El temor del liderazgo concertacionista a la convocatoria de una Asamblea Constituyente se entiende también porque el debate nacional que suscitaría, dejaría al desnudo otra crucial medida inconfesable adoptada por dicho liderazgo: el «regalo» de la mayoría parlamentaria simple a la futura oposición de derecha, regalo que efectuó mediante el acuerdo de Reforma Constitucional de […]
El temor del liderazgo concertacionista a la convocatoria de una Asamblea Constituyente se entiende también porque el debate nacional que suscitaría, dejaría al desnudo otra crucial medida inconfesable adoptada por dicho liderazgo: el «regalo» de la mayoría parlamentaria simple a la futura oposición de derecha, regalo que efectuó mediante el acuerdo de Reforma Constitucional de 1989.
La Constitución original impuesta en 1980 -pensando obviamente en que Pinochet sería ratificado por el plebiscito de 1988 y tomando en cuenta la minoría electoral histórica de la derecha- establecía, a través de su Artículo 65, que el futuro presidente contaría con mayoría parlamentaria para aprobar o modificar la legislación ordinaria teniendo solamente mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra: «El proyecto que fuere desechado en general en la Cámara de su origen no podrá renovarse sino después de un año. Sin embargo, el Presidente de la República, en caso de un proyecto de su iniciativa podrá solicitar que el mensaje pase a la otra Cámara y, si esta lo aprueba en general, volverá a la de su origen y solo se considerará desechado si esta Cámara lo rechaza con el voto de los dos tercios de sus miembros presentes». Es claro, Pinochet habría tenido con seguridad mayoría absoluta en el Senado (con los senadores designados) y más de un tercio de la Cámara de Diputados, dado el sistema electoral binominal.
El problema es que Pinochet perdió el plebiscito de 1988; y era evidente que las elecciones presidenciales de 1989 las ganaría el candidato de la oposición (Aylwin). Pero además, la Concertación tenía asegurada la mayoría parlamentaria en virtud de aquel artículo de la Constitución. En efecto, ella tendría de todos modos la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y alcanzaría con seguridad el tercio del Senado. Recordemos que la cámara alta original estaba compuesta de 26 senadores electos (dos por cada región) y 9 designados; es decir, un total de 35. Como el tercio de 35 es 12 y dado que la Concertación elegiría con total certeza uno por región, en el peor de los casos habría elegido 13…
Sin embargo, sucedió algo inédito. En el acuerdo de 54 reformas concordadas entre Pinochet y la Concertación durante la primera mitad de 1989, se incluyó una que modificaba el Artículo 65, estableciendo que la legislación simple tendría que aprobarse con la mayoría absoluta en ambas cámaras. Este era un acuerdo teóricamente democrático, pero que dentro del marco de las antidemocráticas disposiciones establecidas por la Constitución de 1980 ( con senadores designados y sistema binominal) significaba lisa y llanamente que la mayoría electoral que obtendría la Concertación no se reflejaría de ninguna manera en el Congreso. Para ello dicho conglomerado hubiese tenido que doblar en 5 de las 13 circunscripciones senatoriales, lo que era virtualmente imposible.
El punto es que aquellas reformas se concordaron y ratificaron «en paquete» en el plebiscito que se efectuó el 30 de julio de 1989; sin ser debidamente explicadas a la opinión pública, ni especificadas en la boleta de votación. De tal manera, que la cesión de la mayoría parlamentaria efectuada por el liderazgo de la Concertación, a través de aquella modificación del Artículo 65, ¡no fue conocida por los millones de votantes que participaron como electores (7.066.626; de los que 85,7% las aprobaron), ni es conocida por la generalidad de los chilenos hasta el día de hoy! Así, ni el Gobierno de la época ni los dirigentes de la Concertación mencionaron siquiera dicha reforma en el período de más de un mes entre la convocatoria y la realización del plebiscito. Es más, en el detallado libro (de 339 páginas) que sobre la materia publicó el dirigente del PR y miembro de la comisión negociadora con la dictadura, Carlos Andrade Geywitz (Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980; Edit. Jurídica de Chile, 1991) no se hizo ningún alcance al significado de la reforma de dicho artículo. El único político que se ha referido al tema ha sido Andrés Allamand, quien por cierto hace una mención favorable sobre él en su libro La travesía del desierto: «Ahora tocaría estar al otro lado del mesón y era evidente la conveniencia de disminuir algunas de las exorbitantes facultades del Ejecutivo, como la de disolver la Cámara de Diputados o aquella inaudita que le habría permitido aprobar leyes solo con mayoría en una cámara y apenas un tercio de la otra» (Edit. Aguilar, 1999, p. 180). Es claro, Allamand en su escrito pasó por alto la significación antidemocrática que en concreto tuvo esa reforma, porque la derecha fue la beneficiada con ella, y ¡qué beneficiada!
El alcance de aquella inédita capitulación política se acrecienta al tener en cuenta que la dictadura había dejado -con excepción de la LOCE y la Ley de Concesiones Mineras- el conjunto de instituciones económicas, sociales y culturales impuestas a través de leyes simples y no de leyes orgánicas constitucionales; las que requerían originalmente un quórum de 3/5 para su modificación, y que finalmente (con las reformas de 1989) quedaron en 4/7. Es decir, que si el liderazgo concertacionista no hubiese hecho ese vergonzoso «regalo», habría podido -desde marzo de 1990- sustituir el Plan Laboral, las AFP, las ISAPRES, la ley de universidades, el sistema tributario y financiero, etc. Y además, habría podido derogar leyes de impunidad o represivas como la de amnistía y la antiterrorista.
Lo que hace más inconfesable todo lo anterior es que la única explicación razonable es la que se puede deducir de los escritos de Edgardo Boeninger de 1997 (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello), en el sentido de que aquello fue un subproducto de la «convergencia» con el pensamiento económico de la derecha experimentada por el liderazgo de la Concertación a fines de los 80. Y «convergencia que políticamente el conglomerado opositor (la Concertación) no estaba en condiciones de reconocer» (p. 369). Es decir, que el no tener mayor parlamentaria se convirtió en un plausible argumento para que dicho liderazgo no intentara siquiera cumplir con las profundas reformas
prometidas en el Programa de Aylwin. Podría entonces responder a las demandas de sus bases (como de hecho pasó) argumentando que no podía cumplirlas y no que no quería.
Por otro lado, aducir el temor como razón para regalar la mayoría parlamentaria no tiene sentido; pues uno no le concede al adversario que teme las armas que posee. Habría sido razonable hacer un uso más cauteloso del propio poder, pero en ningún caso dárselo a aquel. Además, tampoco se puede argüir un eventual temor irracional que hubiese «paralizado» al liderazgo concertacionista, puesto que ya cuando era evidente que no se estaba bajo temor (Lagos, entre 2000 y 2002; y Bachelet, entre 2006 y 2007), dicho liderazgo no quiso aprovechar su mayoría parlamentaria para cumplir con las transformaciones prometidas.
Pero además las presiones de Pinochet durante la fase más compleja de los 90 estuvieron acotadas a la defensa del ex dictador de las irregularidades económicas de su hijo mayor con el Ejército («pinocheques»), las que se tradujeron en los «ejercicios de enlace» (1990) y el «boinazo» (1993). No hubo diferencias entre Pinochet y el gobierno de Aylwin respecto de las políticas económicas, sociales y culturales desarrolladas por este. Incluso en el ámbito de derechos humanos, con excepción del Informe Rettig, tampoco hubo discrepancias. Esto llevó a Aylwin a valorar positivamente el rol desempeñado por Pinochet bajo su Gobierno: «La permanencia del general Augusto Pinochet en la Comandancia en Jefe del Ejército ha sido un factor de estabilidad durante la transición y ha hecho que el restablecimiento del sistema democrático en el país sea menos traumático» y que «la historia reconocerá al general Pinochet su esfuerzo por adaptarse a un rol subordinado del Presidente de la República, en circunstancias que ejerció el poder total durante casi 17 años»; concluyendo que «la presencia del general Pinochet en la comandancia en jefe debe ser evaluada positivamente» (El Mercurio; 28-9-1993). Esto fue confirmado recientemente por Aylwin este año, cuando declaró que «Pinochet no fue un hombre que obstaculizara las políticas del Gobierno que yo encabecé» (El País, España; 27-5-2012).
En definitiva, un profundo debate nacional propio de las convocatorias a asambleas constituyentes desnudaría aquella inaudita capitulación del liderazgo concertacionista y el engaño subsiguiente a sus bases y al país que ya dura por más de 20 años.