Hace unos días vimos por televisión la entrevista que en un programa de La Sexta (TV) le hacían al excoordinador general de IU, Julio Anguita; entrevista que ahora circula por todas las redes sociales de Internet. En un momento dado la conversación discurre de la siguiente manera: «No hay fuerza política que lo arregle, ninguna, […]
Hace unos días vimos por televisión la entrevista que en un programa de La Sexta (TV) le hacían al excoordinador general de IU, Julio Anguita; entrevista que ahora circula por todas las redes sociales de Internet. En un momento dado la conversación discurre de la siguiente manera: «No hay fuerza política que lo arregle, ninguna, absolutamente ninguna» (sic), haciendo referencia el entrevistado a la actual situación económica y social de este país. El entrevistador le dice: «¿Izquierda Unida?», a lo que Anguita responde: «he dicho ninguna» (sic). Que el entrevistado lo tenga tan claro entra en franca contradicción con su actual militancia en el grupo político al que pertenece, pero él es el único que tiene la potestad para justificar esa contradicción.
Por esta vez coincido plenamente con Anguita: nada podemos esperar de los partidos políticos actuales. Para entender de dónde arranca este convencimiento es conveniente remontarse a la gestación de la situación política que hoy sufrimos.
El modelo político actual, tildándolo generosamente de modelo, tiene su origen en eso que se llamó la transición que se inicia, más o menos, a raíz de la muerte del Dictador. Las trasformaciones para el lavado de imagen del sistema socioeconómico fueron protagonizadas, única y exclusivamente, por los dirigentes políticos de los partidos tanto de la derecha como de la izquierda. La lucha reivindicativa y antifranquista de la ciudadanía fue intencionadamente silenciada y despreciada. El pueblo, como en tantas ocasiones, fue utilizado para, más tarde, ser abandonado a su suerte. Es ya en esos momentos cuando comienza a gestarse lo que más tarde hemos denominado casta política. El ingenuo deseo por parte de las bases de los partidos de izquierdas de aspirar por entonces a una democracia participativa se fue esfumando y, en su lugar, se optó, como no podía ser de otra manera, por un modelo representativo que, poco a poco, deja de serlo para convertirse en ese sucio juego de la descalificación entre pares con la única intención de acaparar el poder político. Poco a poco ha ido despareciendo la representatividad parlamentaria para convertirse en una guerra partidista de supervivencia. La cuestión política se resume hoy día a tirarse los trastos los unos a los otros con la impúdica intención de vivir cómodamente sin «dar un palo al agua» (valga la expresión tan vulgar como gráfica).
La corrupción y el tráfico de influencias que ahora padecemos comienzan a fraguarse a raíz de este modelo, de tal manera que al día de hoy es posible asociar sin equivocación democracia (este tipo de democracia) a corrupción, clientelismo y endogamia, de la misma manera que ocurría en el régimen anterior en el que la Dictadura era corrupción en sí misma.
En estos momentos tenemos que soportar en los órganos de gobierno a un grupo mentiroso, reaccionario y antipopular, que utiliza demagógicamente unas siglas para encubrir su actividad de acoso y derribo de los más débiles, engañando a los ignorantes tanto con su nombre como con sus actos. Pero ¿qué podemos esperar de la oposición? Cada vez se homogeniza más el papel que juegan cada uno de los grupos que se sientan en los sillones del Parlamento.
Hay pocas posibilidades de que algo pueda cambiar desde dentro. Lo que algunos tildaban de joven democracia a lo que surgió de esa confusa e indeterminada transición, se ha convertido en una anquilosada fórmula a la que los políticos se han encaramado. Las únicas críticas que les oímos se limitan a solicitar el cambio de la ley electoral, pero esto sólo lo hacen los partidos de menor rango con el único interés de meter más colegas en el garito donde se encuentran tan cómodos. Por eso el simple cambio de la proporcionalidad electoral parece imposible porque debería surgir de los propios partidos, y los grupos mayoritarios no están dispuestos a perder su posición de privilegio. Por desgracia la acción popular es débil y poco se puede hacer, tanto en este asunto como en otros tantos.
Las actuales instituciones públicas están para lo que están, para lo que han estado siempre en el marco del actual sistema. Por ese motivo cabe la siguiente pregunta con un carácter entre retórico y aclaratorio: ¿Por qué los políticos defienden los intereses de los verdaderamente poderosos?, de eso que antes se llamaba clase dominante (con perdón), y que ahora se ha ampliado con otras castas y otros grupos privilegiados. A mi modo de ver hay tres razones: a) porque los políticos son conscientes de que los poseedores del dinero son el poder real y, en caso de cuestionar su posición, o desviarse del camino marcado, serían, de forma fulminante, acosados, defenestrados y sustituidos por otros, perdiendo así todas las ventajas de las que gozan; b) porque les envidian por su dinero y quieren ser como ellos, por eso se corrompen con el único fin de tener cuanto más mejor, es esta una deformación muy propia de esta especie nuestra, la de arrimarse al que más tiene; c) porque el modelo político actual es, en suma, una estrategia que parapeta al sistema para que el poder económico haga y deshaga a su antojo.
Decimos que estamos asistiendo a los estertores del sistema capitalista porque son muchos los síntomas que lo avalan. (Ver http://www.bubok.es/libros/193055/EN-LOS-LIMITES-DE-LA-IRRACIONALIDAD-analisis-del-actual-sistema-socioeconomico, pág. 29 y 30). El descrédito del modelo político, y el comportamiento de los que lo integran es uno de ellos. Tendrá que pasar algún tiempo más para que las mayorías silenciosas lleguen a la misma conclusión a la que hemos llegado determinados sectores sociales, pero todo se andará. Deberemos esperar a que, a la vez, se vaya fraguando una alternativa popular que venga a remediar esta impúdica situación marcada por esa casta política que se limita a utilizar a sus votantes en beneficio propio. Pero una cosa está clara: la práctica política al uso se debilita, y cada día pierde fuerza en esa función encomendada para mantener la «paz social».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.