Durante muchos años se habían mantenido contenidas las expresiones de descontento y ordenaditas las organizaciones creadas para denunciarlo. Sin embargo, algo distinto está pasando y los señorones del sistema parecen no darse cuenta. ¿Habrá alguna colusión secreta entre quienes día a día reclaman por la desgracia del Transantiago, por la hediondez de miles de cerdos […]
Durante muchos años se habían mantenido contenidas las expresiones de descontento y ordenaditas las organizaciones creadas para denunciarlo. Sin embargo, algo distinto está pasando y los señorones del sistema parecen no darse cuenta. ¿Habrá alguna colusión secreta entre quienes día a día reclaman por la desgracia del Transantiago, por la hediondez de miles de cerdos en Freirina, la marginación de regiones ignoradas, la privatización de los peces, por el despojo de tierras al mapuche, por la pobreza de los guetos, la salud postrada, la educación pública en extinción?
Las alertas indican que la pretendida inmutabilidad del sistema ha caído en la peligrosa tela del juicio de la gente común. Las verdades inmodificables ya no parecen tales y, en efecto, todo lo que hay podría ser distinto.
El sistema de represión y manipulación mediática se puede adjudicar innumerables victorias, pero debe reconocer que ha perdido una batalla estratégica: el pensamiento único e inmodificable legitimado por la Concertación y su consenso posdictatorial ha caído en crisis; pocos creen en su inmortalidad y la infalibilidad de sus representantes. Se ha perdido el respeto a lo que antes causaba miedo. Y no digamos solamente a los aparatos de la represión, sino a todo.
La gente dejó de creer en personas e instituciones. Pocos dan un peso por quienes aparecen en la tele y que por largo tiempo dijeron hablar por todos. Ellos y sus partidos políticos no han evolucionado como lo ha hecho la bronca sana de la gente. Aislados en sus oficinas secretas, se han mantenido en el convencimiento autoinducido de que sus aparatos serán siempre necesarios para el efecto de hacer política. En otras palabras, para sostener un complejo sistema de poderes más o menos equilibrado en su propio beneficio.
Esos aparatos exóticos e inalcanzables utilizan un lenguaje alambicado y complejo, cuya mejor propiedad es hablar mucho y no decir nada. Aun enfrentados a esa realidad medible en cifras y votaciones, el sistema mira para otro lado, como si no pasara nada. Pero pasa. Con álgebra tramposa intenta demostrar que en las últimas elecciones todos ganaron y que por lo tanto, en las siguientes va a pasar lo mismo, sólo por el hecho de que por un cuarto de siglo así viene siendo. De espaldas a la realidad, hacen esfuerzos por demostrar que una derrota es una victoria, pero con matices. Y que un retroceso no es más que una manera de ver las cosas con un grado injusto de pesimismo. El sistema mira sin ver.
Mientras tanto, en el mundo de las cosas de verdad, en donde la vida duele para los menos congraciados con el orden, sigue sucediendo la realidad, con esa cara tan suya que muchas veces asusta. Sigue habiendo una criminal ocupación militar en el territorio mapuche; aún hay centenares de miles de cerdos pestilentes envenenando Freirina; el sistema educacional que reproduce la más indigna de las desigualdades, permanece incólume; los guetos que condenan a los pobres a reproducirse en una sopa de marginalidad, delincuencia, tráfico y pobreza, no tienen para cuando transformarse en lugares humanos. Ahí están los ricos haciéndose cada día más ricos; ahí están los políticos profesionales, perfeccionando su birlibirloque que tanto dividendo les ha dejado en treinta años de gestión; y aún quedan, desgajados y tristes, los cartelitos de PVC que intentaron nuevamente generar la salivación que antes obligaba a la gente a votar.
Sin embargo cuando estas señales terrenales ofrecen sus reflejos violentos por el imperio de la necesidad de sobrevivir y reclamar lo justo, el sistema reduce su respuesta a formas sofisticadas de represión, a la mentira y el engaño. Así, sus sostenedores apuestan a controlar la situación una vez más, y sueñan con remozar la situación con los acuerdos que hace no mucho desmovilizaban a la gente mediante la traición desembozada.
Si no ha comenzando aún, ya sería hora que partiera la disputa por las ideas que liderarán los cambios, que vendrán de un lado o de otro.
Políticos cavernarios hacen esfuerzos por recomponerse, como quien intenta salir de una resaca: con remedios caseros, improvisaciones, o abriendo la ventana para airear un poco el dormitorio. Otros, mediante alianzas que demostrarán en breve su escaso valor, pero un alto precio.
Es cierto que el sistema no se rinde ni está a punto de hundirse, pero ha mostrado peligrosas grietas. Se abre paso la necesidad de una opción que se proponga representar ese malestar generalizado, esa desconfianza que anda en las calles, esa sensación de que ya no más, que hace falta algo. Y por donde lo miremos, este es el momento de los estudiantes. De todos, universitarios, técnico-profesionales y de enseñanza media. Es cuando deben alzarse como abanderados tanto del malestar de la gente como de sus esperanzas. Y forzar por la vía del ejemplo a que otros sectores, en especial el de los trabajadores, se sumen a un proceso de rebelión y de construcción, más allá de sus temores y limitaciones.
El movimiento estudiantil ha sido capaz de llevar las cosas hasta donde las vemos, a contrapelo de muchos. Y es este movimiento el que debe decir su palabra respecto de cómo se va a continuar. Es precisamente ahora cuando sus principales líderes deben tomar la iniciativa enarbolando el condimento esencial de todas las victorias: la audacia. Cuando se tiene ventaja y se cuenta con la iniciativa, es incomprensible retroceder: lo que resta es la ofensiva audaz y demoledora.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 771, 23 de noviembre, 2012