Para que las fuerzas de transformación social no sean aplastadas por los actores conservadores sistémicos es imperioso imponer en la nueva escena política, configurada por la irrupción de los movimientos sociales en la calle, un proceso democrático de ruptura desde abajo con los dos componentes del sistema de dominación postdictadura: el régimen político y su […]
Para que las fuerzas de transformación social no sean aplastadas por los actores conservadores sistémicos es imperioso imponer en la nueva escena política, configurada por la irrupción de los movimientos sociales en la calle, un proceso democrático de ruptura desde abajo con los dos componentes del sistema de dominación postdictadura: el régimen político y su soporte, el modelo económico neoliberal.
En política, el tiempo para actuar en pos de transformar el mundo y la vida puede comprimirse para acelerar los cambios, o diluirse para perder la oportunidad de actuar. Y las condiciones ganadoras se pudren si no se atrapa el momento.
La manera de actuar con acierto es crear una bola de nieve con una gran y única propuesta democrática para lanzarla desde las altas cumbres cordilleranas.
Es tiempo de tomar la iniciativa y crear un gran movimiento democrático ciudadano que sea amplio, integrador y antineoliberal para elegir una Asamblea Constituyente. Este debe atraer todas las demandas ciudadanas, incluir el abanico de organizaciones sociales y políticas del pueblo y articular las luchas sociales dispersas. Más aún, habría que hacer converger luchas, organizaciones y demandas sociales en un movimiento social permanente y democratizador capaz de sacudir la jaula y lograr imponer un plebiscito –gracias a la nueva relación creada entre las fuerzas conservadoras y sistémicas con sus verdaderas oponentes y adversarias, las democráticas, antineoliberales y anticapitalistas.
La pregunta del plebiscito debe ser clara. ¿Quieren los ciudadanos elegir una Asamblea Constituyente cuyos delegados redacten una nueva Constitución? Imponer esta medida y propuesta profundamente democrática implica, en consecuencia, un calendario de acciones y tareas para este movimiento socio-político de los de abajo y alimentado por el malestar ciudadano.
Prever lo que viene es la clave del tiempo político para las fuerzas que se disputan el sentido y la orientación de una sociedad nacional.
El mismo Francis Fukuyama, el del Fin de la Historia, pareciera darnos la razón en su último libro, The Origins of Political Order (*), cuando escribe: «La decadencia política ocurre cuando el sistema político falla en ajustarse a las circunstancias cambiantes». Ni que el neo-hegeliano liberal hubiera estado leyendo religiosamente la prensa chilena para ver los signos evidentes de crisis de la representación y de desfase de las instituciones postdictadura con las aspiraciones sociales. Está de más citar las encuestas.
Por lo mismo, las maniobras de las «dos derechas» son claramente previsibles. Ya vemos las movidas de los de arriba. De los interesados en preservar los pilares del sistema (y de sus más recientes acólitos) o de aplicar reformas-parches para que lo esencial no cambie.
Ante el ímpetu y la amplitud de las recientes movilizaciones estudiantiles y de trabajadores para renacionalizar el cobre, terminar con el lucro en la educación y exigir el derecho a una universidad gratuita, las elites binominales del Gobierno y la oposición se apresuran a crear mecanismos (también los llaman «puentes») para intentar desinflar el movimiento y desvirtuar las demandas. Lo importante es que los movimientos sociales, tanto universitario como el secundario, no pisen el palito (tampoco el anti HidroAysén). Las mayorías ciudadanas –no es una figura de retórica– tienen los ojos puestos en ellos y por sobre todo en sus dirigentes y en el respeto del mandato de las bases.
La función de la institucionalidad liberal del régimen postdictadura es succionar el potencial transformador de los movimientos sociales para vaciarlos de su capacidad de cambio real. Es la manera tradicional de obtener «legitimidad». Al canalizar las demandas hacia el Congreso, envasándolas en proyectos de leyes que serán discutidos entre las cuatro paredes de las instituciones del Estado, los políticos del binominal cumplen su función de rebajar las demandas para que sean digeribles por el sistema de dominación. Las recuperan y desactivan.
En realidad, el objetivo va más allá que institucionalizar las demandas. El objetivo de las elites binominales es desarticular la política transformadora. Es decir, enajenar a los de abajo de su potencia soberana (ser soberano, en filosofía política, es tener el poder de decisión) para determinar la cuestión democrática fundamental: cuáles son las instituciones que garantizan una vida justa y libre, según los principios de igualdad, dignidad y solidaridad. Es decir, la puesta en marcha de instituciones que garanticen la gratuidad de bienes públicos como salud, educación, pensiones y vivienda para quienes las necesiten. Estos bienes públicos y de acceso universal son negados por el actual régimen y su modelo al querer mantener la propiedad privada de su producción, la ganancia y los mercados como ordenadores sociales. Por lo anterior necesitamos otra Constitución.
Y para que esta nueva Carta Fundamental no sea un paquete de formalismos jurídicos vacíos hay que plantearse además la transformación de las estructuras económicas. Es la tarea fundamental de los que producen la riqueza. Los trabajadores son el eje central para salir del capitalismo neoliberal. Sólo un poderoso movimiento transformador constituido por una alianza social entre los trabajadores y los otros movimientos sociales podrá plantearse socializar la riqueza y distribuirla e impedir que siga concentrándose en un polo social ultra minoritario. Sin estos cambios estructurales socio-económicos profundos, la Constitución más democrática es lettre morte (letra muerta).
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