La ‘crisis de los pepinos’ o mejor dicho el brote de E. Coli que afecta al norte de Europa, es una buena ensalada donde se mezclan alarmas, angustias y mensajes de confianza. A la espera de respuestas definitivas sobre sus orígenes, y ahora que tenemos a los pepinos absueltos, me parece imprescindible abrir algunas reflexiones […]
La ‘crisis de los pepinos’ o mejor dicho el brote de E. Coli que afecta al norte de Europa, es una buena ensalada donde se mezclan alarmas, angustias y mensajes de confianza. A la espera de respuestas definitivas sobre sus orígenes, y ahora que tenemos a los pepinos absueltos, me parece imprescindible abrir algunas reflexiones sobre el sistema alimentario global por el que hemos optado en los países desarrollados (y que se ha impuesto a los países del Sur empobrecido).
El sistema en cuestión ha sido diseñado para producir algo parecido a alimentos, a costes muy bajos, tanto económicos, sociales como ecológicos; pero que puedan producir altos beneficios a quienes se dedican a su comercialización. Los alimentos, lejos de considerarlos como una necesidad y un derecho, se entienden como una mercancía sin más. El caso de los pepinos es un buen ejemplo: los esfuerzos para cultivar, regar y cosechar un pepino, representarán para el agricultor o agricultora 0’17 euros por kilo vendido. La población consumidora pagará 1’63 euros por kilo. Es decir, un incremento superior al 800%.
Mercancías con este margen son verdaderos diamantes que recorren el mundo siempre en una misma dirección, la dirección centrípeta: desde las regiones productoras a las poblaciones con más poder adquisitivo. Y pepinos, piñas o panga hacen entonces viajes muy largos, en temporada alta y con muchas ciudades que visitar. Las administraciones ante este mercado, no se plantean revisar el modelo, sino que optan por asegurar y aumentar los controles alimentarios. Pero por muchas medidas que se puedan tomar, y como hemos visto también con las dioxinas, gripe porcina o vacas locas, las crisis alimentarias son insalvables, y las acabamos pagando la población consumidora (que puede enfermar) y la productora (que puede perderlo todo).
Las dimensiones del problema también las hemos de tener en cuenta. Una partida de alimentos industrializados afectada de algún problema de salubridad son miles y miles de unidades contaminantes, aumentando mucho la dispersión y alcance del brote o epidemia.
Por último en Alemania, donde se ha podido percibir cierta descoordinación entre sus autoridades, han obrado tajantemente bajo el principio de precaución, impidiendo el consumo del pepino y otras hortalizas… por lo que pudiera ocurrir. El mismo principio que en cambio siempre queda relegado en otros riesgos alimentarios no agudos pero si a largo plazo, como por ejemplo el consumo de alimentos transgénicos o las nuevas prácticas de nanotecnología. Pareciera que las multinacionales que controlan el sistema alimentario tienen lazos muy estrechos con las autoridades sanitarias que a ellas sí les permiten campar, acampar y cultivar a sus anchas.
A partir de estas reflexiones y otras que se podrían añadir, parece lógico proponer que las medidas políticas en agricultura y alimentación se dirigieran más a revisar el modelo en sí mismo. No podemos resolver estas crisis con más puntos de control, con más tecnología; es un camino equivocado y sin salida. Sin embargo, como dice la Dra. Marta Rivera «la Soberanía Alimentaria, que apuesta por la relocalización de los sistemas agroalimentarios y por modelos de producción campesinos, podría (además de alimentar a toda la población) incrementar también la seguridad alimentaria. Por un lado, los alimentos serían adecuados al contexto cultural, por otro lado, la agricultura campesina, desde el enfoque de la agroecología, favorecería la producción de alimentos sin tóxicos, disminuyendo el riesgo de consumir alimentos contaminados y socialmente justos. Así mismo, el acortamiento de la cadena alimentaria y la reducción del número de intermediarios y transformaciones sufridas por los alimentos disminuyen los puntos críticos en los que los alimentos pudieran ser contaminados».
Y los beneficios quedarían en manos campesinas. Las alarmas sólo servirían para despertarles por la mañana, si el gallo se olvidara de cantar.
Gustavo Duch. Autor de LO QUE HAY QUE TRAGAR. Coordinador de la revista SOBERANÍA ALIMENTARIA, BIODIVERSIDAD Y CULTURAS.
—