Según un sondeo del CIS publicado el pasado 4 de noviembre, a la mayoría de los españoles (hasta un 66,7%) no le interesa en absoluto la política mientras que sólo un 7,6% declara sentir «mucho» interés por ella y apenas un 25,4% «bastante». La desconfianza hacia políticos, partidos e instituciones se ha convertido en el […]
Según un sondeo del CIS publicado el pasado 4 de noviembre, a la mayoría de los españoles (hasta un 66,7%) no le interesa en absoluto la política mientras que sólo un 7,6% declara sentir «mucho» interés por ella y apenas un 25,4% «bastante». La desconfianza hacia políticos, partidos e instituciones se ha convertido en el suelo geológico de nuestra vida cotidiana. Y sin embargo, según la misma encuesta, el 83% de los españoles, casi todos ellos sin interés, sin fundamento, sin compromiso de ninguna clase, convencidos de que en ese gesto no se juega nada, declaraba su intención de acudir a las urnas el 20 de noviembre. ¿Qué quiere decir esta paradoja? Con independencia de las razones que llevan a la mayor parte de los españoles a votar -adhesiones fiduciarias muy semejantes a las que pueden ligarnos a un equipo de fútbol, a una estrella de la canción o a un dictador- lo cierto es que hay que reconocer esta contradicción que, antes de cualquier acción de gobierno, desconecta ya radicalmente democracia y elecciones: los indiferentes votan mientras que los comprometidos, los interesados, los conscientes se quedan en casa (o votan en miniatura). El bipartidismo gobierna desde hace años sobre la base de una «indiferencia» social frente a la cual los políticos se sienten completamente libres de hacer lo que quieran: las urnas son tan vinculantes como el sexo ocasional en una noche de borrachera.
Cuando Rubalcaba, en el arranque de la campaña, mostraba su preocupación por los «indiferentes» de izquierdas que podían favorecer la victoria del PP, estaba preocupado en realidad por el hecho de que el PSOE no cuenta con suficiente «indiferencia» de su lado como para equilibrar la que va a dar la victoria a sus gemelos rivales. En algún sentido, el reproche a los sectores abstencionistas es el de que se interesan demasiado por la política como para votar, lo que sin duda perjudica a sus intereses. La «indiferencia» es mucho más reaccionaria -y por lo tanto mucho más constante- que el compromiso, siempre crítico, y el PSOE, a pesar de todos sus méritos, no ha logrado convencer a los «indiferentes» de que es tanto o más reaccionario que el PP. Por eso durante las campañas electorales se vuelve durante tres semanas de izquierdas, o anfibio entre los dos bandos, tratando de sumar votos conscientes a sus votos indiferentes.
¿Y el movimiento 15-M? Su inmenso valor reside en el hecho de que surgió de esa misma indiferencia para repolitizar la razonable desconfianza en los políticos, los partidos y las instituciones. Su potente fuerza deslegitimadora se reflejará escasamente en los comicios, pues quedará absorbida, de manera dispersa, en abstención, voto en blanco y apoyo consciente a fuerzas minoritarias. La propia distribución que refleja la encuesta citada deja al movimiento fuera de juego. Pero «fuera del juego» es donde ahora mismo se juega la posibilidad de conservar -como en los monasterios medievales la cultura- la vida política. La conciencia y la democracia discurren paralelas al poder, que se reproduce sin embargo, con todos sus efectos reales y a veces mortales, a partir de la indiferencia. El propósito, por tanto, debe ser doble: alejar a la indiferencia de las urnas, donde se vuelve peligrosísima (sobre todo en tiempos de crisis), y preparar un recinto donde los indiferentes, primero inofensivos, luego conscientes, puedan repolitizarse antes de volver, por una vía u otra, al poder. Se necesita tiempo, es verdad, pero cuanto más anticapitalista sea el 15-M, más conciencia creará; y cuanto más 15-M sea el 15-M, más apoyos recibirá.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/El-poder-de-la-indiferencia.html
rCR