La retrospectiva que el MACBA barcelonés ha dedicado a John Baldessari (Pura bellesa, o Pure Beauty, con más de doscientas obras, que viajará después al LACMA (Los Angeles County Museum of Art) y al Metropolitan de Nueva York), recorre toda su obra, desde algunas pinturas que se salvaron, olvidadas en el garaje de su hermana, […]
La retrospectiva que el MACBA barcelonés ha dedicado a John Baldessari (Pura bellesa, o Pure Beauty, con más de doscientas obras, que viajará después al LACMA (Los Angeles County Museum of Art) y al Metropolitan de Nueva York), recorre toda su obra, desde algunas pinturas que se salvaron, olvidadas en el garaje de su hermana, de la quema de lienzos que protagonizó en los sesenta, hasta las composiciones que ha realizado en los últimos años. Obras fototextuales, «imágenes encontradas», composiciones fotográficas, películas, creaciones en relieve de los últimos años, todo eso se encuentra en la muestra, que documenta con precisión la evolución del autor, habitualmente catalogado dentro del arte conceptual (incluso como uno de sus principales inspiradores), clasificación que rechaza, tajante, el autor. No importa mucho; después de todo, aceptar o rechazar etiquetas es un asunto recurrente en la historia del arte, sin demasiada trascendencia, más allá de la obsesión por ordenar y catalogar la existencia. Baldessari tiene una larga trayectoria, documentada, porque, además de desarrollar su actividad artística, ha sido siempre un hombre meticuloso, hasta el punto de que en los años sesenta inició un archivo donde cada una de sus obras cuenta con una ficha mecanografiada, con el detalle de su creación, título, circunstancias, etcétera. ¡Hizo ese trabajo durante cuarenta años!
Con ocasión de las retrospectivas que se le han dedicado, Baldessari ha vuelto a recordar los primeros años de su actividad artística y ha dicho que, entonces, sus héroes (esa es la palabra que utilizó) eran Marcel Duchamp y el músico John Cage, y que también le interesaba la actividad de Jasper Johns y Andy Warhol. A algunas piezas de Duchamp, ready-mades, se les adjudicó la etiqueta de «minimalistas», el feo y mal traducido término que ya nos hemos acostumbrado a utilizar, y es obvio que el interés de Baldessari por su obra se encuentra en el inicio de su reflexión, en esas décadas de los cincuenta y sesenta en que todo se mezclaba y nacían nuevos procedimientos. A veces, la casualidad o el destino encadenan las cosas: a finales de esos cincuenta, por ejemplo, coincidieron en el MoMA, cuando todos eran jóvenes, Lucy Lippard, que trabajaba en la biblioteca del museo, Sol LeWitt, que era el encargado nocturno de la recepción, y Robert Ryman y Dan Flavin que trabajaban como vigilantes de seguridad, todos más o menos vinculados con lo que después se denominaría arte conceptual. Baldessari estaba entonces en el inicio de su actividad artística.
La exposición del MACBA se abría con la visión de una mano, la del propio Baldessari, escribiendo un texto, siempre el mismo (I Will Not Make Any More Boring Art, de 1971), de abajo a arriba, con la izquierda, y cuyo vídeo podía ver el visitante en un televisor: es su promesa de que no haría nunca más un arte aburrido, repetida hasta la extenuación. Esa fue una decisión que marcaría su existencia. Al lado, estaba el libro-contenedor con las cenizas de los lienzos que Baldessari había pintado hasta 1966, con su nombre y la fecha, 1970, del Cremation Project. En esa caja están los restos de su existencia anterior, que abre el período en que se abocará a una constante indagación sobre la imagen y el lenguaje.
John Baldessari es un hijo de inmigrantes; su madre era danesa, y su padre un hombre de ascendencia italiana pero nacido en Austria, en los años del imperio, aunque su tierra pasaría después a ser italiana. Baldessari creció en National City, una población en la periferia de los Estados Unidos, cerca ya de la frontera mexicana y de todos los excesos de la pobreza del mundo. Su padre, ese italo-austriaco, era una especie de buhonero que recogía hierros y desechos, derribaba viejos edificios y se apoderaba de trastos inútiles en las casas destinadas a la piqueta, y después, como en una metáfora de lo que vendría, arreglaba y repintaba los objetos, y los revendía, para dar de comer a la familia; también se dedicaba a alquilar casas. Esa fue la infancia de Baldessari, un hombre nacido en 1931, en los años de la gran depresión que llenaron de sufrimiento y muerte a los Estados Unidos, cuyos millones de pobres y hambrientos deambularon por todas las carreteras de la desesperación.
Baldessari se casó con Carol Wixom, y tuvo con ella dos hijos, en National City; así que su vida transcurrió, en esas décadas, lejos de los centros artísticos que contaban, que, en Estados Unidos, casi se reducían a Nueva York. Entonces, su vida no tenía nada que ver con el brillo de los pintores reputados, de los artistas exquisitos, de la bohemia rica que entonces vivía en Nueva York, y que se relacionaba entre fiestas, dinero, lujuria, alcohol y cocaína: gente como Warhol y los que merodeaban por su Factory de la 47 Este, los Truman Capote, Allen Ginsberg o Fernando Arrabal, y cantantes como Bob Dylan, Lou Reed y Mick Jagger, entre multitud de personajes pintorescos que fornicaban allí mismo, en el estudio fabril de Warhol, paseaban sus colas de pavo real, tomaban drogas y desarrollaban actividades más o menos artísticas que atraían a los reporteros de las revistas satinadas, alimentando el fisgoneo de porteras que después se haría costumbre obligatoria y casi rasgo de modernidad. Nada de lo que ocurría en esos ambientes tenía que ver con la vida de Baldessari en un olvidado rincón de los Estados Unidos, por más que su atención al cine de Hollywood, aunque fuera a través de la compra de reproducciones de fotogramas que nadie quería, lo una a la mitomanía de Warhol hacia la fábrica de sueños californiana. Baldessari tuvo entonces que ganarse la vida dando clases en escuelas e institutos, a veces en museos, donde pudo. De hecho, aunque conseguiría hacer muchas exposiciones, su obra no empezaría a venderse, a tener éxito comercial, hasta finales de los ochenta, cuando tenía ya casi sesenta años.
Su primera exposición individual la hizo en 1960, en La Jolla Art Center, un establecimiento que después evolucionaría para convertirse en el Museum of Contemporary Art of San Diego, el MCASD, con sus dos sedes de La Jolla y San Diego. Por un azar, Warhol, tan distinto de Baldessari, también hizo su primera exposición en California. En esos años, cuando vive en National City (esa pequeña población que, como Bonita o Chula Vista, vienen a ser suburbios de San Diego, situadas a unos pocos kilómetros de la frontera mexicana y de Tijuana; tan pocos, que se podía ir andando), Baldessari parece resignado a buscarse la vida como puede, como profesor o con otras actividades ocasionales, más o menos como hizo su padre, y a ejercer de artista apenas en segundo término, como tantos otros autores, casi como si fuera una afición doméstica. Es entonces cuando empieza a tomar fotografías de la ciudad, disparando su cámara sin mirar por el objetivo, al azar, sin pensarlo, sin seleccionar ningún elemento de interés, recogiendo escenas callejeras que no parecían tener sentido.
En los años sesenta crea Wrong: es una fotografía donde aparece Baldessari con una palmera a su espalda; casi parece que se apoya en ella, y el árbol sube hacia el cielo, como si creciera del propio cuerpo del pintor. Es una imagen tópica de California, y la casa que el espectador ve detrás del pintor-personaje indica que se encuentra en una de las zonas residenciales que han crecido en esos años en las afueras de las ciudades norteamericanas: muestra el bienestar de una población que había olvidado ya las penurias de los años de la gran depresión y que parecía sentirse segura de sí misma, a la conquista del mundo; es la mesocracia que ha cumplido su sueño americano. Esa imagen de la palmera casi parece mostrar a Baldessari representando su soledad, su condición de hombre aislado en un paraje desértico, aunque esté habitado, su lugar en el mundo del arte, entonces completamente dominado por Nueva York, y que en otras ciudades casi ni existía, aunque fuesen urbes de la envergadura de Los Ángeles o Chicago. La ciudad más importante de California era esa Los Ángeles crecida en aluvión, hijastra del petróleo y del cine, aunque su vitalidad artística no podía compararse, ni de lejos, con la función que desarrollaba Nueva York. Tal vez por eso, Baldessari nunca quiso ser considerado un «artista de Los Ángeles», tal vez presintiendo que ello le colocaba en la periferia de los escenarios artísticos. Pese a todo, se convertiría en profesor en el California Institute of the Arts, y después en la UCLA.
Hacia 1968, cuando expone en Los Ángeles obras compuestas ya por fotografías y texto, sigue siendo un autor poco conocido, que aún no ha optado por la vía sin retorno de la destrucción de su pintura. En 1970, seguro de que su trabajo artístico estaba en las composiciones fototextuales, es cuando decide quemar toda su obra anterior, realizada entre 1953 y 1966. Era una decisión irreversible, y quiso anunciarla para forzarse a sí mismo, para no volverse atrás, y para proclamar que había dejado de pintar: se convierte así en un singular pintor que ya no pintaría. Ese es el detonante del Cremation Project. Si hemos de dar crédito a sus palabras, Cremation Project nació por necesidad: Baldessari trabajaba en un cine abandonado (uno de los edificios ruinosos que compraba su padre para aprovechar sus materiales de construcción) y acumulaba cuadros en él, sin vender nunca ninguno. Llegó un momento en que pensó que quedaría enterrado bajo ellos, y concluyó que no era necesario guardarlos porque tenía fotografías de todas sus obras: podía quemarlas, por tanto. Puede concluirse que ese acto, la cremación, era el indicativo de un fracaso; también de una indagación sobre la condición del arte. Por eso, Baldessari, tras quemar sus obras se vio asaltado por interrogantes sobre la función del arte, que formulaba así: «¿dónde vive el arte? ¿Se encuentra físicamente allí en aquel cuadro? ¿Está en mi cabeza? ¿Podría ser un rastro de la memoria? ¿Podría ser una fotografía? ¿Qué debe contener para ser arte?«
En los años sesenta construye obras como Proyecto: límites del gueto, de 1969: cinco impresiones de tinta sobre papel de archivo; también crea Mirar hacia el Este, en la esquina de las calles 4 con la C, en Chula Vista, de 1966-68, donde se ve un paraje desolado, desierto, con los postes de la luz como testigos del hastío; y # 2, de 1963, un óleo sobre papel tabla que recuerda vagamente a Rothko. A finales de los sesenta empieza a combinar fotografía y arte, casi a ciegas, en un impulso, intentando encontrar su propio camino, perdiéndose. Por esas fechas, en 1968, realiza una exposición en Los Ángeles que coincide con una de Joseph Kosuth, uno de los iniciadores del arte conceptual que, desde unos orígenes situados bajo el influjo de Duchamp, en el músico John Cage, incluso inspirados en Wittgenstein, será desarrollado por el mismo Kosuth y por Sol LeWitt, entre otros, y que darán lugar a elaboraciones relevantes, como la de Baldessari, o grotescas y tardías, como la de Tracey Emin, artista que ha «elaborado» instalaciones como su propia cama revuelta, con sus condones y ropa interior sucia, entre otros hallazgos.
Los antecedentes del arte conceptual surgen de un magma muy diverso, que bebe de las vanguardias de principios de siglo, de Duchamp y Cage (muy interesado, por cierto, en el zen nipón, como Tobey), pero también de experiencias cercanas al espectáculo y la acción, como hacía el grupo japonés Gutai, de Jirō Yoshihara, Shozo Shimamoto y Sadamasa Motonaga, entre otros, quienes, a mediados de los cincuenta, hacen de la improvisación, el espectáculo, a veces el hermetismo, y el ansia de sorprender al público, la guía de su trabajo; también brota de las performance de Beuys, el happening de Vostell, y del Fluxus de Maciunas, que aparece en los sesenta y que quiere representar el antiarte (si es que podemos saber lo que eso significa), aunque también algunos artistas lo consideraron opuesto al arte conceptual. En esa confusión, crece el arte conceptual, que apuesta por la idea frente al objeto artístico concreto, considerado banal, aunque seleccione sus materiales, igual que Schwitters elegía los objetos que encontraba o Rauschenberg escogía los materiales idóneos para mezclar con su pintura. La difícil delimitación del arte conceptual, y la recíproca influencia de artistas de orígenes diversos (como en el posterior arte povera italiano, que mezcla inquietudes y rasgos del minimalismo, del propio arte conceptual y de la performance), junto a la obviedad de algunas propuestas, (como las sillas de One and Three Chairs, del propio Kosuth, triunfantes en el MoMA), explica la frescura de algunas obras, pero también la banalidad y confusión de otras.
A finales de los años sesenta, Baldessari contrata artistas más o menos marginales para hacer la serie Commissioned Paintings, de 1969, donde cada pintor seleccionado pinta una mano que señala objetos: debajo, cada obra es rotulada con leyendas como «Un cuadro de Dante Guido», o «un cuadro de Anita Storck», etcétera. (Ese Dante Guido figura en la imagen de Baldessari, captado por detrás, vestido con una cazadora tejana que lleva cosida una calavera atravesada con pinceles y con el lema «nacido para pintar», que fue presentada con un retrato pintado por Dante Guido). La idea surgió como respuesta a quien afirmaba que el arte conceptual se dedicaba solamente a señalar. Ese planteamiento presente en Commissioned Paintings está muy cercano a la visión de muchos minimalistas que encargarán la obra, los objetos que eligen, a la industria, seleccionando las piezas para componer sus obras, (como el propio Sol LeWitt, o Carl Andre con sus ladrillos, Dan Flavin con sus fluorescentes o Donald Judd con sus piezas repetidas sobre el suelo o sobre una pared, e, incluso, Robert Ryman con sus cuadros blancos o superficies metálicas), aunque Baldessari represente una ruptura con el minimalismo, como también lo hizo con el expresionismo.
En el año de la destrucción de sus viejas pinturas, 1970, expone en Nueva York, en el MoMA, en una exposición colectiva, y empieza a tener alguna repercusión en Europa: es ya un autor maduro, de cuarenta años, y empieza a trabajar en el California Institute of the Arts (CalArts, que estaba financiado por el feroz anticomunista, delator y miserable patrón del cine animado, Walt Disney). Curiosamente, el Instituto pudo desarrollar su trabajo artístico con tranquilidad, aunque no hay duda de que el conservadurismo de los mecenas se hubiera manifestado con obras abiertamente políticas. Allí, Baldessari coincide con John Cage y con Nam June Paik, un músico coreano que había trabajado con Fluxus y que experimentaba con el vídeo.
Baldessari desarrolló en sus clases la idea de que se creaban obras artísticas que no se hacían en el taller, sino en la mente, de manera que los artistas eran quienes pensaban la obra y, otros, los ejecutores, la mano que daba forma a la verdadera creación, a la idea. De hecho, esa concepción no era nueva en el arte, puesto que los arquitectos trabajaban así desde hacía siglos, pero aplicada a la pintura más o menos convencional su planteamiento cobraba un nuevo sentido. Junto con sus alumnos, Baldessari jugaba; lanzaban un dardo sobre un mapa de la ciudad de Los Ángeles, por ejemplo, y el lugar que el azar había seleccionado era visitado por el grupo, para pasar el día, haciendo fotografías, rodando precarias películas, apoderándose del lugar por el procedimiento de intervenir en ese punto obteniendo materiales diversos, confusos, pero que podían tener una utilidad posterior. El California Map Project, de 1969, que consiste en fotografías de las letras aisladas que componen el nombre de ese Estado norteamericano en diferentes paisajes, es un guiño irónico a quienes desarrollaban el land-art, cuyas primeras obras se hicieron precisamente en el Oeste de los Estados Unidos. Con ese método, estaba desmitificando el convencional «proceso artístico», aunque la intención de arrebatar solemnidad y vanidad a la acción de crear era muy anterior, y estaba presente ya en las vanguardias de la primera mitad del siglo. Al mismo tiempo, Baldessari experimentaba también con los medios, con el material, con películas, vídeos, y empezó a desarrollar los «libros de artista». En ese momento, el vídeo es un instrumento muy importante para él. En medio de esa actividad, el impulso por eliminar los aspectos artísticos que no tuvieran que ver con la idea, era una referencia común, que unía a Baldessari y a Kosuth, aunque éste negaba cualquier relación con el artista de National City, e incluso llegó a calificar como «caricaturas conceptuales» los «divertidos cuadros pop» de Baldessari, según los calificó. Kosuth era casi quince años más joven, más osado, y aunque compartían interés por la obra de Wittgenstein (Baldessari también se interesó por Freud), el artista de Ohio era más radical en su rechazo a cualquier creación artística convencional, que, para él, no dejaban de ser una obra decorativa. Curiosamente, pese a ese desdén de Kosuth, algunos críticos acabaron considerando a Baldessari como «el más importante de los artistas conceptuales». Sin embargo, en esos años en que se está elaborando una nueva visión, a veces a ciegas, de la obra artística y de su concepción, las creaciones de Baldessari reciben etiquetas sorprendentes: «arte de la información», «performance», «arte telefónico», también «arte narrativo», incluso el «body art», una peculiar y a veces sorprendente derivación del arte conceptual que, en esos inquietos años sesenta del siglo pasado tan interesados por los caminos que llevaban a Katmandú o a la India, parecía surgir del teatro tradicional kathakali de Kerala, aunque no por ello el body art podía esconder su intrascendencia. La proyección internacional de Baldessari es, entonces, muy limitada, pero todo va a cambiar.
En 1972, Ileana Sonnabend (una galerista neoyorquina, de origen rumano, que jugó un papel relevante en la emergencia del pop art, del minimalismo y, además, cobró notoriedad por su relación con Andy Warhol, Jaspers Johns, Georg Baselitz, Roy Lichtenstein, Sol LeWitt, Tom Wesselmann o Robert Rauschenberg) le propone exponer en su galería (de hecho, tenía dos, una en Nueva York y la otra en París), y Baldessari accede, aunque ello le creará problemas con otros galeristas europeos, como con los responsables de Art&Project de Amsterdam, que antes le habían ayudado a difundir su obra. Creaciones como la serie en que el artista saluda a las barcas, o la que le muestra intentando crear formas, niebla, con el humo del tabaco que fuma, resultaban sorprendentes, aunque también gratuitas y absurdas, a las que había que dotar de una elaboración intelectual que les diesen sentido. Hizo primero cuadros con texto, imagen; después, fotocollages e instalaciones. De esa década, son obras como la citada Adiós a los barcos, de 1972-73, una serie de doce fotografías; Cómo hacer una buena película, de 1973, en dieciocho fotografías; el Relato con 24 versiones, de 1974, con, en efecto, veinticuatro imágenes; las cinco impresiones de tinta sobre los cubitos de hielo, de 1974, una obra sin interés; la palmera con la chica, construida con fotografías, de 1975; Ingres y otras parábolas, de 1972, un «libro de artista» donde se ven las pirámides egipcias, un sobre air mail, etc; y, en fin, Un cuadro de alquiler mal colgado, de 1971, una reproducción cruzada en una hoja de papel que recuerda al Desnudo bajando la escalera de Duchamp. Otras obras sorprendentes son la Serie alineación: objetos de mi estudio (por alturas), de 1975, que consiste en una serie de once fotografías donde se aprecia un tiesto, la cocina, una toalla, etcétera; la serie sobre colores de los Coches estacionados en una calle de Santa Mónica, realizada el 1 de septiembre de 1976, y los cuadros inexistentes: son una línea en la pared que delimita el espacio imaginario de un cuadro y, abajo, una ampliación de un detalle del Parmigianino, hecho en 1974, por ejemplo; y otro semejante, utilizando a Brueghel, del mismo año. De esa misma época son obras en las que juega con el cine de Hollywood, como Scenario: Story Board, de 1972-73, donde desarrolla escena por escena el trabajo que suelen hacer en los estudios cinematográficos. En esos años setenta, Baldessari protagoniza diez exposiciones en Nueva York y veintiséis en Europa. No estaba nada mal.
En los años ochenta consigue gran repercusión, sobre todo con sus composiciones de fotografías que derivaban de los fotogramas de películas de Hollywood, films de consumo, alejados del cine culto. Conseguía los fotogramas, que nadie quería, en una tienda de Hollywood, comprándolos por veinticinco centavos: nada. Estaba muy interesado por los abundantes significados de la imagen, y Baldessari crea obras con esos fotogramas inútiles, recortados y ampliados, como si estuviese construyendo algo. Así, consigue imágenes de armas, de asesinatos, que crearán unas escenas duras. Kiss/Panic, de 1984, por ejemplo, que es una composición formada por numerosas pistolas que rodean dos imágenes: una, de un grupo de personas y, encima, la de unos labios que se dan un beso: son el miedo y la pasión. Para él, perturbar todo lo anterior, lo antiguo, era la principal motivación para su obra.
En 1984, Baldessari parece volver a la pintura, tres lustros después de haber quemado sus cuadros amontonados en el viejo cine de su padre. Volver, con la frente marchita. En ese momento, utiliza fragmentos de fotografías sacados de fotogramas y de la revista National Geographic, y materiales similares. En 1986 puede dejar, por fin, las clases en el CalArts gracias a una beca Guggenheim que Baldessari llevaba años intentando conseguir: a partir de entonces se dedica plenamente al arte. De hecho, experimenta una nueva juventud, cuando ya está próximo a cumplir sesenta años: no es extraño, por eso, que con ocasión del éxito de una retrospectiva en el MOCA, el Museum of Contemprary Art de Los Ángeles, un crítico, Christopher Knight, escriba en marzo de 1990, en el diario Los Angeles Times, sobre la supuesta «resurrección de John Baldessari» (así titula su artículo), texto que contribuye al éxito de la retrospectiva. Siempre acosa el vértigo en el triunfo, aunque sea tardío, y Baldessari confiesa que le da miedo ser aceptado: cuando eso sucede, «te preguntas qué estás haciendo mal», afirmaría después. Sus intereses han evolucionado, y Baldessari afirma que la semiótica y, sobre todo, el estructuralismo de Lévi-Strauss son los causantes de que trate el lenguaje como signo, y de la confrontación entre lenguaje e imagen. Las palabras sustituyen a las imágenes, en una constante innovación de su trabajo.
Juega con títulos sorprendentes, como en Pelícanos mirando a una mujer que sangra por la nariz, de 1984, obra resuelta en dos fotografías; trabaja con cuadros que se combinan formando grandes espacios, con escenas de películas, con círculos rojos. En 1987 hace Inventory, donde combina la visión de las estanterías de un supermercado convencional (símbolo y mito del bienestar de la mesocracia norteamericana, y que ya había sido utilizado, con otra intención, por Warhol, en 1964, para su exposición en Manhattan, The American Supermarket) y donde se ve a la gente comprar, junto con un vagón lleno de cadáveres de un campo de exterminio nazi: esa obra impugna el banal consumismo de la cultura capitalista, capaz de cegar los ojos a la realidad de la vida. Baldessari confiesa que siempre le impresionaron las fotografías del infierno nazi, y viendo ahora Inventory (aunque las situaciones no sean, ni mucho menos, equiparables), el espectador puede preguntarse también por el destino truncado de las decenas de miles de norteamericanos de ascendencia japonesa que, durante la segunda guerra mundial, fueron deportados y encerrados en campos de concentración en Estados Unidos; precisamente, dos de los más extensos y abarrotados, Tule Lake y Manzanar, se crearon en esa California donde vivía Baldessari.
A finales de los ochenta, llama la atención sobre el poder corruptor del dinero, al denunciar que los nuevos artistas se preocupaban obsesivamente por conseguir la riqueza, por perseguir el triunfo, por codearse con la burguesía ociosa que merodeaba por todos los garitos donde se derrochaba el dinero, por encima de cualquier otra consideración: Baldessari señala que, para esos artistas, la práctica del arte es un mero pretexto para el enriquecimiento, para la adquisición de un nuevo status social. Ese camino, que lleva a convertir también el arte en espectáculo, en mercancía para lucro de comerciantes, será recorrido por la mayoría de autores, al margen de que consigan triunfar o no, y concluye, por el momento, en la orgía de la subasta de 2008 en que se vendieron obras del inefable Hirst, como su vaca o su tiburón, entre otras, por valor de ¡ciento cuarenta millones de euros!, en una precisa instantánea de la putrefacción del capitalismo tardío. Paradójicamente, también a Baldessari le acusan entonces de participar en el gran circo de la publicidad, a causa de su utilización de imágenes de los propios medios de comunicación, escenas que el selecciona y manipula, pero cuyo origen se encuentra en los circuitos de la publicidad y el engaño.
Llega un momento en que utiliza un punto, un círculo, para tapar rostros en fotografías. Al parecer, la idea surgió por casualidad: era un círculo para etiquetar precios: de hecho, Baldessari los utilizaba para tapar las caras de personas que vivían «un tipo de vida que yo detestaba», como afirmó: burgueses, gente de orden, amas de casa felices con su condena oscura y su marginación social, etcétera. Quería borrar a aquella gente, precisamente el tipo de ciudadano más representativo de la nueva América que había surgido de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, evolucionado después, y que era el rostro del consumismo más vacío del capitalismo triunfante. La vida americana empezaba a reducirse a una elegía cutre de productos comerciales, ahogada por la publicidad y la mentira. En Goya Series, de 1997, Baldessari hace uso de objetos fotografiados en blanco y negro, y de textos de los grabados goyescos de Los desastres de la guerra. Las últimas obras, de 2006 y 2007, menos interesantes, utilizan orejas y narices, en una dinámica que parece carecer de sentido, y que acaban creando unas idea inquietante de los modelos que utiliza la publicidad. Recientemente, en 2008, su trabajo con las narices y orejas, brazos, piernas y rodillas que utiliza, junto a las figuras de un solo color que escalan edificios, o el cerebro/nube, con palmera y paisajes marinos, que consiste en una proyección (cerebro) y dos enormes fotografías, es muestra de su constante evolución.
El arte conceptual pretendía que la idea podría sustituir los viejos esquemas y procesos artísticos capturados en un lienzo, o depositados con mano experta en una superficie: el objeto artístico había dejado de ser relevante. Las obras deliberadamente feas, poco atractivas, del arte conceptual están muy lejos del viejo esteticismo que, pese a todo, seguía presente en el trabajo de muchos artistas, aunque Baldessari, autor de esa obra inquieta y malherida, ironiza, incluso sobre sí mismo, sabiendo que el arte, la crítica artística, y la propia historia del arte, son construcciones intelectuales perfectamente prescindibles cuyos hacedores se ahogan también en el otoño sombrío de una época que termina. La violencia explícita que llegaba con los fotogramas de Hollywood se ha convertido ahora en una arruga más en el rostro envejecido del capitalismo excrementicio dispuesto a vivir hacinado en un planeta que devora los antiguos dolores y las nuevas esperanzas. Huyendo de esos curiosos e intrascendentes desnudos de Wesselmann y de sus semejantes, que parecen destinados a decorar grandes reclamos publicitarios junto al mar, alejándose de la cultura de masas encadenada al televisor y al hipermercado, cualquier espectador puede reparar en la solitaria palmera californiana de Baldessari, que parece por momentos una palmera de la Barceloneta frente a unos coches estacionados en Santa Mónica o en la cabetiana avenida Icària que muere en el viejo cementerio barcelonés, un árbol cuya copa sin ramas parece traernos el frescor de una ráfaga lejana, de un tiempo sin espectros, de una tierra sin banderas.