Nacido en Hernani, burgués por familia, estudiante en colegios religiosos, parece destinado a regentar y heredar la empresa familiar «Herederos de Ramón Múgica». Empieza a escribir a los 12 años, según confesión propia. En 1927 termina los estudios de bachiller y quiere ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras, pero la presión familiar se […]
Nacido en Hernani, burgués por familia, estudiante en colegios religiosos, parece destinado a regentar y heredar la empresa familiar «Herederos de Ramón Múgica». Empieza a escribir a los 12 años, según confesión propia. En 1927 termina los estudios de bachiller y quiere ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras, pero la presión familiar se lo impide, tiene que ser ingeniero industrial.
Ha olvidado, para entonces, su lengua euskera, la que hablaba de niño. Y aunque Celaya, en algunos de sus libros, cante tradiciones vascas, raíces primitivas de su tierra, tiene que hacerlo, cosa que lamenta, en otra lengua que no es la suya de origen. A mí me parece, quizá también por el ritmo del verso, por lo coral de los mismos que, paradójicamente, a través del castellano, lengua que domina, habla Gabriel en vasco sin saberlo.
En Madrid se instala en la Residencia de Estudiantes, conoce a Unamuno, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Valle Inclán, Valery, Caldar, Le Corbusier, se relaciona con García Lorca, Moreno Villa y Salvador Dalí. De dichos tiempos, del colegio de San Sebastián escribe:
«No cojas la cuchara con la mano izquierda
No pongas los codos en la mesa
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar»
También, de la Residencia de Estudiantes:
«Nadie me levantaba paredes ni ponía
A cuanto yo pedía coerciones o engaños
Nadie me restringía. Nadie se atropellaba.
Todo era un orden tranquilamente funcionando»
Pero, en España, las cosas no sucedían en ese orden tranquilo de la Residencia de Estudiantes. Caía la dictadura de Primo de Rivera. Marañón, Ortega y Ayala andaban dando vueltas a su manifiesto antimonárquico. En las calles se cuestionaba el viejo orden político social. Los campesinos sin tierra ocupaban los latifundios señoriales en Andalucía y Extremadura. Y, tras la sublevación de Jaca, el 14 de abril del 31, se alzó la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Eibar, también en Segovia, de las manos de D. Antonio Machado, y en la Puerta del Sol madrileña.
Celaya ya es ingeniero industrial. Pero se ha empapado del sentir de los intelectuales republicanos, aunque no lo exprese literariamente hasta años después, ya en la postguerra española. Escribe versos que no publica y que a nadie lee. Apasionado por el teatro, amén de su participación en «La Barraca», como figurinista y escenógrafo, empieza a escribir una «Historia General del Teatro», desconocida hasta el día de hoy. «No comprendo como un buen poeta puede ser tan mal actor», parece ser que le dijo Lorca a Celaya al ver como éste se desenvolvía en el escenario.
Se encuentra con Pablo Neruda, del que reconoce su influencia, así como la de Jorge Guillén, Alberti y Aleixandre. En las tertulias madrileñas ya no se habla sólo de la II Exposición Internacional de Surrealismo, de sonetos y madrigales, sino también de los últimos acontecimientos políticos y sociales. En España se olfatea ya la guerra civil. Gabriel, para entonces, ha publicado «Marea de silencio» y obtenido el premio del Centenario de Gustavo Adolfo Becquer con su libro «La soledad cerrada». Ha decidido ya, tanto por su vocación como por la buena acogida de sus primeras entregas, dedicarse en cuerpo y alma a su trabajo literario. Pero la guerra civil, el 18 de julio acaba con sus planes. Proyectos que no podría llevar a cabo hasta casi 20 años después. Durante la guerra civil, gudari y capitán de gudaris, poco duran sus cabalgatas por el monte Gorbea, sus revistas a las fortificaciones y baterías así instaladas. Su compañía tiene que rendirse a las tropas franquistas. Tras la caía de Bilbao va a dar con sus huesos en un campo de concentración. De él sale porque el padre de su novia, nombrado gobernador militar de Guipuzcoa, rompe el expediente político y militar del poeta. «Y eso fue un chantaje, porque me obligó a casarme con su hija. El miedo es ciego» ha dicho el propio Celaya, no sin razón al contar lo sucedido en aquél tiempo.
Gabriel, desmovilizado por el ejército franquista, al cual ha tenido que servir como sargento, vuelve a la fábrica, a su profesión de ingeniero. La surte parece estar echada. El poeta, el hombre, parece lo que no es. Cabe imaginársele en aquél ambiente de San Sebastián de la postguerra y del comienzo de la II Guerra Mundial, disfrazado de buen burgués, de director gerente de una empresa relativamente importante. Bien visto por el estrato dominante al que socialmente pertenece. Pero la procesión va por dentro. Anda, roto su matrimonio, sumido en el desamor. Escribe pero no publica.
-» Así andaba, asqueado, sin esperanza, odiando a la sociedad en que vivía. Así, de la fábrica al silencio, a la frustración. Así, hasta que me encontré con Amparo»- contaba Gabriel.
La derrota del fascismo en la II Guerra Mundial abre la esperanza de millones de españoles en un cambio político en nuestro país. También Amparo y Gabriel se nutren de esa esperanza y fundan la Editorial Norte en 1946. Son años difíciles y entusiasmantes los que corren para Gabriel. Oficia de crítico y articulista en revistas y periódicos, traduce a Rilke, Rimbaud y Paul Eluard. Publica hasta tres libros en un solo año. Han tenido, Amparo y él, en San Sebastián, su primer encuentro con Federico Sánchez -«el pájaro» o el «pajarito» entonces, Jorge Semprún hoy.
Enlaza, de algún modo, en otra situación y en distinta habla, con lo cantado por los poetas sin nombre y apellido de la Edad Media, con los clásicos castellanos que tiene bien leídos y estudiados. Aunque quizá prefiera a Vicente Alexandre, lleva a Antonio Machado en el corazón. Camina las rutas poéticas de un Neruda, de un Rafael Alberti y puede que de un Maiakovski. Como estos tres últimos, hace, en ocasiones, del proletariado, de la lucha de clases, alta materia poética. Una materia que Celaya elabora en lenguaje urbano, coloquial, a veces febril, insolente y subversivo respecto al sistema cultural, social y político vigente en la época.
Yo ya sé que hablar de la cultura de la resistencia es limitar, en el caso de Gabriel, una obra literaria que, sin duda, no puede circunscribirse, digamos a lo social. «Porque Gabriel Celaya es incontable más que por inenarrable, por extenso o innúmero. Demasiados Celayas para contarlos uno a uno», ha dicho con acierto Ángel González, pero yo, que concuerdo con lo dicho por Ángel, quiero decir, recordando la primera entrevista y otras muchas que le sucedieron, siempre vi al poeta y al hombre, fuera lo que hiciere, metido hasta el cuello en la historia, en una búsqueda permanente de la libertad.