Aunque, como el personaje de Melville, hubiera preferido no hacerlo, vuelvo sobre la disputa que, a los ojos de algunos, habría enfrentado al 15-M y al movimiento minero. Lo hago para salir al paso de un puñado de opiniones –unas aparentemente tranquilas, otras manifiestamente agresivas– que en sustancia vienen a decirnos lo que sigue: como […]
Aunque, como el personaje de Melville, hubiera preferido no hacerlo, vuelvo sobre la disputa que, a los ojos de algunos, habría enfrentado al 15-M y al movimiento minero. Lo hago para salir al paso de un puñado de opiniones –unas aparentemente tranquilas, otras manifiestamente agresivas– que en sustancia vienen a decirnos lo que sigue: como quiera que el 15-M era un movimiento que no estaba mal pero que, al cabo, resultaba blandito y posmoderno, han tenido que llegar los mineros para poner las cosas en su sitio y recordarnos que no puede ser sino la clase obrera de siempre la que señale el camino de la emancipación. Si lo primero, lo del 15-M, me parece una dramática distorsión de una realidad afortunadamente más compleja, lo segundo, lo de los mineros, tiene todos los elementos de un genuino cuento de hadas.
Empezaré, claro, por lo del 15-M. Y lo haré subrayando que muchos de quienes entienden que se trata de un movimiento blando y posmoderno parecen extraer su información de los medios de incomunicación del sistema. Bueno sería que dedicasen una mañana a visitar asambleas populares, porque
–sospecho– tendrían que cambiar pronto de opinión. Lo primero que debo señalar al respecto es que en la mayoría de los lugares, y a lo largo del último año, el 15-M ha experimentado un rápido y afortunado tránsito desde un proyecto que en origen era con frecuencia meramente ciudadanista a otro orgullosamente anticapitalista. No sé que hay de posmoderno en uno de los lemas más coreados en las manifestaciones del movimiento: el que reza ‘se va a acabar, se va a acabar, se va a acabar la paz social’. Tampoco sé, por cierto, que hay de posmoderno en la defensa de los derechos de las generaciones venideras y en la contestación de una economía de cuidados que cae en exclusiva a hombros de las mujeres.
Lo anterior no significa en modo alguno que falten los problemas en el 15-M. Uno de ellos, principal, es su muy precaria presencia en el mundo del trabajo. Pero ojo que aquí la realidad es, de nuevo, más compleja que lo que retratan los fustigadores, destapados o encubiertos, del movimiento. Si en el momento inicial del 15-M había una franca mayoría de jóvenes parados o precarios, la realidad que ha emergido al calor de las asambleas populares es muy distinta, con muchos trabajadores asalariados de por medio. Repito lo que ya sé que a algunos compañeros no les gusta que diga: lo que ocurre a menudo es que esos trabajadores son quincemayistas de fin de semana o, lo que es lo mismo, se suman a las iniciativas del 15-M pero a duras penas trasladan la perspectiva de éste a los centros de trabajo. Estoy obligado a precisar, con todo, por qué percibo esto como una realidad nada afortunada: en el movimiento hay una asentada y extendida conciencia de que las cosas no discurren como debieran en el mundo del trabajo, y se considera, en paralelo, que éste no puede quedar al margen de la contestación. Ojalá, y en otras condiciones, el 15-M pudiese no tener que plantearse estos problemas: querría decir que los sindicatos que tenemos –que padecemos, dirá alguno, y hablo ahora de los mayoritarios– están a la altura de las circunstancias. Las disputas correspondientes no han dejado de provocar heridas en el movimiento, en la forma ante todo de una colisión entre posiciones adanistas, que con argumentos tan respetables como cándidos estiman que el 15-M debe moverse en solitario en ese cenagoso terreno, y quienes piensan –me cuento entre ellos– que hay que anudar lazos con el sindicalismo alternativo y resistente. Si se me permite aquí un comentario personal, agregaré que el mundo sindical que considero, sin dogmatismos, que es el mío, el que configuran organizaciones como la CGT y la CNT, no se caracteriza precisamente ni por su blandura ni por sus guiños posmodernos: a diferencia de otros, y sin ir más lejos, ha dicho siempre no a todas las reformas laborales y a todos los pensionazos.
Voy ahora a por lo de los mineros. Lo primero que me siento obligado a recordar es que el 15-M ha estado, con claridad, a la altura de sus deberes. No creo equivocarme cuando afirmo que ha sido la primera instancia de cuantas se han entregado, sin cautelas, al apoyo y a la acogida de las marchas. En unos casos –intuyo– porque los activistas pensaban que el movimiento minero bien puede ser un fermento de cambio radical en el mundo del trabajo; en otros porque desde hace un año han decidido apoyar, sin dobleces, a quienes resisten frente a los recortes. Una vez certificado lo anterior, no negaré que la protesta minera ha provocado disputas dentro del 15-M. Días atrás señalé cuáles eran, a mi entender, los requisitos que debe satisfacer una lucha para que la hagamos nuestra en plenitud: 1. contestar la lógica de fondo del capitalismo (no se trata de remendar, sin más, uno u otro descosido); 2. promover horizontes de autogestión que rechacen el orden de la propiedad, y de la exclusión, vigente; 3. colocar en su núcleo los derechos de las generaciones venideras, y respetar en paralelo los delicados equilibrios del medio natural; 4. encarar con radicalidad la marginación material y simbólica que, en todos los órdenes, padecen las mujeres; 5. asumir un carácter internacionalista y solidario, con conciencia clara de lo que ocurre en los países del Sur, y 6. tener capacidad de expansión y atracción hacia otros.
Me temo que si juzgamos la lucha de los mineros sobre la base de esos requisitos, el balance no es muy halagüeño. Nos hallamos tal vez ante una paradoja. Si en el pasado han menudeado los ejemplos de movimientos en los que la ambición de los objetivos se veía lastrada por la cortedad de los medios, en el caso de los mineros nos hallamos justamente ante lo contrario: el coraje desplegado en los medios se ha visto contrarrestado por unos objetivos que en sustancia eran, llamativamente, los de la patronal del sector –que se preserven las subvenciones al carbón–, en ausencia dramática de proyectos de autogestión –¿no será un remedo de lo que han hecho en los últimos treinta años CCOO y UGT, que con recursos notables no han sido capaces de perfilar otra cosa que una agencia de viajes?–, con permanente desatención de la cuestión ecológica y con perspectivas muy reducidas de expansión a otros sectores. A los ojos de quienes dilapidan argumentos contra el 15-M, ¿no significa nada, en este contexto, que la marcha que remató en Madrid la cerrasen esos dos tragarreformas laborales llamados Fernández Toxo y Méndez? Creo que en estas condiciones el ejemplo redentor que algunos creen apreciar en la respuesta minera a las agresiones tiene un alcance limitado. Y no lo digo, en modo alguno, con contento. Ojalá pudiese afirmar orgullosamente lo contrario.
Acabo con un mensaje ecuménico: rehuyamos las confrontaciones entre trabajadores y procuremos mejorar el registro de cada cual. Es una evidencia que el 15-M se tiene que poner las pilas para hacer lo que esté de su mano en la tarea de trasladar al mundo del trabajo el horizonte anticapitalista que en la mayoría de los casos defiende. Lo es también que el sindicalismo alternativo y resistente debe espabilar para configurar una alternativa real. Como lo es, en fin, que hay que hacer votos para que las bases de los sindicatos mayoritarios despierten de una vez por todas. Nadie sobra en la tarea de contestar unas agresiones que, con certeza, van a ir crudamente a más. Pero esquivemos –todos– los cuentos de hadas.
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