Durante su intervención en el ciclo de conferencias La deshumanización del mundo, Nicolás Sánchez Durá, profesor del Departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universidad de Valencia, analizó Temblores de aire. En las fuentes del terror, uno de los últimos ensayos publicados por Peter Sloterdijk que se inscribe en la tradición del pesimismo […]
Durante su intervención en el ciclo de conferencias La deshumanización del mundo, Nicolás Sánchez Durá, profesor del Departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universidad de Valencia, analizó Temblores de aire. En las fuentes del terror, uno de los últimos ensayos publicados por Peter Sloterdijk que se inscribe en la tradición del pesimismo cultural y conecta con el pensamiento de otros autores como Ernst Jünger, Wittgenstein o Günter Anders. En Temblores de aire Sloterdijk afirma que las señas de identidad que ha aportado el siglo XX a la civilización son la práctica del terrorismo, el concepto de diseño productivo y la preocupación y reflexión en tono al medio ambiente. Para el autor de Crítica de la razón cínica el terror contemporáneo, al que denomina «atmoterrorismo», es estructuralmente medioambiental ya que se dirige al entorno vital y provoca que los hombres se sientan amenazados por peligros difusos pero permanentes y cuyos efectos son potencialmente devastadores. «Según Sloterdijk, subrayó Sánchez Durá, el ‘atmoterrorismo’ satura al mundo de peligro y agresión hasta el punto de desarraigar a los hombres, desnaturalizarlos, enseñarles a desconfiar de la racionalidad y empujarlos a emboscarse más allá de toda confiada entrega».
Desde este punto de partida, el pensamiento de Sloterdijk adopta un escepticismo moral de cariz individualista que implica la sustitución de una ética colectiva (que considera ilusoria) por otra que se preocupa de los intereses de las unidades finitas. Esta ética parte de la certeza de que la vida ya no depende de la participación en una totalidad integrada y reconciliada (de una entrega a un entorno benéfico), sino que sólo es capaz de subsistir mediante la clausura en torno a sí misma. Y a diferencia de las mónadas leibnicianas (unidades finitas clausuradas en sí mismas pero en las que se sigue expresando el mundo existente), para Sloterdijk estos organismos se recortan y delimitan frente al mundo porque han sido desterrados, esto es, «despojados de un territorio», expulsados de todos los «nichos de recogimientos» y, por tanto, desnaturalizados. Esto conduce a una disolución de la totalidad, de manera que, según Sloterdijk, estas unidades finitas clausuradas en sí mismas «dejan de vivir ya en un mismo mundo y sólo forman una sociedad común».
Pero, ¿cuáles son las razones del pesimismo cultural que muestra Sloterdijk en Temblores de aire? Según el filósofo alemán, el terror contemporáneo (el «atmoterrorismo») se constituye sobre bases posmilitares ya que no está dirigido contra unidades específicas, sino que su principal objetivo es agredir el continuo medioambiental de cosas y personas que hace posible la vida de las poblaciones. Para Sloterdijk, que describe el horror propio de nuestra época como «una manifestación modernizada de saber exterminador (…), en razón de la cual el terrorista comprende a sus víctimas mejor de lo que ellas se comprenden a sí mismas», el uso masivo de gas clórico por parte del ejercito alemán contra la infantería franco-canadiense en la batalla de Yprés tiene un valor simbólico inaugural en la configuración del terrorismo contemporáneo, ya que supuso la ampliación del escenario bélico y el desplazamiento del campo de batalla al entorno medioambiental. «Esto, subrayó Sánchez Durá, nos lleva a otro de los rasgos constitutivos del terror contemporáneo: la disolución del límite entre la violencia contra las personas y la violencia contra el entorno, al ampliar la zona de guerra y extender lo bélico más allá del campo de batalla». El saber exterminador del que habla Sloterdijk se sustenta en el desarrollo de un sofisticado conocimiento científico técnico medio-ambiental que, en el caso de la guerra de gases, supuso la conversión de una ciencia natural como la climatología en una forma de control del medio en el que viven las poblaciones. En este sentido, Sloterdijk afirma que el «terrorismo es la explicación maximalista del otro bajo el punto de vista de su posible condición de exterminable».
Una primera fase de evolución del «atmoterrorismo» se extendería desde la I Guerra Mundial a las cámaras de gas de los campos de concentración nazi, pasando por su uso y desarrollo en la esfera civil durante el periodo de entreguerras (de hecho en esos años hubo un auténtica obsesión por los gases que incluso propició el diseño de máscaras para distintas situaciones sociales). Para Sloterdijk la segunda fase en la configuración del «atmoterrorismo» (especialmente en su vertiente estatal) estaría marcada por el desarrollo del armamento aéreo que permite la eliminación del efecto inmunizador de la distancia espacial y propicia la globalización de la guerra a través de los sistemas teledirigidos.
En este sentido, Sánchez Durá recordó que el primer caso de bombardeo químico de población civil lo llevaron a cabo aviones españoles en las campañas del Rif entre 1922 y 1927. Otros hitos de esta fase de evolución del «atmoterrorismo» serían los bombardeos zonales de Dresde en 1945 o el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. «En este nuevo tipo de acción bélica, subrayó Durá, el objetivo era ya el entorno de los vivientes y no combatientes específicos o los recursos armamentísticos del enemigo». Sin embargo, Sloterdijk no relaciona esta nueva forma de terror con la teoría de la guerra total postulada por el general italiano Giulio Douhet en su libro Il dominio dell’Aria (1927) que fueron aplicadas por todos los bandos combatientes durante la II Guerra Mundial. A partir de la certeza de que los bombardeos aéreos masivos eran un instrumento ofensivo de posibilidades incomparables, Douhet creía que extender la contienda bélica del campo de batalla a los centros de población, permitiría quebrar la moral del enemigo. «Incluso llegaría un momento, escribió Giulio Douhet, en el que los individuos, empujados por el instinto de conservación, se sublevarían para exigir el fin de la guerra -y ello antes de que su ejercito y su marina tuvieran tiempo de movilizarse».
Tras el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki y la explicitud de lo radiactivo, el momento ionosférico y las armas tele-energéticas representan, según Sloterdijk, «la culminación del dominio de lo atmosférico». «El momento ionosférico del ‘atmoterrorismo’, precisó Nicolás Sánchez Durá, nos conecta con el desterramiento de los hombres, su desnaturalización, su aprendizaje de la desconfianza del sentido de la racionalidad y la inhibición de una confiada entrega que caracteriza a los individuos de la era post-humanista». El siguiente paso de esta vertiginosa evolución destructiva parece encontrarse en las armas neurotelepáticas que permitirían afectar a poblaciones enteras mediante ataques dirigidos a sus funciones cerebrales. Sánchez Durá cree que en este caso incluso se podría desvanecer la opción planteada por Sloterdijk de un refugio final ante el horror circundante a través de la clausura de una conciencia encerrada en sí misma, ya que las armas neurotelepáticas se asemejan al genio maligno del que habló Descartes en sus Meditaciones Metafísicas (una suerte de conciencia que envuelve y determina la mía sin que yo sea consciente de ello).
Según Sloterdijk, que en su análisis correlaciona «atmoterrorismo» con términos canónicos de la epistemología, el terror moderno hace emerger lo oculto, lo latente, y al mostrar las diferentes formas de vulnerabilidad de las condiciones de vida, hace explícito lo implícito. Por ello, hasta las víctimas comprenden. «Así, subrayó Sánchez Durá, a partir de las armas nucleares, la catástrofe fenoménica se trueca en una catástrofe de lo fenoménico en cuanto tal; es decir, la evidencia de la destrucción mecánica y térmica de la inmediata explosión deja paso a una destrucción silente e imperceptible debido a la persistente radiación medioambiental». Las radiaciones no se ven, pero el enemigo comprende sus efectos, y el entorno se convierte en un espacio repleto de amenazas. Por ello, Sloterdijk concibe el terror moderno como una especie de explicacionismo, en el que hay una asimetría entre el que explica (y comprende antes de que se produzcan los efectos) y el explicado (que sólo «comprende» después de haberlos sufridos). A partir de aquí, el filósofo alemán establece una escisión de la población en dos partes que Sánchez Durá relaciona con la hipótesis del sueño cartesiano:
– Los menos (a los que denomina «durmientes»), pensadores, operarios y víctimas que son conscientes (conocedores) del peligro constante (real o potencial) y se convierten en agentes de un terror estructural (que se asemejan al genio maligno de Descartes ya que ponen de manifiesto la naturaleza de lo real).
– Los más (a los que denomina «soñadores»), que se refugian en la ignorancia y no quieren conocer su vulnerabilidad vital (que se asemejan al sujeto cartesiano que todavía no se ha interrogado sistemática y radicalmente por la fiabilidad de la razón).
A pesar de su pesimismo cultural, Sloterdijk comparte un cierto optimismo espistemológico con Descartes, si bien de naturaleza muy diferente. Mientras en Descartes proviene de la firmeza de la voluntad que sostiene el proceso de la duda hiperbólica, en el caso de Sloterdijk el optimismo espistemológico procedería de una práctica social y pública como la guerra que saca a la luz la naturaleza de lo real.
La idea de que la guerra es un factor esencial en la manifestación de los rasgos que configuran nuestra época, conecta el pensamiento de Sloterdijk con el de otros representantes significativos del pesimismo cultural como Ernst Jünger, Wittgenstein y Günter Anders. «Me interesa, señaló Sánchez Durá, establecer una conexión entre estos tres autores y Sloterdijk (a pesar de que, en principio, sus interlocutores más directos sean Heidegger y Nietzsche), porque más allá de las diferencias de sus planteamientos discursivos, comparten una misma relación ambivalente respecto a la guerra moderna (que conciben como el monstruo que emerge de la razón cartesiana pero a la que otorgan un valor epistemológico)».
El concepto de «movilización total» de Ernest Jünger plantea que en la guerra contemporánea el espacio civil y laboral también se satura de contenidos bélicos, ya que todo está en función de la contienda y hace que terminen desapareciendo las fronteras entre soldados y trabajadores, vanguardia y retaguardia, ciudades y campos de batalla, razón de Estado y libertad individual. Esa «movilización total» tiene su manifestación explícita en tiempos de guerra, pero según Jünger también se aplica en los periodos de paz y determina la configuración de las estructuras sociales, políticas y económicas. En conexión con Sloterdijk, Jünger pensaba que la guerra había dividido a los individuos en dos grandes grupos: los vencidos y los vencedores (que eran aquellos que, más allá de que su país hubiese ganado o perdido la contienda, habían conseguido adaptarse al nuevo orden de la vida marcado por el peligro permanente y la incertidumbre).
En 1946, Wittgenstein señalaba que el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki había tenido un cierto valor terapéutico (como «una medicina amarga verdaderamente eficaz»), ya que, a la vez que alertaba sobre su proliferación y uso, despertaba a aquellos que habían confiado ciegamente en que los avances científico-técnicos llevaban consigo un progreso moral (un tipo de individuo que se asemeja, según Sánchez Durá, al soñador de Sloterdijk). Wittgenstein que considera que el progreso no es una cualidad o característica de nuestra civilización sino su forma, llega a afirmar en Aforismos. Cultura y Valor que no es insensato pensar que la era científico-técnica podía ser «el principio del fin de la humanidad». Según Sánchez Durá no se refiere a una suerte de apocalipsis destructivo que iba a generar la eliminación física del género humano, sino al desmantelamiento de una cultura humanista, al fin de una época en la que no había dudas sobre el lugar que cada individuo debía ocupar en la totalidad. «Esto, recalcó Sánchez Durá, enlaza con el escepticismo moral de Sloterdijk que concluye su ensayo Temblores de aire certificando la incesante crisis del holismo, la imposibilidad de participar en una totalidad integrada y reconciliada».
Ante la pregunta «¿qué ha hecho posible lo monstruoso?», Günter Anders llega a una conclusión de carácter metapolítico: ha sido posible porque los hombres, independientemente de la opción política que defendamos o de la tradición cultural a la que pertenezcamos, nos hemos convertido en criaturas de un mundo tecnificado. Según Anders, el éxito técnico ha provocado que «el mundo haya dejado de ser nuestro en un sentido psicológicamente verificable (…) hasta el punto de que lo que podemos hacer es más grande que aquello de lo que podemos crearnos una representación». En la línea de Wittgenstein y Sloterdijk, Günters Anders asegura que el hombre contemporáneo ha perdido la capacidad tanto de representar la totalidad como de percibirse en ella, lo que conlleva un «oscurecimiento del mundo» y merma nuestra capacidad de sentir. «Esto último, apuntó Nicolás Sánchez Durá, tiene profundas consecuencias morales, pues entre los sentimientos que desfallecen no sólo están el del horror, el del respeto o el de la compasión, sino también el de la responsabilidad». Según el planteamiento de Anders (en el que se pueden encontrar conexiones con la idea de «movilización total» de Jünger o con el concepto de «guerra total» preconizado por Douhet), esta merma de la representación, de la percepción y del sentimiento es un efecto de la naturaleza maquinal del mundo actual. Una naturaleza expansiva y colonizadora cuya tendencia es generar una mega-máquina («una máquina total») que termina engulléndonos y condenándonos a ser meras piezas de un engranaje cada vez más complicado y que no podemos comprender ni representar.
El análisis del terror contemporáneo que lleva a cabo Sloterdijk en Temblores de aire se sitúa, por tanto, en la tradición del pesimismo cultural que concibe la guerra moderna como un modo de manifestación de rasgos de nuestra época cuya influencia traspasa los límites de lo estrictamente bélico. Y no hay que olvidar que se trata de un tipo de guerra que es fruto del progreso técnico y científico, es decir, de la lógica cartesiana que proclamaba la capacidad del hombre para dominar y poseer la naturaleza. Frente a ese optimismo humanista, el hombre contemporáneo se siente desterrado y expulsado. O, en palabras de Sloterdijk, «condenado a ‘ser en’ un mundo, aun cuando ya no somos capaces de presuponer que los depósitos y las atmósferas que nos rodean, sigan siendo situaciones naturales imbuidas de bondad». «Por ello, advirtió Nicolás Sánchez Durá, la tradición del pesimismo cultural se instala en la desconfianza, aunque para estos autores la guerra tiene también un valor epistemológico ya que permite desentrañar el carácter de nuestro mundo».
Sánchez Durá finalizó su conferencia analizando algunas posibilidades de representar el terror contemporáneo a partir de una serie de foto-libros editados en los años 30 del siglo pasado por Ernest Jünger (El rostro de la guerra mundial, Aquí habla el enemigo y El mundo transformado) y de una publicación mucho más reciente titulada For most of it I have no word (con fotografías de Simon Norfolk y textos del historiador y ensayista Michael Ignatieff).
Ernest Jünger en el texto «Guerra y fotografía» (incluido en El rostro de la guerra mundial) establece un paralelismo entre las armas modernas y la fotografía, ya que ambas son herramientas de la conciencia técnica (productos del mismo «intelecto») y se caracterizan por tener cada vez más precisión, movilidad y eficacia a distancias crecientes. Además, son progresivamente abstractas (como ejemplifica la aparición de gases venenosos que cubren vastos territorios o el desarrollo de la fotografía aérea que convierte el objeto retratado en un mero motivo geométrico), se empuñan en los mismos espacios y circunstancias de combate e incluso comparten cierta terminología (disparar, impacto,…). «Las imágenes que selecciona Jünger, explicó Sánchez Durá, ya no describen una batalla específica sino el rostro abstracto de la guerra moderna; una guerra tecnificada, devastadora, en la que los combatientes (que ya no son guerreros sino soldados) se enfrenta a enemigos indistintos que no reconocen en tanto individuos sino como masas, espacios y recursos abstractos a aniquilar».
El fotolibro For most of it I have no word (Simon Norfolk y Michael Ignatieff) muestra como la práctica del genocidio y las matanzas masivas e indiscriminadas (que no son patrimonio exclusivo de régimenes políticos totalitarios) han articulado la historia del siglo XX: desde la matanza por intereses coloniales (como el exterminio del pueblo de los hereros en la actual Namibia) a los conflictos interétnicos en estados postcoloniales (como el reciente caso de Ruanda), pasando por los campos de concentración nazis, el comunismo estalinista (que, por ejemplo, propició una hambruna catastrófica en Ucrania en 1932), el bombardeo aliado de la ciudad de Dresde o los cuatro millones de víctimas vietnamitas que provocó la guerra de Vietnam. En la mayor parte de los casos, Norfolk e Ignatieff no seleccionan imágenes explícitas, sino que presentan los paisajes actuales donde tuvieron lugar esas manifestaciones del horror contemporáneo. «Desde un posicionamiento que conecta con el escepticismo moral de Sloterdijk, precisó Nicolás Sánchez Durá, la elección de Norfolk e Ignatieff parece advertir que tanto las palabras como las imágenes que tratan de documentar el horror son hasta cierto punto ineficaces, porque tienen que enfrentarse a la indiferencia de la naturaleza que termina borrándolo todo». Por eso, lo único que Norfolk e Ignatieff creen que pueden hacer es intentar mantener viva la memoria «de generación en generación, tanto tiempo como nos sea posible».
Fuente: http://ayp.unia.es/index.php?option=com_content&task=view&id=407