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A propósito de «Palabras a los intelectuales»

Fuentes: La Ventana

A medio siglo de Palabras a los intelectuales, las circunstancias obligan a volver a dialogar sobre la política cultural de la Revolución con la responsabilidad, el compromiso y la participación de todos los creadores

A principios de la presente centuria, en la universidad de Playa Ancha, Valparaíso, Chile, impartí junto a Volodia Teitelboim una charla sobre la identidad cultural y la emancipación de los pueblos de América Latina; él se refirió a Chile y yo a Cuba. Después de razonar nuestros argumentos basándonos en la historia, vinieron las preguntas; un líder estudiantil nos preguntó a cada uno de nosotros: «¿Por qué cayó la URSS?», e inmediatamente aclaró que deseaba la respuesta en una frase, y no más, por lo que había que elegir una razón resumida. Dije: «Porque no demostró tener una economía más sólida que la de los Estados Unidos». Cuando a Volodia le tocó su turno, respondió: «Por la falta de libertad».

Todavía recuerdo los atronadores aplausos de aquella masa de estudiantes de izquierda; posiblemente esperaban respuestas como las recibidas, aunque yo sabía que los aplausos los había arrancado merecidamente quien fuera secretario del Partido Comunista de Chile, respetado tanto en los medios culturales como en los políticos, por la fragmentada izquierda y por la compacta derecha de su país. Si bien mi respuesta proponía una argumentación a la luz del materialismo histórico, la definitiva tesis del dirigente chileno no dejaba margen a dudas de la importancia de este tema en el ejercicio de la política socialista, práctica en la cual él era un experto.

Ambas problemáticas han quedado pendientes en el balance del socialismo del siglo XX: mayor y mejor economía sostenida, y democracia y libertad reales. Cuba no cayó como la Unión Soviética y el resto del campo socialista europeo, y una de las razones más convincentes de esta excepción es que en la Isla no se repitió totalmente el modelo soviético; nuestra subsistencia durante el «Período Especial para Tiempo de Paz», entre otros factores, fue posible también por lo que no se copió.

Se puede argumentar mucho a favor de la distribución socialista, pero para nadie es un secreto que ese igualitarismo nos ha conducido a un paternalismo desenfrenado; junto a los aciertos, ya son parcialmente reconocidos los desaciertos en la organización económica del país; es posible también razonar sobre los errores en la aplicación práctica de lo legislado constitucionalmente acerca de la libertad y de algunos derechos civiles, aunque en las sociedades capitalistas este asunto ha sido una verdadera quimera. Nadie podría negar que la Isla ha desarrollado exitosos programas sociales de dimensiones descomunales, pero mantenemos como asignatura pendiente una completa emancipación.

Entre 1959 y 1961 se iniciaba un proceso revolucionario que lo transformaba todo, resumido en el nombre de sus tres primeros años: de la Liberación, de la Reforma Agraria y de la Educación. Una vez derrocada la sangrienta tiranía de Fulgencio Batista, y todavía haciendo justicia a los miles de asesinados, los hombres que dirigieron el triunfo de la rebelión se dedicaron a consolidar la libertad alcanzada con la lucha de todo el pueblo, a cumplir con el programa del Moncada, uno de cuyos pilares fundamentales era la Reforma Agraria, y una vez que los cubanos se dieron cuenta de que podían disponer de su país, se hizo necesaria la Campaña de Alfabetización.

En ese año 1961 se invadió militarmente a Cuba después de varias agresiones económicas, diplomáticas, financieras, entre ellas el sangriento sabotaje del buque mercante La Coubre. En Girón fueron derrotados en 69 horas 1.500 mercenarios entrenados por los Estados Unidos, y a partir de entonces, la Revolución y su líder, Fidel Castro, estaban concentrados en la defensa del país. Si repasamos los discursos de la época, la épica fue el tema principal; se cuenta con la inmensa mayoría del pueblo y Fidel está dispuesto a mantener ese apoyo. El joven de 33 años en 1959 sabía, con solo tres años de diarios enfrentamientos de todo tipo, que la Revolución era un proceso de sistemática construcción cultural.

Resulta oportuno recordar estas circunstancias generales y otras específicas de ese momento, como lo ha hecho Fernando Martínez Heredia en su intervención «A cincuenta años de Palabras a los intelectuales»: en tres meses unos sesenta mil ciudadanos cubanos emigraron legalmente hacia los Estados Unidos; en mayo se habían nacionalizado la educación, la imprenta y todos medios de comunicación, entre ellos la televisión, pionera en América Latina; casi de un plumazo desapareció el sector empresarial cubano privado, incluido el de los medios.

Se acababa un mundo y nacía otro, y por esa razón estábamos en guerra, en todas las guerras a la vez, sin otra opción que lograr la unidad para equilibrar las desventajas de una pequeña isla enfrentada al gigante norteamericano: era la honda de David. La victoria de Girón demostró que el imperialismo era derrotable, incluso militarmente. Tal y como ha escrito Martínez Heredia en el citado trabajo: «La unidad política estaba [todavía está] en el centro de la estrategia de dirección, en dos planos: la unidad del pueblo y la de los revolucionarios». Una descontextualización de Palabras a los intelectuales ha servido para recontextualizarlas perversamente, manipularlas y escamotear su carácter antidogmático y emancipatorio.

¿Acaso después del crucial momento de ataque militar del imperialismo norteamericano a Cuba, la respuesta del gobierno revolucionario provisional, que libraba todavía una batalla por defender su estabilidad contra la potencia mayor del mundo, siguió hacia los intelectuales y artistas las fórmulas que aplicó Stalin en la URSS después de la muerte de Lenin? Por supuesto que no, aunque algunos revolucionarios presentes en la Biblioteca Nacional los días 13, 23 y 30 de junio de 1961, no se explicaban por qué Fidel no lo había hecho.

Algunos «viejos comunistas» creían que se trataba, en el mejor de los casos, de la inexperiencia de un líder de solo 35 años de edad; otros «duros» del Movimiento 26 de Julio o de otras organizaciones no comunistas, tal vez no entendían muy bien por qué el líder manifestaba tanto espíritu conciliatorio ante la gravedad de la situación.

Las Organizaciones Revolucionarias Integradas, conocidas como ORI, que se autodenominaban «la candela» ―estimularon un canto cuyo estribillo era «La ORI, la ORI, la ORI es la candela / no le diga ORI, dígale candela»―, resultaron un peligro, y menos mal que un fracaso, pues en vez de expresar la vocación unitaria de la Revolución, estaban removiendo el sectarismo, y varios de sus «ideólogos» hacían profesión de fe en el «realismo socialista», un engendro estalinista al que pretendían erigir en representante de la nueva conciencia artística socialista.

Los demás asistentes a la Biblioteca mostraban una gran variedad de posiciones políticas; había escritores y artistas sin una clara definición; algunos no tenían una real conciencia política y estaban asustados por la propaganda anticomunista; otros, mejor informados, poseían razones poderosas para ese temor porque ya se habían reconocido los crímenes de Stalin; no se trataba de un invento de la CIA o del imperialismo: la propia dirigencia de la URSS, con Nikita Jruschov al frente, había condenado los dramáticos excesos del stalinismo en el XX Congreso del PCUS, celebrado en 1956.

Muchos de los presentes, católicos vinculados a una Iglesia recién afectada por las leyes de nacionalización de la enseñanza, se encontraban confundidos por el sectarismo ateísta de las ORI y por sus alusiones a «la candela». Tales circunstancias explican por qué Virgilio Piñera, en un arranque de sinceridad, confianza y valentía, pidió hablar primero y confesó públicamente su sentimiento: «Tengo miedo». Es muy probable que otros sintieran lo mismo, pero estaban allí esperando las palabras del jefe de la Revolución. Tampoco es descabellado pensar que más de uno esperara oír en la voz del Comandante en Jefe la legitimación de las exigencias de «pureza ideológica» tan propagandizadas por los manuales de la época.

El líder revolucionario necesitó procesar muchas informaciones en tres reuniones consecutivas para llegar en su discurso a ciertos arreglos provisionales alrededor de los asuntos debatidos; con la autoridad consolidada por la victoria de Girón, hubiera podido sintetizar una política de «línea dura», a base de recetas orientadoras, semejantes a las que usaban los camaradas socialistas; pero no, Fidel sabía qué país dirigía y estaba convencido de que no podía irse de allí sin lograr lo fundamental: una amplia plataforma de unidad en torno a la Revolución, su objetivo más importante en las reuniones de la Biblioteca. Para eso necesitaba la comprensión de aquellos grupos desencontrados en varios temas; debía lograr el apoyo de los intelectuales y artistas, imprescindible para el avance de la Revolución.

La manera en que Fidel manejó el discurso se parece mucho a una exploración en campo minado; lo primero que hizo fue llamar la atención para ubicar en qué momento histórico se encontraban los intelectuales y artistas en relación con los años anteriores al triunfo revolucionario, mediante el método histórico y lógico de persuasión, tan usado en sus discursos, un procedimiento que el líder revolucionario había seguido en casi todas sus intervenciones, especialmente cuando necesitaba persuadir sobre un complejo problema.

Cualquier lector que conozca el contexto de las Palabras…, puede darse cuenta de que no había más opción que demostrar la urgencia ante la alternativa de revolución o contrarrevolución. Inmediatamente después llevó el análisis a la situación de aquel presente, iluminándolo en su complejidad para hacer posible un pacto entre todos, a partir de los derechos de la Revolución como fuente de justicia social. La actitud fue persuasiva, con un amplio manejo de recursos argumentativos y la voluntad de influir y convencer. La propia intrascendencia del filme evitó que la discusión se orientara por caminos para los cuales quizás algunos de los presentes se prepararon.

No hubo agendas ni textos escritos, ni se dio tiempo a conciliábulos preparatorios, ni a las conspiraderas habituales; no hubo selección de participantes; fue una reunión abierta y eficaz, virtudes raramente reunibles en Cuba. El jefe de la Revolución trató por todos los medios de no otorgar razones a un grupo en detrimento de otros e intentó evitar las pasiones, y nunca ha declarado que ese discurso trazara ninguna línea general de política cultural, pero como fue cohesionador y útil, ha sido utilizado acertadamente o no en ese sentido. Como ha expresado Aurelio Alonso: «El discurso de Fidel Castro que ha quedado para la historia con ese título: Palabras a los intelectuales, tampoco era un texto elaborado, sino un verdadero ejercicio de pensamiento».

El orador se dirigió al punto esencial: «En el fondo, si no nos hemos equivocado, el problema fundamental que flotaba aquí en el ambiente era el problema de la libertad de creación artística». Hacía referencia a sus conversaciones con el filósofo francés Jean Paul Sartre y con el sociólogo norteamericano Charles Wright Mills, y se lamentaba de no tener el tiempo suficiente para madurar sus ideas sobre un asunto que ni la URSS ni los países socialistas europeos habían resuelto, y que años más tarde resultara una de las armas más eficaces para destruirlos; explicaba asimismo la necesidad de la Revolución de enfrentarse apresuradamente a problemas esenciales para su existencia, y reconocía que había llegado allí también para aprender. De manera muy clara expresó:

    Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad; que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades; que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser.

Y continuaba Fidel que la preocupación podían compartirla artistas y creadores honestos que no estaban seguros de sus convicciones revolucionarias, o no coincidían ―refiriéndose a los católicos― con las «posiciones filosóficas» o con algunas medidas revolucionarias. Como suponía que a ningún creador revolucionario se le plantearían conflictos entre la libertad de creación y sus propias posiciones políticas, enfocó su mensaje, sobre todo, a estos creadores honestos, y les dirigió la aplaudida frase: «Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho».

Para llegar a este razonamiento, en «un verdadero ejercicio de pensamiento» había señalado: «Esto significa que dentro de la Revolución todo; contra la revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie».

Comparto el criterio de Aurelio Alonso de que esta, postura resumida en la frase de marras, fue paradigmática:

    …en aquella intervención […] quedó plasmada, en una expresión sencilla, inequívoca, una postura que devendría paradigmática. Cimentada en un principio ―tal vez sin precedente en la tradición socialista― que previniera, al mismo tiempo, los riesgos de dos dogmas extremos: de un lado, el de aplastar las libertades y, del otro, el de tolerarlas en detrimento, incluso, del proyecto revolucionario.

Y añade Aurelio con acierto: «Había logrado articular el compromiso revolucionario con un escenario de libertad creativa en una fórmula inédita en los esquemas del socialismo certificado hasta entonces».

Ya se ha reiterado que Fidel no contrapuso el «dentro» con el «fuera», como malintencionadamente se ha pretendido; no podía ser, porque su objetivo era unir, y su obsesión inmediata era la defensa del país recién atacado por la potencia mayor del mundo; él sabía que tendría que gobernar también con quienes estaban «fuera», y lograr su adhesión si eran honrados y honestos, pero no con los que marchaban definitiva e «incorregiblemente» en contra. Y argumentaba: «Por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella»; y aclaraba inmediatamente que se trataba de «un principio general para todos los ciudadanos».

Trataba de construir una línea general de trabajo entre el Estado y los creadores, para lo cual necesitaba instituciones eficaces que representaran a una y a otra parte. A lo largo del discurso se empeñó en que este no se interpretara como doctrina dogmática, por ello enfatizó los matices, para no establecer un formulario definitivo y aprovechó sus amplias facultades para el diálogo.

A Miguel Barnet, que con 24 años de edad era el más joven de los presentes, le llamó la atención la lucidez del lenguaje «llano, coloquial y directo» del líder de la Revolución, quien después de ratificar que ninguno de los allí reunidos era enemigo de la libertad, dejaba abierta una serie de preguntas: «¿A quién tememos?, ¿qué autoridad es la que tememos que vaya a asfixiar nuestro espíritu creador?, ¿o es que tememos a los compañeros del Consejo Nacional de Cultura?».

II

Fidel, quizás sin saberlo en su total magnitud, había planteado en esta pregunta una duda que lamentablemente en años próximos fue despejada. Una política que partía del espíritu de libertad de creación y de derechos esenciales para defender otras libertades, fue interpretada y distorsionada con las estrecheces del pensamiento estalinista, hasta llegar a un infeliz momento culminante diez años después de las Palabras…, en abril de 1971, con el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.

En esta etapa -«quinquenio gris», para Fornet; «mala hora», para Salvador Redonet-, el Consejo Nacional de Cultura (CNC), sin que se le pusiera coto, sobrepasó sus atribuciones con los abusos que trazaron «parametraciones» y coartaron la libertad, incluso, hasta de los revolucionarios. Los burócratas se convirtieron en árbitros de conducta, de sexualidad, de la moda…; dictaban prescripciones sobre lo nacional y lo extranjero, fungieron como jueces de los «problemas ideológicos», decidieron quiénes eran los «conflictivos» y localizaron lo que mucho después alguien del mismo pelaje llamó «partes blandas»; amordazaron la crítica y ocasionaron desmanes y despropósitos ajenos a los objetivos señalados en el discurso de 1961.

En Palabras a los intelectuales se dejaba bien claro que «la Revolución no le puede dar armas a unos contra otros» y se argumentaba la necesidad de la crítica como contraparte, dentro de un ambiente positivo y un sistema constructivo para la solución de los conflictos entre los creadores y el Estado. Con este objetivo se hizo evidente la necesidad de una asociación que reuniera a los creadores, que sería fundada en agosto de ese año como Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), con la aspiración de servir de interlocutora con el CNC y como representación de los creadores. Sin embargo, en el período siguiente, esta estrategia no arrojó los resultados esperados.

En el espíritu y en la letra del discurso, independientemente de su atención a la esencia del trabajo creativo, había una preocupación por la calidad del receptor, por el nivel educacional y cultural de la población para interactuar con los mensajes de los creadores. El máximo líder de la Revolución cubana sabía que más que una Imprenta Nacional recientemente organizada, había que fundar, en primera instancia, una Editora Nacional, inaugurada al año siguiente bajo la dirección de Alejo Carpentier, con el propósito de lograr una eficaz comunicación entre los escritores, su industria cultural y los lectores; al mismo tiempo, ya se elaboraba una estrategia de «seguimiento» a la Campaña de Alfabetización en la cual el pueblo de Cuba estaba enfrascado en ese año contra todas las banderas, pues había que afrontar desafíos como la lucha frente a las bandas alzadas en las montañas y en otros sitios del país, solo concluida en 1965.

Fidel se refirió a la reconstrucción de la Orquesta Sinfónica Nacional y del Ballet Nacional de Cuba, así como a la extensión de la Biblioteca Nacional José Martí hacia el trabajo con las artes plásticas y la música, dirigido a niños y adolescentes. Aprovechó la ocasión para señalar las inversiones que se realizaban en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica y que ampliaron las bases para la realización de filmes. Se detuvo además en el desarrollo del movimiento de instructores de arte, lo mismo para detectar talentos que para enriquecer la apreciación artística y literaria. En el lúcido y preciso diálogo con los creadores, se refirió asimismo a un asunto tan complejo como la importancia de que los artistas y escritores tuvieran en cuenta a los receptores de sus producciones e interactuaran con ellos.

Como siempre, Fidel hablaba del futuro como si fuera pasado, pero no lo hacía en nombre de los jóvenes como él, ni desde la autoridad de quienes habían hecho la Revolución; reiteraba la necesidad de una plataforma de unidad en torno al proyecto revolucionario para la transformación de la sociedad y a favor de la cultura:

    Nosotros seremos forjadores de esa generación futura. Nosotros, los de esta generación sin edades en la que cabemos todos: tanto los barbudos como los lampiños, los que tienen abundante cabellera o no tienen ninguna o la tienen blanca. Esta es la obra de todos nosotros. Vamos a librar una guerra contra la incultura. Vamos a desatar una irreconciliable querella contra la incultura y vamos a batirnos contra ella y vamos a ensayar nuestras armas.

Este mensaje esencial en un discurso de extraordinaria audacia y originalidad, en medio de varias batallas, definió «una manera de dialogar», como ha recordado Norge Espinosa, y sigue estando vigente, como ha enfatizado Roberto Fernández Retamar, porque esta unidad para luchar contra la incultura es uno de los problemas más acuciantes todavía. Los debates sociales contemporáneos, para ser efectivos, no pueden desentenderse de su dimensión cultural; posiblemente una de las dificultades más sistemáticas para avanzar más en cualquier aspecto económico, social o político, sea la incultura con que se manejan los procesos y los eventos, las tareas y las acciones; la incoherencia frecuente, la falta de lógica, la carencia de sistema, el poco sentido histórico, la escasa memoria, la tendencia a la improvisación, la persistente e inmortal burocracia, el pensamiento dogmático, el autoritarismo por carencia de autoridad… tienen como base, por lo general, una profunda y supina incultura.

Habrá que continuar profundizando en los contextos culturales y políticos de aquella década. El primer presidente de la UNEAC fue Nicolás Guillén, poeta e intelectual cuyo enorme prestigio, de amplios recursos políticos y méritos revolucionarios le garantizaron el consenso; una de las cuatro vicepresidencias la ocupó José Lezama Lima, quien por su autoridad intelectual tenía la aceptación para hacerlo. El Consejo Nacional de Cultura en sus inicios fue presidido por la doctora Vicentina Antuña, con sobrada potestad intelectual y política para desempeñar un trabajo meritorio. Los medios expresaron líneas diferentes, y se agruparon al menos dos corrientes de pensamiento: los que propugnaban mayor libertad de expresión y una política abierta e inclusiva, y los que defendían con celo los límites de esa política partiendo de recetarios, dogmas y exclusiones.

Ambas tendencias partían de los mensajes de Palabras a los intelectuales, que constituía un equilibrio entre la libertad y la negación de esta a los enemigos del acto de libertad que constituía el proceso iniciado en 1959. El suplemento cultural Lunes de Revolución fue cerrado en noviembre de 1961; otras publicaciones se convirtieron en portavoces de muchas de polémicas y debates de estos años: Unión y La Gaceta de Cuba, de la UNEAC; Casa de las Américas, de la institución presidida por Haydee Santamaría; Cine Cubano, órgano del ICAIC, presidido por Alfredo Guevara; Pensamiento Crítico, dirigido por Fernando Martínez Heredia ―con un machón que anunciaba: «Pensamiento Crítico responde a la necesidad de información que sobre el desarrollo del pensamiento político y social del tiempo presente tiene hoy la Cuba revolucionaria». Se sumaban, con diversos debates, Bohemia, Cuba, INRA, Tricontinental, Verde Olivo

Las polémicas culturales ―algunas de ellas compiladas en libro muchos años después por la doctora Graziella Pogolotti― se desarrollaron en medio del nacimiento de un arte y una literatura nuevos, auspiciados por instituciones también de reciente creación. Resultaban verdaderas constantes temas como la responsabilidad del intelectual ante la sociedad ―eco de la visita de Sartre- y hasta qué punto el compromiso social y político atentaba contra la libertad individual, todo ello visto desde el punto de vista del creador.

A veces los debates se tornaban artificialmente excluyentes: la exigencia de que los creadores se mantuvieran en la esfera de la «alta cultura» y de elevar al mismo tiempo el nivel del público para lograr la comunicación, o la posibilidad de «bajar al pueblo» para «masificar la cultura» ―lo cual no pocas veces implicó una simplificación de la obra artística y literaria―; promover lo mejor del arte y la literatura universales, incluida, por supuesto, Cuba, o dar a conocer el legado nacional por encima de todo ―que podría llegar al ridículo de dictar por cientos sobre arte cubano y extranjero, práctica que todavía se mantiene en algunos sectores.

En el fomento de la cultura política se discutía la conveniencia de estudiar el marxismo con una actualización necesaria que incluyera, además de los clásicos, la obra de José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci, Rosa de Luxemburgo…, o acudir solo a los clásicos, en ocasiones «adaptados» por funcionarios partidistas en manuales para la «comprensión de las masas». Muchas veces, en el fondo de estos debates se apreciaba el ejercicio de una política enrarecida por prejuicios, ignorancia o dogmatismo, y, por lo general, una subestimación de la comprensión o a la sensibilidad de los receptores.

Sin embargo, el pensamiento de muchos políticos, intelectuales y artistas, se movía en discusiones públicas: Ernesto Che Guevara polemizó con Carlos Rafael Rodríguez sobre el alcance de la Ley del Valor y sobre la estructura y organización del sistema empresarial socialista. Sergio Aguirre y Julio Le Riverend debatieron con Manuel Moreno Fraginals y Jorge Ibarra acerca de la contradicción fundamental en el siglo XIX cubano. Los artistas del filin fueron criticados por el profesor de marxismo Gaspar Jorge García Galló porque consideraba que sus canciones no transmitían un mensaje de optimismo revolucionario; Ela O’Farrill lo esclareció con Fidel y Carpentier reivindicó el papel del filin. Alfredo Guevara y Blas Roca iniciaron una prolongada y célebre polémica sobre las relaciones entre cultura y política. Julio García Espinosa enfocó el problema de la pugna entre arte culto y popular; diversos cineastas abordaron el estándar de la cultura del pueblo cubano y su carácter relativo en relación con las clases sociales.

Edith García Buchaca defendió el «realismo socialista» a partir de separar forma y contenido, Jorge Fraga criticó la ambigüedad de la Buchaca, Mirta Aguirre profundizó en esta contradicción, y Fraga y García Espinosa ampliaron la polémica con nuevos aportes…; siguieron otras discusiones entre cineastas, como la de Juan J. Flo y Tomás Gutiérrez Alea acerca del carácter de la estética revolucionaria. Severino Puente cuestionó la exhibición de películas extranjeras, le respondió un grupo de cineastas y Alfredo Guevara estableció las diferencias entre propaganda y arte; el CNC litigó con Guevara y este ofreció una «contundente respuesta». Jesús Díaz inició otra controversia en relación con el papel generacional y sobre las ediciones El Puente con Ana María Simo. Víctor Casaus y César López polemizaron en torno a la primera generación de la Revolución…

Con la presencia de más de cuatrocientos intelectuales y artistas de todo el mundo y cien periodistas extranjeros, el 4 de enero de 1968 se inauguró en el hotel Habana Libre el Congreso Cultural de La Habana, en el que se abordaron temas como: «Cultura e independencia nacional», «La formación integral del hombre», «La responsabilidad del intelectual ante los problemas del mundo subdesarrollado», «Cultura y medios masivos» y «Los problemas de la creación artística y del trabajo científico y técnico».

Mientras se efectuaban los debates del congreso presididos por el presidente Osvaldo Dorticós, Fidel se mantenía al tanto de la celebración de un juicio por la actividad divisionista, calificada de contrarrevolucionaria, de unos treinta y cinco miembros del Partido Comunista de Cuba: la llamada «microfracción» dirigida por Aníbal Escalante. En el crucial año 1968 se interrumpe definitivamente el clima de discusiones, y con el peso de las agresiones ideológicas los debates se tornaron más defensivos.

Otros sucesos nacionales se manifestaron a partir de este año, como el conflictivo nacimiento de la Nueva Trova, las discusiones en torno a los premios UNEAC de Poesía y de Teatro a Heberto Padilla y Antón Arrufat, respectivamente. El Primer Congreso Nacional de Cultura de 1971 abrió un período que en muchos casos negó el espíritu de Palabras a los intelectuales, aunque se esgrimieran en más de una ocasión para justificar restricciones y desmanes. Después de 1976, con la fundación del Ministerio de Cultura encabezado por Armando Hart, se produjeron algunas rectificaciones y la Revolución contó con un mecanismo confiable para desarrollar políticas culturales; las decisiones ministeriales no siempre fueron infalibles, pero la recuperación democrática fue ostensiblemente visible.

A medio siglo de Palabras a los intelectuales, las circunstancias obligan a volver a dialogar sobre la política cultural de la Revolución con la responsabilidad, el compromiso y la participación de todos los creadores; el propósito es profundizar en los mecanismos de democratización y emancipación en esta etapa, pues como ha dicho Fornet, «hoy no estamos en condiciones de aceptar orientaciones sin debate».

Unidad no es unanimidad, y la unidad falsa resulta muy engañosa; ya se sabe que el nivel de hipocresía y cinismo generado por oportunistas y seudorrevolucionarios puede terminar siendo más peligroso que la contrarrevolución declarada. Hay que profundizar en el contexto cultural, social, político y militar en que se desarrollaron las reuniones que dieron origen al discurso de Fidel, pues resulta esencial para entender algunos de sus códigos; ya hemos insistido en que descontextualizarlas y recontextualizarlas a conveniencia es un acto de perversión o manipulación.

Palabras a los intelectuales no se propuso analizar el derecho o no de exhibir PM, la película de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, sino dialogar sobre los derechos de los creadores y de la Revolución. El documento devino guía estratégica para la política cultural de revolucionaria, aunque no fuera su objetivo, y ocurrió así, fundamentalmente, por las cualidades personales de Fidel. Su interés en aquellas circunstancias era alcanzar una plataforma de unidad ante la coyuntura que se vivía y esclarecer asuntos como la libertad de creación, la censura y los límites de la creación en el socialismo cubano, y lo logró como ningún otro líder socialista desde el poder.

El espíritu y la letra de su célebre intervención fueron democráticos porque se dialogó con todos; inclusivo, porque abarcó a quienes no estaban a favor de la Revolución y hasta a los que opinaban en contra pero podían ser «corregiblemente» contrarrevolucionarios. En Palabras… se analizaron las relaciones entre el creador y los receptores de la obra artística y literaria, y la necesidad de formar el gusto de públicos que recién habían ganado el acceso total a la cultura.

Fidel señaló como una responsabilidad de las instituciones correspondientes la promoción de la cultura, y como una necesidad para los creadores que su obra tuviera un impacto espiritual trascendente en la calidad de vida de sus receptores; esas cuestiones siguen vigentes. Las desviaciones, distorsiones y cancelaciones de esta política en el pasado y en cualquier momento y lugar, por prácticas antidemocráticas, sectarias, dogmáticas o burocráticas, atentan no solo contra el documento fundacional de la política cultural de la Revolución, sino contra la naturaleza de la propia Revolución. Aún persiste el lastre heredado de pretender amordazar el pensamiento y la crítica. Palabras a los intelectuales es un referente siempre que se aspire actualizar y hacer avanzar, que significa transformar, la política cultural cubana.

Volver al documento para proyectar una reestructuración del sistema de la cultura que responda a los cambios que se llevan a cabo en el país de acuerdo con las readaptaciones del modelo económico, implica reivindicar su revolucionario espíritu emancipatorio. No basta con reestructurar, si no se consolidan espacios de diferencia y discrepancia, y sin la voluntad de renovación explícita en Palabras a los intelectuales.

Nuevas generaciones de creadores y artistas que no habían nacido en 1961 y que estudian como Historia aquellos contextos desaparecidos y textos fundacionales, serán los llamados a continuar profundizando un tema puesto en discusión por los clásicos del marxismo: la enajenación del ser humano como una de las limitantes de su libertad individual, categoría todavía no asimilada completamente por el socialismo contemporáneo. Los más jóvenes entre la juventud aprobarán las dos asignaturas pendientes del socialismo del siglo XX para consolidarlo en el XXI: mayor y mejor economía sostenida, y democracia y libertad reales.

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Nota:

Las citas de Palabras a los intelectuales están tomadas de: Política cultural de la Revolución cubana. Documentos. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1977. Los otros textos citados provienen de La Jiribilla, año 10, núm. 530, del 2 al 8 de julio de 2011.

Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=6313