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Bandera republicana con una (ligera y razonable) modificación

Fuentes: Rebelión

No era fácil, no eran momentos afables. El fascismo español seguía mostrando a la claras de qué era capaz. La matanza de los abogados laboralistas en enero de 1977 había sido un ejemplo reciente. No fue la última vez que la bestia atacó desde luego. La lucha antifranquista, con decisiva participación de las organizaciones comunistas, […]

No era fácil, no eran momentos afables. El fascismo español seguía mostrando a la claras de qué era capaz. La matanza de los abogados laboralistas en enero de 1977 había sido un ejemplo reciente. No fue la última vez que la bestia atacó desde luego. La lucha antifranquista, con decisiva participación de las organizaciones comunistas, había sido importante, masiva, muy popular, en algunos lugares de «La pell de brau» pero el núcleo del poder franquista seguía de pie, con la chulería de siempre y con la pistola cargada y dispuesta. Seguían siendo novios de la muerte (de los otros).

Sin negar todo ello, sin olvidarlo, llegó abril, que no sólo fue una vez más un mes triste, como cantó el poeta a pesar de la hermosa, fraternal y cercana revolución de los claveles, sino que trajo con él los pactos secretos con la UCD de Suárez, la legalización controlada del PCE y aquella rueda de prensa de la dirección del glorioso Partido Comunista de Ibárruri, Pàmies, Sarradell y López Raimundo, con Santiago Carrillo como secretario general en aquel entonces, con la bandera bicolor, la monárquico-franquista, no la tricolor, como escenario de fondo. Parecía imposible, pero eso era lo que estábamos contemplando en las pantallas de nuestros televisores.

Muchos militantes no podían creerlo; tampoco los miembros de otros grupos comunistas. Los llantos estaban justificados; también la rabia. No es que la tricolor, la bandera republicana, ondeara masivamente en las concentraciones y manifestaciones antifranquistas, no fue el caso, la roja fue normalmente la bandera de aquellas acciones políticas, pero era obvio para todos y todas -casi un postulado geométrico, una noción común incluso- que si existía alguna bandera en la tradición histórica española con la que el movimiento antifranquista, todo él, sin distinciones de nacionalidades o incluso de tendencias, podía identificarse, esa bandera era la republicana.

La cosa aún fue a peores. Tiempo después, en las fiestas-encuentros político-culturales del PCE o del PSUC, se llegó a prohibir o incluso a perseguir a la bandera republicana. Exhibirla, se decía, era una provocación, una irresponsabilidad política. El disparate en el puesto de mando de las reflexiones.

Una revista, Materiales. Crítica de la cultura , había empezado a editarse hacía pocos meses. El consejo de redacción de la publicación está repleto de nombres que eran referentes de muchos de nosotros: Rafael Argullol, Daniel Lacalle, María-José Aubet, Jacobo Muñoz, Antoni Domènech, Francisco Fernández Buey, Ramon Garrabou, Fanny Rubio, José María Ripalda, Oscar Lopes, etc. En el número 3 de la revista, mayo-junio de 1977 [1], en la contraportada, aparecía un texto no firmado y un proyecto de bandera. Su autor, miembro también del consejo de redacción de la revista, se había reincorporado recientemente a la Universidad de Barcelona de la que había sido expulsado 11 años atrás. Se trataba de Manuel Sacristán, profesor de metodología de las ciencias sociales, ex dirigente del PSUC y del PCE, traductor por aquel entonces de El Capital.

El nuevo proyecto era justificado así:

Proyecto de bandera española .

A muchos las banderas no nos habían dicho gran cosa hasta ahora. Lo que menos podíamos suponer era que eso de las banderas fuera un asunto estimulador de la imaginación. Hoy se tiene que reconocer que lo es. En materia de banderas están pasando cosas muy originales. Eso anima la productividad de todo el mundo, y así nosotros mismos, que hasta hace poco nos contábamos entre los insensibles, hemos dibujado el siguiente modelo que proponemos como modesta contribución al certamen.

El modelo propuesto no era otro que el de la tricolor, en posición vertical, con un ligero cambio: la franja roja ocupaba -calculo mal- el 80% de la extensión; el restante 20% se lo repartían el amarillo y el morado.

Luego, en números posteriores, sobre todo con la publicación mientras tanto, se pensaron en otros colores, asociados a los entonces «nuevos movimientos sociales»: el verde del ecologismo, el lila del feminismo. En todo caso, nunca se renunció a los símbolos de la II República ni al republicanismo democrático que estaba y está, como es sabido, entre lo mejor de la tradición y entre lo más digno de la Historia de España, la historia de un país que, en palabras de Gil de Biedma, seguía siendo un país de todos los demonios.

Y qué decir de nuestra madre España,

este país de todos los demonios

en donde el mal gobierno, la pobreza

no son, sin más, pobreza y mal gobierno

sino un estado místico del hombre,

la absolución final de nuestra historia?

De todas las historias de la Historia

sin duda la más triste es la de España,

porque termina mal. Como si el hombre,

harto ya de luchar con sus demonios,

decidiese encargarles el gobierno

y la administración de su pobreza.

Nuestra famosa inmemorial pobreza,

cuyo origen se pierde en las historias

que dicen que no es culpa del gobierno

sino terrible maldición de España,

triste precio pagado a los demonios

con hambre y con trabajo de sus hombres.

A menudo he pensado en esos hombres,

a menudo he pensado en la pobreza

de este país de todos los demonios.

Y a menudo he pensado en otra historia

distinta y menos simple, en otra España

en donde sí que importa un mal gobierno.

Quiero creer que nuestro mal gobierno

es un vulgar negocio de los hombres

y no una metafísica, que España

debe y puede salir de la pobreza,

que es tiempo aún para cambiar su historia

antes que se la lleven los demonios.

Porque quiero creer que no hay demonios.

Son hombres los que pagan al gobierno,

los empresarios de la falsa historia,

son hombres quienes han vendido al hombre,

los que le han convertido a la pobreza

y secuestrado la salud de España.

Pido que España expulse a esos demonios.

Que la pobreza suba hasta el gobierno.

Que sea el hombre el dueño de su historia.

Bien mirado, eso es lo que intentó la lucha antifranquista y el movimiento comunista -protagonista de ese combate democrático y socialista-: expulsar esos demonios, que los desfavorecidos dirigieran sus propias vidas y que, finalmente, todas nosotras, todos nosotros, fuéramos dueños de nuestra propia Historia. La II República, sus símbolos, su hermosa bandera, abonada también esas justas finalidades. La reacción, en la que estamos inmersos y que debemos detener más pronto que tarde, construye en sentido opuesto: hombres y mujeres que han vendido y explotado a otros hombres y mujeres quieren secuestrar la salud, el bienestar, la felicidad, de una ciudadanía que debe saber que sabe que es tiempo aún de cambiar la historia.

Nota:

[1] Contraportada de Materiales , nº 3, mayo-junio de 1977 (sin firma). He tomado como referencia el trabajo imprescindible de Juan Ramón Capella -«Aproximación a la bibliografía de Manuel Sacristán»- publicado en mientras tanto , nº 30-31, mayo 1987, pp. 193-223.


Salvador López Arnal es nieto del cenetista José Arnal Cerezuelo, asesinado en mayo de 1939 en el Camp de la Bota de Barcelona.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.