Nos acercamos al tercer aniversario de la quiebra de Lehman Brothers y del estallido formal de la crisis, «una racionalización irracional de un sistema irracional» como nos recuerda el geógrafo David Harvey. En el momento del crack del sistema financiero, los dueños del mundo vivieron un breve momento de pánico alarmados por la magnitud de […]
Nos acercamos al tercer aniversario de la quiebra de Lehman Brothers y del estallido formal de la crisis, «una racionalización irracional de un sistema irracional» como nos recuerda el geógrafo David Harvey. En el momento del crack del sistema financiero, los dueños del mundo vivieron un breve momento de pánico alarmados por la magnitud de una crisis que no habían previsto, por su falta de instrumentos teóricos para comprenderla y por el temor a una fuerte reacción social. Llegaron entonces las vacías proclamas de «refundación del capitalismo» y los falsos mea culpa que se fueron evaporando, una vez apuntalado el sistema financiero y en ausencia de una explosión social.
Se entró así en una nueva fase en la que, con la crisis y el déficit como pretexto, las políticas aplicadas en el conjunto de la Unión Europea han buscado recortar los derechos sociales, infligir una derrota histórica a los trabajadores y reforzar los mecanismos de dominación de clase. Para los poderes económicos las regulaciones sociales que aún existen en el viejo continente son un freno para la competitividad internacional de la economía europea y un molesto peso en la espalda del que se quieren deshacer. Las medidas del gobierno Zapatero desde mayo de 2010 y los recortes del gobierno de Mas, en Cataluña, el «gobierno de los mejores» (con las tijeras), se inscriben plenamente en esta dinámica general.
Llegaremos al tercer aniversario de la crisis con una sensación ambivalente. Por un lado, tenemos la cruel constatación de la magnitud de la tragedia y los graves efectos sociales de un descalabro económico que, lejos de haber quedado atrás, amenaza con agravarse con la aceleración de las turbulencias financieras internacionales, en un contexto donde las clases dominantes manifiestan una virulenta determinación por hacernos pagar a todos el coste de su crisis. Por otro lado, sin embargo, llegamos a este punto con la alentadora evidencia de que, finalmente, la revuelta social contra un estado de cosas intolerable ha comenzado.
Efectivamente, si el movimiento del 15M ha transmitido algún mensaje, éste es el de la esperanza, ante el desánimo y el pesimismo, en la capacidad colectiva de cambiar las cosas y de poder ser sujetos activos, y no meros objetos pasivos de las necesidades del capital y su lógica del beneficio y la competencia. La indignación es, precisamente, como señalaba Daniel Bensaïd, «lo contrario del hábito y la resignación».
La esperanza que el movimiento ha traído a aquellos que quieren «cambiar el mundo de base» es directamente proporcional a la inquietud que ha generado en los grupos dominantes de la sociedad, abruptamente interpelados por un nuevo actor que desafía su monopolio sobre los asuntos colectivos y la vida pública y cuestiona las definiciones oficiales de la crisis, que presentan una visión unilateral e interesada.
El 15M y la política dominante representan dos lógicas diferentes, irreconciliables. Por un lado, la aspiración a la justicia social y a una democracia real en el sentido más amplio del término, es decir, a la capacidad de decidir sobre el propio destino. Por otro lado, los dictados de los intereses empresariales y el imperio del beneficio privado. Ambas marcan dos hojas de ruta antagónicas para nuestra sociedad. Nuestro futuro será muy diferente en función de qué prevalezca.
En sus tres meses de existencia, el movimiento ha significado un fuerte proceso de politización de la sociedad, de reinterés por los asuntos colectivos y de reocupación social de un espacio público usurpado cotidianamente por los intereses privados. Ha significado un aprendizaje colectivo del ejercicio de la democracia y la autoorganización. Nos ha enseñado a comenzar a «aprender a desaprender» para deshacernos de las ideas hegemónicas sobre la realidad y ha contribuido a difundir un «sentido común alternativo».
La marea de indignación movilizada no ha alcanzado todavía suficiente fuerza para detener las políticas en marcha, si bien ha logrado algunas victorias concretas, aunque defensivas, importantes como la parálisis de muchos desahucios y el debilitamiento de la aplicación de las ordenanzas del civismo.
Todo ello, no es un mal balance para un movimiento que, guste o no, está apenas empezando a demostrar lo que es capaz.
Josep Maria Antentas es profesor de sociología de la UAB y Esther Vivas es miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS) de la UPF.
**Artículo publicado en Público (ed. Catalunya), 03/09/2011.
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