-político de conciliación entre las distintas clases sociales bajo la dirección del Estado. 4) La elevación a la categoría de garantías constitucionales de los derechos de trabajadores. 5) La organización de un Estado de gobierno fuerte con poderes extraordinarios permanentes. No obstante estos campos componentes del reformismo social que se instalaron como aspectos fundantes del programa del nuevo Estado de la revolución mexicana, Arnaldo Córdova remarca que, por un lado, la propiedad de la clase terrateniente se recompuso en manos de los antiguos latifundistas, de los generales y de los políticos revolucionarios (incluso en 1930 el 83.4% de la tierra laborable estaba en poder de los terratenientes) y, por otro, la antigua clase propietaria de la tierra pudo sobrevivir, bien a través de las divisiones simuladas de las viejas propiedades, bien obteniendo las facilidades necesarias para reinvertir sus riquezas en otros renglones de la economía, como, por ejemplo, los bancos. En suma, para Arnaldo Córdova la revolución mexicana es una revolución burguesa que adoptó (un tanto cuanto manipuladoramente) desde el Estado una política populista de masas y con reformismo social.

Para los ideólogos del PRI, especialmente para Cipriano Flores Cruz, que asume una postura oficialista e institucional de la revolución mexicana, la revolución mexicana es un proceso constante de desarrollo que adoptó dos momentos o fases, una fase armada y social y otra institucionalizada, pues toda revolución tendrá que institucionalizarse en un gobierno sujeto a leyes que la propia revolución produzca, además deberá asumir un carácter permanente desde el poder hasta alcanzar todos sus propósitos De aquí que las revoluciones sociales necesiten para consolidarse de instituciones y medios para su defensa, tales como el ejército revolucionario, el pueblo armado o el partido político mayoritario. En la etapa de construcción y de realización de su proyecto, es en donde mayor peligro existe de desviarse o estancarse tanto por presiones externas como por grupos contrarrevolucionarios. Estos son clases y/o grupos desplazados que tratarán de influir para desviar el proyecto revolucionario en el marco de las condiciones políticas y económicas que la propia revolución permita. La contrarrevolución que también es conocida como «la reacción», no es una revolución en contrario sino un movimiento que pretende detener y desviar los proyectos surgidos de la revolución. Las formas en que estos grupos o clases intervienen para alcanzar sus fines, pueden ser a través del levantamiento armado o por medio de un movimiento pacífico. En la etapa armada -según este priísta-, debido a la correlación de fuerzas y a la lucha de clases sólo se pudo plantear y alcanzar que la clase dirigente revolucionaria consolidara una Nación y un Estado nacional fuertes y que esa clase fuera independiente de la clase económicamente dominante. Desde el Estado se construyó un régimen político popular y revolucionario con ideología nacionalista revolucionaria y de liberalismo social. Para Cipriano Flores la Revolución Mexicana (con mayúsculas) realizó grandes cambios en las relaciones de clase, modificando radicalmente la vida social y cultural del país, en lo que corresponde a sus áreas básicas como son la familia, la religión y la educación. De igual manera efectuó cambios en la estructura y en el funcionamiento del Estado, fundamentalmente en los procesos políticos y administrativos, estas transformaciones no fueron simples subproductos de los cambios del orden social, sino entrañaron cambios profundos en el ámbito socioeconómico. Por ende, la Revolución cambio la estructura de clase y la del Estado, además de su función, y sustituyó a los protagonistas políticos del antiguo régimen por otros más vinculados a los intereses del pueblo mexicano. En suma, para Flores se trató de una revolución nacionalista institucionalizada que permanentemente (por lo menos hasta 1987) y desde el poder del Estado-gobierno-partido trató de resolver y cumplir el proyecto nacional y democrático-constitucional. Pero no tiene contenido de ninguna clase sino que representa a la nación, y vela para que ninguna de las clases pueda oprimir a las demás (¡sic!, p. 118).

Por su parte Carlos Aguirre Rojas (2009), dice plantear una «contrahistoria» de la revolución mexicana vista como radical de las clases subalternas. Desde la larga duración histórica concibe la revolución de 1910-1917 o 1910-1920 como el punto máximo o fase crítica de un proceso económico, social y político que va desde 1880 hasta 1940 aproximadamente. Igualmente concibe el siglo veinte no cronológico como «corto» teniendo su inicio en 1910 y culminando en 1994. Para entender las características sociales y económicas de los grupos que participaron en el periodo crítico se remite a reutilizar la división de 3 macroregiones o pequeños países geohistóricos y civilizatorios que tienen sus propios perfiles: 1) El México indígena del sur (zona falta de comunicaciones, menos poblada y con más tradiciones históricas), 2) el México mestizo, granero del país y espacio donde se encuentra la capital de país, del centro (zona de más alto desarrollo económico, político, social y cultural) y 3) el México criollo con la cultura del ranchero libre del norte (zona primordialmente minera y ganadera). Esta triple dinámica regional explica el contenido, las posibilidades y las limitaciones del desarrollo incubado bajo el régimen porfirista, así como la inicial formación de un mercado interno nacional para el capital industrial y para el mercado mundial capitalista. En 1910 existía un capitalismo predominantemente agrario en sólo ciertas regiones del país con aspectos de subsunción formal y sólo un incipiente y débil capitalismo industrial. Para Aguirre Rojas la Revolución creó las condiciones favorables para el establecimiento de una unidad fuerte del mercado interno con la triple formación de los submercados de mercancías, de dinero y de fuerza de trabajo para el capital industrial mexicano. Con ello, asimismo la Revolución creó, precisamente, las condiciones para el verdadero desarrollo amplio y general del capital industrial y, por esta vía, del propio modo de producción capitalista clásico y maduro (p. 73). En la interpretación de Aguirre, los 3 Méxicos van a tener diferentes pesos específicos y protagonismos a través de las clases, facciones y grupos que intervienen en la fase crítica. El resultado central fundamental de este movimiento es un «desplazamiento de la hegemonía global en torno a la conducción del proyecto global de la nación mexicana», desde los grupos del México del centro hacia los grupos del México del norte (específicamente el llamado grupo «Sonora»). Lo que va implicar el cambio de una fracción de la clase dominante mucho más conservadora y vinculada a la vieja propiedad terrateniente, por otra fracción de los sectores sociales hegemónicos mucho más moderna y conectada con las más nuevas relaciones capitalistas. Junto a este desplazamiento, se van a provocar cambios importantes en lo económico, en lo social, en lo político y en lo cultural, a la vez que la aceleración de ciertas tendencias ya presentes en nuestro país desde el periodo mismo del Porfiriato. Ello quiere decir que las clases subalternas fueron derrotadas dentro de la revolución mexicana, aunque reconoce que alcanzaron en un determinado momento (noviembre y diciembre de 1914) del periodo crítico un «punto excepcionalmente alto de su rebelión y de su protagonismo dentro del proceso general de transformación de la segunda década del siglo XX cronológico», allí se decidió toda la suerte y el destino de esa revolución mexicana; con la derrota y el repliegue de los grupos campesinos, se cancela su vía radical y se instaura una revolución truncada, de compromiso, más bien mutilada, parcial, llena de matices y desigual (muy lejana de la revolución rusa de 1917 e incluso de la francesa de 1789). Desde entonces las élites políticas nuevas y también las viejas, se disputan desde arriba el naciente poder del Estado, el grupo Sonora recentrará durante varias décadas el proyecto nacional global en torno de esas zonas del norte y del noroeste del país. Posteriormente se crea un régimen de Partido único que durará aproximadamente 40 años (1929-1968) como régimen vigente. Carlos Aguirre finalmente señala que gracias a la acción radical monumental de las masas campesinas y urbanas se han logrado conquistas/avances en los planos económicos, sociales y culturales, como los siguientes: a) se logró erradicar casi por completo las formas más arcaicas de la explotación económica; b) las destrucción total del viejo Estado y la del distanciamiento radical del poder de la vieja clase política porfirista; c) se quiebra de una manera total la hegemonía de la cultura aristocrática y de elite con lo que se abrió un vasto espacio para el protagonismo de la cultura popular; y para desarrollar nuevos horizontes intelectuales en el ámbito de la laicidad; y d) otros cambios civilizatorios a nivel demográfico, familiar, de los hábitos, de las situaciones urbanas y comunicativas, etcétera.

Por su parte el historiador del Colegio de México, Javier Garciadiego (2008), aunque no hace una definición clara del carácter de clase de la Revolución Mexicana, sí señala con claridad el Estado posrevolucionario nació en 1920, al frente del cual asumió el poder «una clase media», distinta tanto del grupo carrancista como de grupos del antiguo régimen, concretamente fue un grupo político-militar hábil y flexible, nucleado alrededor de Álvaro Obregón (que hizo su experiencia de alianzas políticas y compromisos sociales desde la lucha antihuertista); entre otros personajes estaban los líderes sonorenses: Salvador Alvarado, Plutarco Elías Calles, Manuel Diéguez y Adolfo de la Huerta. El poder de estas nuevas clases medias, partía de su alianza con los sectores populares del país y con los grupos fundamentales en el proceso revolucionario. Dichos sectores populares ya no reclamaron la hegemonía nacional, pero a cambio de su apoyo y subordinación, obtuvieron concesiones sociales y políticas apreciables. Sin embargo, Garciadiego, aclara que dicho Estado no fue radical, pues así como tuvo un primer pacto con los sectores populares revolucionarios, también tuvo otro pacto con los sectores contrarrevolucionarios, tanto los alzados como los no alzados (sectores ex-porfiristas), todos ellos representantes de las diversas elites regionales (y nacionales). El nuevo Estado -según Garciadiego- no resultó democrático sino autoritario (aunque reconoce que a mitad de los treinta, el gobierno tuvo que «ampliar sus concesiones a los grupos populares», llegando así «a su límite» el modelo de Estado posrevolucionario), pero perfiló una clara identidad nacionalista, y tuvo una legitimación y estabilidad hasta cuando el desmantelamiento de las estructuras corporativas «acabó con el control político que se tenía sobre las masas» (pp. LXXXIX- XCI)4. Esta caracterización del Estado posrevolucionario de Javier Garciadiego, es resultado de un seguimiento analítico y descriptivo de todas las condiciones, las fases y las facciones del proceso revolucionario mexicano, que es concebido sintéticamente como una larga guerra civil entre grupos, facciones, clases, sectores, regiones, zonas, etc., que duró diez años y donde participaron diversas dinámicas, alianzas, guerras, guerrillas, rebeliones, revueltas, gobiernos, intervenciones, crisis, devastaciones, etcétera. Las fases que menciona dentro del proceso son: la lucha de los precursores, lucha maderista antirreleccionista y alzados anti-porfiristas, Madero y la presidencia, Huerta en el poder, lucha constitucionalista, constitucionalismo versus convencionismos y virtudes y límites del carrancismo.

Por su parte el historiador y antropólogo nacido en Viena, Friedrich Katz, la revolución mexicana fue un gran movimiento popular muy fuerte donde participaron decenas de millares de personas armadas y hubo movimientos en prácticamente todos los estados. Como resultado de ella hubo cambios sociales profundos: se eliminó o se debilitó decisivamente a la vieja clase terrateniente, hubo reparto de la tierra, vino la no reelección. Hubo -según él- épocas de democracia y de falta de democracia. Para Katz durante los años veinte y treinta los grupos populares (agraristas y sindicales) jugaron un papel importante, tuvieron que ser incorporados al poder y se les hicieron enormes concesiones, y durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (que fue democrático) hubo una alianza genuina entre sindicatos, organizaciones campesinas y el gobierno. Katz evalúa que después de 1940, la democracia se fue debilitando más y más, los gobiernos abandonaron ya muchos de los aspectos y muchas de las demandas de la revolución, hasta 1968 la democracia fue más y más perseguida. F. Katz ve (como Cosío Villegas) una tendencia a que gran parte de la revolución murió «oficialmente» en la actuación de muchos gobiernos post-cardenistas, aunque en la política externa se mantuvo un grado muy grande de independencia. Sin embargo, para Katz en la mentalidad popular la Revolución nunca murió, incluso la idea, la tradición, de la Revolución sigue vigente, tiene legitimidad cuando los movimientos e infinidad de organizaciones actuales se dicen herederos de Villa, de Zapata o de otros revolucionarios. Así la revolución no fracasó a pesar de la existencia de una desigualdad social tremenda porque la tradición revolucionaria sí tuvo (y sí tiene) en la historia del país una influencia decisiva.

Manuel Aguilar Mora, al igual que Semo, también señala el contexto histórico-internacional, ubicando a la revolución mexicana en el tránsito del fin del ciclo de revoluciones democrático-burguesas y el inicio de revoluciones proletarias. Se plantea hacer un análisis marxista dual, o sea objetivo y subjetivo, socioeconómico y político. A nivel de la situación económica, destaca el papel dependiente respecto del capital occidental de la formación social porfiriana que era preindustrial y productora de materias primas (mineras, henequeneras, azucareras, cafetaleras, tabacaleras, etc.) en una especie de «gigantesca plantación» que eran los campos de las tres regiones del país, a tal nivel que la expansión del latifundio llegó a un punto crítico. A saber: 1) el sur, con creciente inversión extranjera, su aislamiento geográfico y su falta de industrias propiciaron el aumento del peonaje por endeudamiento (acasillado); 2) el norte, también con inversión extranjera pero la proximidad con Estados Unidos y la creciente demanda de brazos en las minas y en la industria debilitaron el peonaje y en algunos lugares despareció; 3) el centro, con tendencias contradictorias, experimentó la expansión de las haciendas a expensas de las comunidades, hubo expulsión masiva de indios de sus tierras pero no hubo salida industrial del empleo de la fuerza de trabajo; igualmente las haciendas del centro abastecían el mercado interno de víveres pero estos hacendados quedaban marginados de las grandes ganancias del sector agroexportador tanto del sur como del norte. Destaca también la crisis económica del sistema capitalista mundial de 1907-1908 que afectó la economía mexicana e incrementó el desempleo; también señala que el precio de los cereales aumentó debido a la escasez, lo que propició la decadencia de todo el sistema hacendario, asimismo entró en crisis el modelo capitalista impuesto por el mercado mundial y el imperialismo: la masa campesina y semiproletaria reaccionó a la defensiva y produjo la revolución social, incrustándose en la fisura que produjo el sector liberal burgués maderista en el bloque hegemónico y en el aparato dirigente del régimen autocrático de Díaz. Así, en la lucha de clases de 1910-1917 el ejército del gobierno y el núcleo hegemónico porfirista quedó batido en toda la línea. Por tanto, la dinámica de la revolución es una espectacular lucha de clases, es la voluntad consciente, la acción transformadora que subjetivamente puso en marcha la «locomotora de la historia». Para Aguilar Mora el carácter permanente de la revolución mexicana fue dado por el desbordamiento político de las masas semiproletarizadas del campesinado que impactaron en la mayor parte del país y que emprendieron la resolución de las tareas democrático-burguesas en una forma plebeya, dado el hecho de que la burguesía estaba simplemente en contra de resolver tales tareas. Se inició un proceso continuo o de trascrecimiento de la revolución burguesa apuntando hacia la revolución proletaria, sin embargo, en un país atrasado y semicolonial, con un proletariado industrial insuficientemente preparado para unir al campesinado y tomar el poder, no podía concluirse la revolución democrática que quedó incompleta; no obstante el proceso de la revolución mexicana no fue detenido ni derrotado en la forma en que lo han sido otras revoluciones, pues logro conquistas sustanciales que cambiaron el panorama de la formación social mexicana. El trabajo revolucionario del campesinado es aprovechado a nivel político por la capa de origen pequeñoburgués alrededor de Álvaro Obregón que encontró eco en todos los sectores de la población e incluso logró acuerdos con el imperialismo. De esta forma para Manuel Aguilar Mora, existió una dialéctica de la derrota-victoria parcial del campesinado que encierra todos los enigmas posteriores de la revolución y su principal consecuencia: el nuevo «Estado revolucionario»; más concretamente del régimen que instauró el grupo sonorense, de neto carácter bonapartista ante la ausencia de alternativas democrático burguesas y socialistas y ante el impasse de las dos clases que la encarnan. El régimen bonapartista representaba un régimen de transición, en el cual las fuerzas fundamentales se confrontaban más o menos equilibradamente y cuya duración dependía de esta situación; el bonapartismo mexicano resalta por la larga duración de su experiencia y por su estabilidad, estos rasgos le vienen de la fuente revolucionaria que lo explican, justifican y originan. Las nuevas gestas revolucionarias en México completarán las obras de las masas semiproletarizadas y campesinas de la revolución mexicana; no solo aplastar al Estado capitalista, sino levantar sobre sus ruinas el estado obrero mexicano, con una vocación internacionalista que lo vincule a la lucha por la Federación Socialista Latinoamericana.

Para Adolfo Gilly el rasgo último, esencial y definitorio de la revolución mexicana es «la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos». Ella aparece ante todo y sobre todo, como una violentísima irrupción de las masas de México, fuera de la estructura de la dominación estatal y contra ella, que altera, trastorna y transforma de abajo a arriba todas las relaciones sociales del país durante diez años de intensa actividad revolucionaria. Y esa actividad tiene un motor central: una gigantesca guerra campesina por la tierra, que llevada por su propia dinámica pone en cuestión el poder y la estructura del Estado, controlado hasta entonces por un bloque de poder en el cual la hegemonía indiscutible la detentaban los terratenientes. Igualmente en esa irrupción e intensa actividad revolucionaria se precipitan y convergen las regiones del norte, centro y sur, los acontecimientos históricos nacionales desde 1810, en suma la formación y la síntesis de la nación y de esta forma el pueblo mexicano se rehízo a sí mismo en la revolución. Los aspectos contextuales y económicos de la era del capitalismo imperialista y monopolista también son importantes para este autor; considera las revoluciones a nivel internacional de principios de ciclo así como la crisis de 1907. El desarrollo el capitalismo en México durante el porfirismo combinó dos procesos de acumulación: la originaria y la ampliada y ello se manifestó en actividades explotadoras y opresoras de compañías deslindadoras, de haciendas, de industrias, del ejército federal, de funcionarios, de caciques, políticos, intelectuales, sacerdotes, etc. Los campesinos y trabajadores sufrieron estos procesos y actividades como peones, como trabajadores asalariados, como campesinos comunitarios despojados, bajo expoliaciones y coerciones típicamente capitalistas combinadas con otras precapitalistas o semicapitalistas. Para Adolfo Gilly la «clave» de toda revolución es que las masas decidan por sí mismas, que tengan una organización independiente a través de la cual puedan expresar las conclusiones de su pensamiento colectivo y ejercer su autonomía; el proletariado prácticamente estuvo ausente en su participación y en su organización independiente, pero los pueblos campesinos tuvieron, en el sur, al zapatismo como su instrumento político, militar, intelectual y de experiencia organizativa colectiva de autogobierno e inclusive anticapitalista. Ello se concretó en lo que él bautizó como la «Comuna de Morelos» y lo que llama la «doble revolución», es decir la revolución en la revolución: «la vía por la cual las masas persisten en afirmar sus decisiones más allá de sus inevitables mediaciones de las direcciones, el camino de su autonomía y su autogobierno organizado». Gilly plantea que existen generalmente dos propósitos encontrados en los movimientos revolucionarios; por un lado, los de las corrientes conciliadoras y reformistas que buscan cambios de grupos en el poder y ajustes políticos desde arriba y, por otro, los de las fuerzas revolucionarias que buscan que las masas, el pueblo en armas ejerza el poder y lleve a cabo democráticamente las transformaciones sociales. Así, por el lado de las primeras, la revolución se presentó como una lucha entre básicamente dos fracciones de la burguesía, en la cual el sector que intenta apoderarse del control del Estado, acude a la movilización de las masas en su apoyo; por el lado de las segundas, por la dinámica interior del movimiento de masas, particularmente en su fracción más radical, la revolución superaba los marcos burgueses y adquiría un sentido potencial y empíricamente anticapitalista. La revolución burguesa es la que da en definitiva su forma y su programa al triunfo del movimiento revolucionario, pero se desarrolla combinada por la revolución de los campesinos. A falta de dirección obrera -dice Gilly- este contenido anticapitalista y, podemos decir, pro-socialista no podía desarrollarse ni manifestarse en toda su plenitud, pero quedó presente en la conciencia y en la experiencia histórica de las masas. Esa dinámica quedó interrumpida, dejando en las masas un sentimiento de revolución inconclusa, la dinámica ya no continuó, pero tampoco fue aplastada, vencida y dispersada; el régimen que se instauró finalmente no fue de dominación directa y sin mediaciones de la burguesía como lo quisieron Madero y Carranza, sino fue bonapartista. Una nueva fracción de las clases poseedoras asciende al poder apoyándose en los métodos revolucionarios de las masas y organiza el Estado conforme a sus intereses y teniendo en cuenta sobre todo las nuevas relaciones entre las clases. Por último para Adolfo Gilly la idea de la «interrupción» de la revolución tiene que ver con la respuesta que se de al problema de saber si un abismo o una ruptura completa e histórica separa a la futura revolución socialista de la experiencia y las conquistas de la revolución mexicana; o si lo que ésta ha dejado en la conciencia organizativa y en la experiencia histórica de las masas mexicanas puede integrarse y trascrecer en los contenidos anticapitalistas de la revolución socialista. Ésta supone una ruptura con la ideología de la burguesía en el poder de una simple continuidad de una supuesta revolución victoriosa, pero también supone una ruptura con la ideología de que simplemente las masas fueron derrotadas; significa, más bien, una nueva revolución, pero sus premisas se nutren de las tradiciones de masas de la anterior. Es a ese nivel donde se establece la continuidad mientras a nivel programático se opera la ruptura. Sin esta comprensión -nos dice Gilly- de los dos niveles, que corresponde a la combinación de la revolución mexicana no se puede comprender la combinación en movimiento de ruptura y continuidad, que es la esencia de todo trascrecimiento de la conciencia de masas desde un nivel programático a otro superior, en este caso, desde el nivel nacionalista y revolucionario al nivel socialista. Allí reside -concluye el maestro Gilly- la cuestión central de toda revolución: organizar la conciencia y, en consecuencia, la actividad de las masas. Pero esto no es posible si se ignoran sus experiencias pasadas o se miden erróneamente sus conclusiones. Por eso la importancia de un juicio preciso sobre la revolución mexicana para cualquier proyecto revolucionario socialista presente y futuro.

Conclusiones sobre revolución mexicana y revolución total o comunista.

El concepto de revolución como revolución total es al que desde las ideologías burguesas de los tiempos recientes se le ha atacado ferozmente de dos maneras o mediante dos vías principales; la primera y más brutal declarando la revolución como muerta, como mero dogma, fe o mito; la segunda manteniendo conceptos amortiguados y pacificados de revolución, banalizando y atomizando el concepto y la vigencia de la revolución total. Sin embargo, la revolución hoy sólo puede ser concebida y realizada dialécticamente como una transformación o metamorfosis completa, totalizante, sin reductivismos. Según Martín Santos (1977), la revolución en general desde Marx no es un destino externo del hombre, sino la plasmación de su ser, el inevitable modo de actuar del hombre cuando permanece radicalmente fiel a sí mismo, es la esencia del movimiento histórico, es la realización de las posibilidades racionales de una época, es la creación de una nueva razón. La revolución en un plano más concreto es la condición permanente de la lucha de clases, así como ésta es la condición permanente de la revolución; la permanencia de la revolución esta siempre abrazada a la historia concreta, la revolución concreta se constituye de muchos momentos y pasos, es un universo complejo de metamorfosis, fuerzas y escenarios, pero sólo se puede entender cabalmente como una totalidad en curso, como un todo dialéctico que deviene en su historicidad concreta, en su movimiento real de continuidades y rupturas, pero donde la ruptura constituye la revolución. Para Marx (y Engels) existe la revolución final, la novedad radical, la nueva situación total, la verdadera revolución total, o sea la revolución comunista; es desde esta perspectiva que analizan, se comprometen y también conciben las comprensiones, explicaciones, interpretaciones y participaciones, de y en las revoluciones y de y en la revolución comunista misma. Y creo, en efecto, que es sólo desde esa perspectiva que se puede tener un posicionamiento profundamente crítico, dialéctico y completo, pero al mismo tiempo abierto de las revoluciones de esta época, del presente y del futuro.

La revolución mexicana, vista como revolución nacional ha sido un proceso irrepetible, pero partícipe de las revoluciones del siglo XX y por tanto inserta en esta historia internacional del capitalismo. Sus fuerzas, sus relaciones, sus modos, sus factores económicos, geoestratégicos, sociales y político-ideológicos la influyeron y la moldearon. Obviamente se desarrolló en el seno de la formación económico-social mexicana que tiene raíces profundas y que durante el siglo XIX y más específicamente durante el Porfiriato (1876-1910) acumuló contradicciones y conflictos que los autores revisados han explicado: la pinza de las formas de acumulación del capitalismo imperialista, su ubicación en el mercado mundial y en la división internacional del trabajo, como economía agroexportadora e importadora de bienes manufacturados e industriales, su carácter atrasado, dependiente, su endeudamiento, la disparidad económico-sociocultural de las tres macrorregiones, la explotación y opresión de las masas campesinas, asalariadas y semiproletarias-semiesclavas, la crisis mundial, las contradicciones interburguesas por la participación de las ganancias y por el control del poder del Estado, en fin, las fisuras y coyunturas que se abrieron ante el desgaste del régimen porfirista hegemonizado por la clase terrateniente y otros sectores privilegiados. La ya mencionada irrupción de las masas campesinas, populares y de trabajadores en la escena nacional e inter-macrorregional le dio su carácter revolucionario y explosivo, pues, efectivamente, se expresó de manera violenta y armada de 1910 a 1920 como una sórdida lucha de clases, desigual y combinada pero con improntas indelebles. Fue -como ha dicho Armando Bartra (1980:91)- un proceso social complejo, prolongado y múltiplemente contradictorio, que tenía como sujeto a clases y sectores de clase, que pudo haber tomado diferentes cursos y que contenía diferentes posibilidades5. En efecto, no hubo fatalidades, el curso revolucionario fue un complejo dialéctico que tuvo sus tendencias, sus fuerzas, sus facciones, sus ejércitos, sus alianzas, sus líderes y representantes y sus resultados políticos-militares parciales pero íntimamente concatenados o recursivos. Fue una composición de varias revueltas, alzamientos y rebeliones (y también de reacciones y resistencias) y, como se ha señalado, una combinación de revoluciones (en cursos dialécticos abiertos), Tuvo también sus triunfos-derrotas parciales para las masas campesinas y tuvo sus resultados y consecuencias económicas, políticas, sociales, políticas y culturales a corto y mediano plazo. Fue una revolución burguesa pero con permanencia revolucionaria campesina, popular e incluso proletaria, dicha permanencia no fue homogénea, tuvo sus altos y bajos, sus estancamientos y sus aceleramientos, también sus mordazas y sus desviaciones; pero esa permanencia no le vino desde arriba, sino desde abajo. Fue una revolución interrumpida, inconclusa, y ayuna de una verdadera alianza revolucionaria obrero-campesina que, en efecto, quedó pendiente y que se ha impedido a toda costa desde arriba, ha quedado, pues, hasta ahora aplazada en vistas de la revolución socialista. Dichos resultados y consecuencias se pueden palpar en la formación del renovado Estado burgués, en la promulgación de una nueva Constitución política, en la construcción de un nuevo régimen político bonapartista (1920-1982) y en la continuidad de gobiernos presidencialistas. Pero también están las conquistas, los avances y progresos que ya algunos autores han resaltado. La permanencia de la revolución y su carácter nacionalista revolucionario no le vienen del grupo, capa y sector que se constituyó como heredero institucionalizado de la revolución, pues éste gobernó autoritariamente y gestionó y controló el poder para recomponer el dominio burgués y favorecer su crecimiento nacional al tiempo que se sometía a los dictados y necesidades de los capitalistas hegemónicos mundiales, su reformismo social, su política de masas tuvieron en último término esa dirección y finalidad. La revolución mexicana traicionada, desviada y mutilada desde el régimen bonapartista autoritario y despótico y de partido hegemónico de Estado, la politiquizaron, la discursivizaron, la ideologizaron y la embalsamaron con sus ritos, sus ceremonias, sus arengas y discursos oficiales, pero también con sus corrupciones y sus «charrismos». Finalmente con los gobiernos neoliberales priístas y ahora panistas, reaccionarios y de derecha, las conquistas y avances de la revolución se han ido al carajo, ha sido, indudablemente, un movimiento estatal, de sistema político y de gobierno contrarrevolucionario.

Se ha caracterizado al proceso de la revolución mexicana desde el mediano plazo como uno que ha tenido varias crisis y también, como los gatos, varias vidas e incluso varias muertes. Por ejemplo, varios ideólogos como don Jesús Silva Herzog y Daniel Cosío Villegas, hablaron de crisis más o menos profundas; Enrique Semo ha señalado que ha perdido por lo menos 3 vidas: como hecho histórico, como ideología oficial y como proyecto para el futuro y que sólo le queda una cuarta: como patrimonio popular de resistencia imaginaria y simbólica. Lorenzo Meyer ha dicho que ha habido dos muertes: la primera a raíz de las circunstancias creadas por la Segunda guerra mundial y materializada durante el gobierno de Miguel Alemán, y la segunda, la aparentemente definitiva, cuando se canceló la economía mixta como «tercera vía» de raíza autóctona, esto es, cuando llegaron los neoliberales al poder en el gobierno de De la Madrid: la élite política mexicana dejó de pretender -dice Meyer- que sus acciones y objetivos seguían inspirados por ese formidable pero distante levantamiento masivo popular. Ahora el antropólogo Roger Bartra ha declarado -al ser galardonado en Los Pinos con uno de los premios del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones en México- que llegó el momento de sepultar la Revolución, decir adiós al nacionalismo revolucionario y avanzar hacia una nueva época que permita salir del atraso y el subdesarrollo, ese enterramiento de la Revolución ha dicho, es porque esa cultura nacional revolucionaria viene del régimen autoritario (con los gobiernos priístas) que se desarrolló después de la revolución y que necesitamos enterrar»6. Roger Bartra, pues, iguala y adhiere de manera totalmente reductora, a la revolución mexicana y el nacionalismo revolucionario con y al régimen autoritario y a los gobiernos priístas. Y además, al parecer, no critica, como debería también ser, al panismo. Como vimos, para el recién finado Friedrich Katz (1927-2010), la revolución mexicana para la mentalidad popular nunca ha muerto, no ha muerto.

El asunto crucial de si se puede rescatar algo vital y políticamente significativo del proceso y la dinámica da la revolución mexicana que favorezca el desarrollo organizativo y a conciencia política e ideológica de las masas populares, obreras y proletarias, se ha tocado ya antes con la propuesta de A. Gilly de la existencia de una continuidad de las tradiciones históricas de las masas campesinas y populares -específicamente de su conciencia histórica, de su experiencia organizativa y de que la revolución es violenta- tomadas como premisas para trascrecer la conciencia nacionalista a la conciencia socialista; para L. Meyer los valores que alimentaron la revolución mexicana, así como su núcleo utópico y moral son los que no han muerto del todo; es decir coincide con la tesis de la permanencia de una vida de la revolución mexicana de Semo (que para éste sería una cuarta vida), sólo que para éste estaría específicamente en la dimensión simbólica e imaginaria. Nosotros creemos que el movimiento revolucionario de 1910-1920 (e incluso el movimiento y el auge de movilizaciones obreras, campesinas y populares de la década de los 30, de las cuales se encaramó en el poder político bonapartista el populismo nacionalista de Lázaro Cárdenas; véase Adame, 2001) es en definitiva, un referente epocal e histórico multidimensional porque ha tenido y tiene repercusiones no sólo a nivel simbólico, de la conciencia y la experiencia organizativa, sino también a nivel de la utopía viva y el proyecto revolucionario que se está ya gestando en las entrañas de la formación social mexicana actual, si se quiere se trata de una nueva vida en el ciclo de revoluciones permanentes, latentes y dialécticas de continuidad-discontinuidad de México, Latinoamérica y todos los países subdesarrollados. Empero si bien la revolución mexicana se enmarca como antecedente, premisa y referente crucial de este ciclo de revoluciones y en ese sentido se trazan y se hermanan sus líneas de conexión y continuidad, la ola de revoluciones que vienen apuntan a reconfigurar el programa, la estrategia, las dimensiones y los radicales propósitos revolucionarios: hacia la revolución final, la verdadera revolución total, obra masivamente titánica de carácter nacional e internacional. Revolución destructora definitiva de las contradicciones, entre las relaciones de producción y fuerzas productivas, entre el valor y el valor de uso, entre las clases sociales, entre lo individual y lo social, entre lo público y privado, entre hombre y mujer, entre sociedad y naturaleza; barredora definitiva de las explotaciones y las opresiones ecológicas y socioculturales; y la vez constructora de nuevas bases y por tanto de nuevas relaciones, experiencias y conciencias humanas (económico-sociales, políticas y espirituales) basadas en la asociación comunitaria federada de mujeres y hombres libres y, en ese sentido, nuevos seres humanos. De esta manera, se tendrá que derrocar definitivamente el poder de toda clase dominante, y ello tendrá que hacerse con mayor o menor violencia o, mejor, en la medida de su masividad será posible o tendrá que ser pacífica y no desgarradora con los elementos esenciales de creaciones y creatividades humanizadoras. Sin embargo, se tendrá que conquistar, tomar y controlar el poder político de los diferentes Estados nacionales, para conformar un poder proletario popular mundial, basado en las diferentes y enriquecedoras apropiaciones y autogestiones sociales y comunitarias enlazadas, comunicadas y coordinadas a través de las redes reales y virtuales. Es decir −como lo explica con certeza Slavoj Zizek−, la ruptura revolucionaria no es una disyuntiva entre lo molecular-flexible y lo molar-rígido, entre la lógica dialéctica de los grupos y la lógica práctico inerte de la institución, entre las diversidades multitudinarias y lo estatal, entre lo micro-local y lo macro-global; en fin, entre lo pacífico y lo violento o entre el pasado-presente y el futuro utópico. S. Zizek7 señala que el acto político revolucionario crucial vinculado a la ruptura revolucionaria contiene el siguiente criterio: el de la utopía escenificada como prueba ontológica inmediata de su viva verdad. A esa utopía aspiramos como clave inicial de la utopía revolucionaria realizada, abierta y permanentemente creadora; y por eso reflexionamos y luchamos desde la revolución mexicana y la revolución mundial.

NOTAS

1. «Fiesta efímera, el bicentenario de la Independencia: Galeana», La Jornada, 18 de septiembre de 2010, p. 13.

2. Siguiendo la versión de E. Durkheim, Anomia es la falta, la desviación o la ruptura de normas sociales.

3. Véase por ejemplo: Los orígenes de la civilización, Fondo de Cultura Económica, 3era edición, México, 1965.

4. Para Garciadiego, la dinamización y la globalización de la economía, así como las revoluciones tecnológica e informática, torrnaron inútiles los grandes aparatos de control y coordinación estatal. Y ello llevó -según su postura ideológico-política- al «desarrollo de la iniciativa y las libertades individuales, de todo tipo de competencias y de la democracia» (sic!).

5. Bartra anticipándose 30 años a los festejos calderonistas señala que se le ha querido reducir (oficialmente) una especie de representación teatral con sus actos y personajes, o de plano a una melodrama o a una vulgar telenovela.

6. Véase «Llegó el momento de sepultar la revolución, afirma Roger Bartra», nota de Ángeles Cruz Martínez en La Jornada, 21 de noviembre de 2009, p. 6.

7. Para la construcción de su concepción revolucionaria Slavoj Zizek crítica al sado-masoquismo, a Deleuze, a Guattari, a Sartre, a Mearleau-Ponty, a Lenin; e implícitamente a todas las concepciones unilaterales de las rupturas revolucionarias.

Bibliografía

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