Sentado en el interior de una sala de espera, una mañana fría de finales del invierno sueco, el joven de austero rostro, embutido en una chompa de alpaca, en silencio sostenía en sus manos un libro. El rostro, severo y serio, denotaba la madurez de un hombre que, pese a su juventud, mostraba las profundas […]
Sentado en el interior de una sala de espera, una mañana fría de finales del invierno sueco, el joven de austero rostro, embutido en una chompa de alpaca, en silencio sostenía en sus manos un libro.
El rostro, severo y serio, denotaba la madurez de un hombre que, pese a su juventud, mostraba las profundas huellas que produce en el ser humano el hecho de haber soportado vejaciones, suplicios y falta de libertad por defender el derecho inalienable e irrenunciable de pensar, de manifestar sus ideas y la oprobiosa respuesta, autoritaria y bestial, con la que acometían en contra de esos derechos quienes por fuerza detentaban el poder en su tierra natal.
Las causas y razones que reunían, a dos hombres jóvenes, involuntariamente, era la continuación de esa cadena interminable de desazones que el ser humano, digno, debe soportar cuando ha sabido defender sus ideales.
Las instalaciones del departamento que la sociedad sueca había dispuesto en su administración estatal para apoyar a los exiliados políticos, fue el espacio en el cual, sentados y en silencio, nos sorprendió la vida aquella fría mañana de finales del invierno sueco.
Ambos, tanto el como yo, traíamos el mismo equipaje, amargos recuerdos a manera de bagaje. Ambos teníamos mucho en común, juventud y dolor.
A los veinticinco años, yo me constituía, de manera muy poco placentera, en uno de los pocos bolivianos privados de libertad, denominados presos de conciencia que, casi, había conocido todos los centros de reclusión política, cuatro años en los que mi humanidad había sufrido tres veces prisión, torturas y ahora vivía la ignominia del exilio.
Como bien dice el verso de la canción interpretada por la inmortal Negra Sosa:
«Sólo le pido a Dios Que el futuro no me sea indiferente, Desahuciado está el que tiene que marchar A vivir una cultura diferente»
-¿Eres boliviano? -le pregunté, a manera de iniciar una charla.
-Sí -respondió brevemente, sin apartar los ojos del libro que tenía abierto.
Pensé, por su parca respuesta, que la charla había concluido.
Me sorprendió cuando, apartando los ojos de su lectura, me asombró con una pregunta:
-Y tú, ¿de dónde eres?
-Soy también boliviano y hace dos días que llegué -respondí.
-Y ¿Qué estás haciendo acá? -preguntó de nuevo.
-Me han sacado del país -le dije y luego añadí-: He estado dos años en Chonchocoro.
La mirada de sus ojos cambió, la dureza impenetrable de sus pupilas pareció sufrir una transformación.
-Yo también vengo de la prisión -dijo.
A sus diecinueve años era un fiel exponente de coraje y valor, líder estudiantil de uno de los baluartes de las luchas sociales bolivianas, dirigente de juventudes de los centros mineros, privado de libertad, torturado para destruirlo más que para obtener información de sus actividades políticas, exiliado por el solo hecho de pensar diferente y haber tenido el valor de expresar sus ideas.
La asistente social mencionó su nombre, inquiriendo con la mirada: ¿Víctor?
La blonda joven, al identificarlo, empezó a hablar con él en muy buen español. Instantes después, el joven, de la chompa de alpaca blanca con estampados andinos, desapareció en el vericueto de las oficinas.
Al salir del edificio, aspirando el frío aire de aquella mañana, me predisponía a partir hacia la nada, una ciudad nueva para mí, una sensación que ya había conocido dos veces antes, el exilio, ciudad plomiza donde no conocía a nadie, donde nadie me esperaba, convertido en un simple transeúnte, un exiliado más del ancho y ajeno mundo.
Me sorprendió encontrarlo apoyado en la pared del edificio, con su infaltable libro en la mano.
-Vayamos a tomar un café -me dijo.
Y partimos, con paso firme y seguro, partimos. ¡Sí!, hacia una amistad que ha sabido vencer al tiempo y las distancias.
La lucha no había terminado, junto a compatriotas bolivianos que sufrían las afrentas que impone el exilio, desde el exterior trabajábamos para denunciar las aberraciones que perpetraba el desgobierno de un tiranuelo mezquino.
Víctor participaba activamente de las reuniones del Comité de Solidaridad con la lucha del pueblo boliviano. Cuando intervenía haciendo el uso de la palabra, sus ideas, por lo bien planteadas, denotaban seguridad, aplomo y sembraban entusiasmo.
Pasadas las reuniones, solíamos ir a la «Ciudad Vieja», Gamla Stan, a degustar de unas empanadas chilenas, en el viejo boliche de uruguayos, El Samborombon, que vendían empandas chilenas. Nuestra paupérrima economía no nos permitía lujo mayor, pero allí departíamos y platicábamos sobre temas diferentes.
Cualquiera que hubiese sido el tema abordado, no era desconocido para Víctor. Un joven, de mediana estatura, más bajo que alto, siempre con el dedo índice en ristre exponiendo y defendiendo sus ideas. La solidez de su conocimiento me hizo alguna vez exclamar: «¡Víctor es un pequeño Larousse Ilustrado!».
Era poseedor de un carácter muy reservado, pese a ello, compartía conmigo algunas de sus inquietudes, frecuentemente lo veía en la vieja biblioteca de Odenplan, donde por ese entonces funcionaba el Instituto de Estudios Latinoamericanos de Estocolmo, refugio de quienes solíamos asistir a sus instalaciones sedientos de lectura, en especial de periódicos, Presencia con 25 días de retraso, historia pura y literatura en español. El joven minero, sentado frente a una mesa de biblioteca, rodeado de papeles, munido del arma más peligrosa que tiene un buen pensador, su bolígrafo, pasaba horas interminables.
Acompañé a Víctor en algunas de sus actividades y es por ello que fui testigo de algo que laceraba su espíritu: presencié sus discusiones en una imprenta. El idioma era una gran barrera para el joven minero, mi conocimiento de la lengua inglesa, alguna vez, ayudaba.
Víctor, a todas luces, preparaba algo con un afán inusitado, no decía concretamente de qué se trataba, pero, por el hermetismo con el que manejaba su tarea, parecía que se trataba de la publicación de un documento político partidario.
Eran tiempos difíciles, eran los tiempos en que los propios compatriotas, muchos de ellos que con habilidad y astucia propia cuidaban muy bien la vida, habían sabido ponerse a «buen recaudo, a tiempo»; eran los tiempo aciagos en los que aquel que no pensaba igual que tú, era no sólo un posible enemigo, sino un nefasto agente del gobierno del tiranuelo.
Lamentablemente, eran los tiempos en los que el animal político, convertido circunstancialmente en dirigente político local, viviendo en la confortable «jaula de oro» que era el exilio en Suecia, quizá por tener en la conciencia el «haberse puesto a buen recaudo, a tiempo», abandonando su lugar en las jornadas de lucha por la liberación nacional y la democracia, o por ganar espacios de importancia y figuración, o vaya uno a saber si por no tener otra ocupación más seria a la cual dedicar su tiempo, sembraba la desconfianza sobre alguna persona con el más cruel y despiadado epíteto zahiriente: «Dicen que posiblemente sea agente».
Eran los tiempos en que bastaba que una persona no coincidiera en un cien por ciento con la forma personal de pensar o las posiciones del partido, para que inmediatamente pasara a engrosar las listas de los sospechosos y fuera arrojada a los infiernos, catalogada con la más vil de las calumnias a las que un ser humano puede ser rebajado: «Es agente».
Allí, como en cualquier otro lugar del mundo donde el Pensador Libre, el anarquista político, posando la mirada en su pasado, sólo veía los campos yermos, donde un tendal de muertos quemaban sus retinas y sus compañeros yacían inmóviles, habiendo ofrendado sus vidas por ideales nobles.
Eran también los tiempos en los que el sólo hecho de disentir de la forma autoritaria con la que sus compañeros o dirigentes partidarios hubiesen manejado las posiciones políticas u organizativas, se pagaba con un precio muy alto.
Eran los tiempos en los que aquel que no quiso ser incluido en la tendencia o fracción «Militonto», de su organización o partido político, habiendo expuesto la vida y libertad en la lucha conjunta de todo el pueblo boliviano, pero que al haber pretendido ser Militante con derecho a pensamiento propio, era excluido y estigmatizado para el resto de su existencia.
Eran los tiempos en los que disentir o formular crítica, era motivo suficiente para ser incorporado, por el estrechísimo mental de sus propios compañeros, en la categoría de «el sospechoso» o en algo aún peor: «el agente», y se pasaba a engrosar las filas de los chivos expiatorios.
Eran los tiempos en los que el convertido ya en «Libre Pensador», recibía la ignominia de la calumnia por tal osadía.
Hay de los así calumniados, reos fueron de toda culpa, no importa todo el padecimiento al que hubieran sido sometidos.
Eran los tiempos en los que era mejor no preguntar nada, no saber nada, no entender nada.
Eran los tiempos en los que el animal político había enloquecido, mientras el tiranuelo se repantigaba en su efímero trono usurpado y se solazaba al ver cómo sus enemigos políticos se destruían entre sí, destruían a sus propios compañeros de lucha a quienes los esbirros de la dictadura no habían logrado eliminar o vencer.
Valga la explicación para ilustrar el porqué jamás se me habría ocurrido preguntar, pese a la amistad que crecía entre Víctor y yo, por las razones que le ocupaban tanto tiempo y le hacían mostrar tanta ansiedad.
La respuesta no se dejó esperar.
En una oportunidad, habiendo casi terminado la reunión del Comité de Solidaridad que se reunía dos veces al mes, Víctor pidió la palabra, portaba un pesado y voluminoso paquete forrado prolijamente con papel madera como un inmenso cuaderno escolar. Abrió el gran paquete y extrajo el ejemplar de un libro.
El título rezaba en letras que asemejaban gotas de sangre: «Huelga y represión». Víctor, con palabras sencillas y sin mayores preámbulos, presentó su trabajo.
No voy a negar, no tendría por qué hacerlo, la inmensa satisfacción que sentí al tener ese ejemplar entre mis manos. Recuerdo perfectamente que, al primero que entregó su libro fue a mí, quizá porque estaba sentado al lado suyo, o por haber compartido junto a él jornadas que apoyaron la realización de la misma, vaya uno a saber, pero el novel literato me entregó aquel primer ejemplar.
Llegar a mi morada y enfrascarme en la lectura de aquel primer esfuerzo, me causó una reacción espontánea.
En la siguiente reunión, habiendo tratado los temas marcados por el orden del día, nos disponíamos a dejar el local y observé como un viejo compatriota, sacaba de su maletín el libro de Víctor, creo y hasta podría afirmar también haber visto salir de su maletín, el espíritu del alto peruano, esa nefasta herencia que el invasor hispano dejara para mal de los pesares de los bolivianos y depositó ambos, libro y altoperuanismo, en un solo movimiento sobre la mesa y exclamo: «Víctor, hay que tener respeto por el lector».
La afirmación me dolió mucho más que el peor de los golpes que mis verdugos me habían propinado durante las largas sesiones de tortura. Repuesto de mi asombro, pero enormemente apenado por el incidente al que, felizmente, nadie dio importancia, acompañé a Víctor por el pasillo y de muy buena gana, pese a no ser un hábito muy frecuente en mí, le invité a brindar su primer trabajo con una cerveza, o ha challar su primer trabajo.
El tiempo parece no transcurrir para el ser humano cuando está en el exilio. Nuestras charlas constantes y fructíferas nos hermanaron, Víctor, con el ímpetu de juventud que le caracterizaba, secundaba algunas de las actividades con las que yo pretendía palear las angustiosas penurias del exilio. Algunas veces salíamos a trotar juntos y, cuando el clima frío de las estepas suecas lo permitía, solíamos ir a nadar, sana práctica que, por lo menos en mi caso nunca he abandonado y que me ha ayudado a sanar las viejas heridas que en el espíritu y en el cuerpo había dejado el oprobioso periodo de prisión y tortura.
Algunas veces, nos abstraíamos del mundo y, en largas caminatas de plática, departíamos y compartíamos también las aventuras y desventuras de la niñez y la juventud.
Recuerdo perfectamente las veces en que alguna anécdota se le ofrecía agradable, Víctor me hacía repetir una y varias veces la misma, lanzando una risa franca y entusiasta, sin importarle mucho el lugar en el que nos encontráramos, esto, claro está, ocasionaba que los transeúntes suecos, tan poco expresivos y hasta inexpresivos, nos observaran como a personajes llegados de otro planeta.
El tiempo, duro, implacable y único elemento que no se detiene jamás, marcó con fuego el transcurso de los acontecimientos.
Las heroicas mujeres mineras, a la cabeza de Luzmila de Pimentel, Angélica de Flores y Aurora de Lora, iniciaron la huelga de hambre el 28 de diciembre de 1977; huelga que, de acuerdo a lo que registra la historia, aumentó de manera masiva con la incorporación, posterior de personas como Domitila de Chungara y el nunca olvidado, amigo y mártir de la democracia boliviana, Luis Espinal, así como de miles de bolivianos.
En las instalaciones de una iglesia católica en Estocolmo, y con la ayuda de un cura español, nos disponíamos a secundar la valiente huelga de hambre iniciada por las mujeres mineras.
Víctor siempre estuvo presente en todas las acciones que se emprendían. Aquella vez cuando estábamos preparando la huelga de hambre en Estocolmo, recibimos con júbilo y alborozo la noticia de que el dictadorzuelo, el cobarde asesino, había sido vencido, caía humillado y derrotado por el valor y heroísmo de las mujeres mineras, a quienes la historia no debe jamás olvidar.
Presuroso me predispuse a embalar los pocos bártulos que la estrecha economía de exiliado me había permitido adquirir, entre los que figuraba la vieja máquina de escribir Remington, que Víctor me había vendido. De algo sí estoy seguro, ese instrumento acompañó muchos de mis amaneceres y siempre tuve en mi pensamiento que había sido el instrumento en el que se forjó aquel Victoriante histórico primer libro: «Huelga y represión»
Me predisponía a retornar a mi país, a ese país lejano y querido del que me habían expulsado sin otro argumento que el de no haberme podido domesticar ni hacerme aceptar la humillación de vivir de rodillas ante las inconductas y la sinrazón cobarde de un déspota y su caterva de vasallos que, haciendo uso de violencia brutal un 21 de agosto de 1971, se encaramaron en el poder.
Corta fue mi alegría, los médicos que me habían atendido de las dolencias acumuladas por los periodos de tortura, me habían sugerido «aprender a vivir con el dolor». Esos mismos galenos me sugirieron, aconsejaron y hasta impusieron terminar el tratamiento médico al que me habían sometido.
Pocos meses después, otra junta militar, de similares o peores características que la anterior, se hacía con el poder en Bolivia.
Ante la imposibilidad de retornar a mi propia tierra, al haber contraído matrimonio y teniendo claramente en la mente que no habría fuerza en el mundo que fuera a impedir mi formación profesional, partí de Suecia hacia la que es patria de mis hijos y mi segunda patria, Dinamarca.
Al dejar Estocolmo hubo una sola mano que extendida en el andén de la vieja estación, me deseó un buen viaje, el escritor y amigo Víctor.
Pese a la proximidad que hay entre Suecia y Dinamarca, la distancia muchas veces juega un rol negativo.
Alguna vez volvimos a encontrarnos, cuando los cambitas de Tahuichi fueron a Suecia en 1984 y se hicieron por primera vez con la copa Gotia, que, para muchos aficionados del deporte de la patada, es la copa más importante a nivel mundial en el fútbol juvenil.
Allí, ya impuesta de nuevo la irrenunciable democracia en Bolivia, los bolivianos nos reuníamos. Desde Copenhague viajé a aquel acontecimiento mundial. Recuerdo con claridad, en un principio, cuando recelosos, los miembros de los distintos partidos políticos de izquierda llegaban en grupos, se aislaban por bandadas, pero al calor de los primeros goles, que mi mente registra vivamente, fueron muchos, crecía el entusiasmo y se rompieron las barreras del sectarismo partidario, flamearon las insignias tricolor y el resquemor político fue cediendo hasta alcanzar una completa masa compacta. Se notaba que los dirigentes ya no estaban presentes, puesto que bastó el primer triunfo mundial de los cambitas de Tahuichi para que los bolivianos, en condición ya no de exiliados sino de emigrantes, nos fundiéramos en un abrazo cordial.
La colonia de emigrantes bolivianos pasó desde esas jornadas deportivas a destacarse en el conjunto de residentes en Suecia y eso dio origen al Encuentro de Bolivianos, que aún se celebraba semana 29 de cada año.
Terminados mis estudios, pude retornar a mi tierra, pero habían quedado en mi segunda patria mis hijos, razón por la cual trabajé para una línea aérea, puesto que cada año me esforcé por retornar a la vieja Europa y acompañar, por algunos meses, máximo dos, el crecimiento de mis hijos. Es por eso que mis amigos solían decirme, entre chascarrillos y bromas, que era como las pariguanas que emigran en invierno, razón por demás justificada para decir que trabajaba, casi exclusivamente, para esa línea.
En una ocasión, lo recuerdo con mucho afecto, los residentes en la ciudad sueca de Uppsala, organizadores del Encuentro de Bolivianos en 1993, a la cabeza de un compatriota invalorable, Álvaro Miranda, me invitaron a informar en una charla sobre los acontecimientos políticos y la situación general en Bolivia, que vivía ya una democracia manipulada y opaca, pero democracia al fin, lograda a costa de sangre y dolor.
En aquella oportunidad, y después de años, volví a encontrar a mi buen amigo Víctor, quien, al verme y pasado el sentido y afectuoso abrazo fraterno, me sorprendió gratamente pidiéndome que presentara, allí en el encuentro de los bolivianos, su libro más reciente: «El laberinto del pecado». Debo confesar que me sentí gratamente honrado, empero gruesas gotas de traspiración corrían por mi frente cuando hice uso de la palabra, no había visto, ni siquiera superficialmente, la tapa de la obra. Me la acababa de entregar mi amigo escritor, pero había seguido con gran alegría, mediante la prensa y la por entonces embrionaria presencia del Internet en Bolivia, los logros alcanzados por mi buen amigo. Sabía de su tenacidad y conocía su temperamento, había seguido con mucha alegría su participación en el Primer Encuentro Hispanoamericano de Jóvenes Creadores, que se llevó a cabo en Madrid el año 1985, y estaba completamente seguro que había sido motor y alma del Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa, celebrado en Estocolmo el año 1991.
Aunque no había leído sus obras, «Días y noches de angustia» (1982) y «Cuentos violentos» (1991), estaba seguro de que Víctor había alcanzado logros muy importantes. Por tanto, más que presentar la obra, en aquella oportunidad presenté al autor, su tenacidad, para algunos audacia y para quienes lo conocimos más de cerca, su valor.
Celebraba y me regocijaba en mi fuero interno la noche aquella en que en El Samborombon, de la ciudad vieja de los svea, le dije: Víctor, ahora ya no tienes marcha atrás, ahora estás comprometido con las letras y ese tu compromiso no tiene ni debe tener fin.
Una mañana de enero, absorto en profunda meditación y caminando hacia el universo de la actividad cotidiana, embebido en las ideas de salvar las especies nativas de peces del lago Titicaca, que están en vías de extinción, y purificar las aguas del lago para evitar que se extienda la fasciola hepática entre la población aledaña a las orillas del lago, Tyche, diosa de la fortuna, favoreció una vez más nuestra amistad.
Me pareció increíble, en mi propia ciudad, volví a encontrar al amigo, treinta y cinco años después del primer café en Estocolmo, ambos peinando canas, nos fundíamos de nuevo en el abrazo fraterno, allí estaba el artesano de la palabra, el mago de los signos, el escritor que, con prosa sencilla pero profunda, ayuda al lector a trasportarse hacia el interior de la trama que expone.
Al conversar con Víctor, el artesano de la palabra, no voy a negarlo, observo con grata alegría la presencia, ya no del fanático joven dirigente político, de ese líder estudiantil que, valorando y dimensionando el poder de su palabra, lograba con verbo encendido movilizar multitudes de estudiantes.
Veo al literato que ofrece, a través de la magia que sus dedos imprimen en su obra, no sólo un instrumento para la satisfacción de los sentidos, sino que, más aún, ofrece, de manera comprensible y fácil, pedazos de historia.
La invitación a presentar la obra «Cuentos del exilio», en Bolivia, esta vez no me ha sorprendido. Después de un almuerzo, a finales de enero de este año 2012, Víctor me hizo entrega de su última obra.
Los dioses del Olimpo y de otros cenáculos sean benignos con este libre pensador y sean indulgentes, a la vez. Pero, dejando de lado la inmensidad de trabajo rezagado, me lancé, una vez más, al universo en el que el alquimista del verbo nos lanza en cada cuento, como «El revólver», o el fatídico asesinato del hombre nuevo, El Che Guevara, relatado en su «Yo maté al Che» o sus «Pesadillas» y, en síntesis, todos los cuentos me atraparon y cautivaron y, por tanto, considero y propongo públicamente sean leídos, pero no sólo eso, sino que por sobre todo sean entendidos, se capte su verdadera dimensión.
Debo reconocer que esta obra ha sabido arrancarme del abstracto de tareas y metas urgentes que cumplir, y me ha hecho vivir, de nuevo, el tiempo del exilio, en el que también hubiésemos querido, de haber poseído la capacidad del literato, invertir tiempo, energía y trasmitir; labor que Víctor ha alcanzado, resaltando sus cualidades de narrador magnífico y, mucho más, algo que ya empieza a ser menos frecuente y raro entre los escritores contemporáneos, un majestuoso gramático.
La misión que me ha encargado en esta oportunidad Víctor, debo reconocer, es inmerecida, siento que es un honor que no me corresponde, por tanto, no asumo, ni debo asumir tan alto honor, a nivel personal.
El honor en realidad le corresponde al exiliado anónimo, aquel que al retornar a la patria por la cual, mordió su dolor, con dignidad; ahogó en su pecho con heroísmo el grito que arranca la tortura, aquel que vio destruir su hogar, morir a sus seres queridos sin tan siquiera haberles podido dar un postrero beso de despedida. El honor corresponde a quienes ofrecieron su vida, y quienes recibieron como recompensa por su sacrificio, la apatía de las nuevas generaciones que no conocen la angustia de no saber que el beso de despedida de cada mañana pudo ser el último de muchos años o el adiós para siempre. El honor corresponde a aquellos que, en muchos casos por dignidad, no mendigaron el pan que, el estigma de haber sido luchadores sociales les negó, aquellos a quienes, al retornar a la patria por la que lucharon, sólo les esperó el deshonor de engrosaron las filas de los desocupados, muchos de ellos ya han muerto en la casi indigencia, signados por la mancha de: «Alguito ha debido hacer, por eso lo exiliaron» o «No, a ese no hay que tomarlo en cuenta para el trabajo porque era político y esos sólo traen problemas»
Inmerecidamente y al haber sido, tan sólo, uno más, no puedo arrojarme la representación de ese conjunto de luchadores, de militantes, de pensadores libres, de héroes anónimos que atravesaron los yermos páramos del exilio.
Espacio de tiempo que Víctor supo aprovechar para crear y transmitir sus «Cuentos en el exilio», con esa su prosa, no por sencilla menos magnífica.
Por tanto, a pedido expreso del autor, asumo, indebida e inmerecidamente la honra de presentar la última obra de Víctor Montoya, en Bolivia, por el valor que la misma obra constituye, porque se instaura como un hito histórico, porque se constituye en una muestra de lealtad, de reconocimiento y honra hacía los cientos y miles de patriotas que sufrieron la afrenta del exilio, seres humanos, hermanos nuestros, que fueron y fuimos obligados a dejar a los seres queridos, la tierra natal, la propia cultura, las propias costumbres y vivir con la mente puesta en el feliz momento del retorno a la patria amada, a la tierra de la que nadie, por ningún motivo, debió alejarlos jamás, mucho menos por «el solo delito de pensar», si delito constituye pensar diferente a los amos de los déspotas y serviles vasallos, encaramados, por la brutalidad de la fuerza, en el poder.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.