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La democracia peligra

Fuentes: Rebelión

Ante los más recientes acontecimientos de corrupción, como son las cuentas del PP y de sus dirigentes en Suiza, o los sobres con dinero «negro» que cobraban, o que siguen cobrando, vaya usted a saber, ante toda esta basura que se amontona día tras día, algunos dicen, en aras de la regeneración política, supongo, que […]


Ante los más recientes acontecimientos de corrupción, como son las cuentas del PP y de sus dirigentes en Suiza, o los sobres con dinero «negro» que cobraban, o que siguen cobrando, vaya usted a saber, ante toda esta basura que se amontona día tras día, algunos dicen, en aras de la regeneración política, supongo, que la democracia está en peligro, a lo que yo pregunto: ¿cómo va a estar en peligro algo que no existe? La creencia de que el actual régimen político es una democracia se sustenta en el interés de unos y en la ignorancia, en la ingenuidad o en la ausencia de reflexión de otros.

La democracia por la que han luchados tantos y tantas, la democracia reivindicada por el pueblo se ha quedado en un espejismo. Sólo vivió una verdadera democracia este país en algunas fases de la II República, sobre todo, después del triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, pero «poco duró la alegría en la casa del pobre». Era la democracia de la izquierda real, de las clases populares. Los sectores más reaccionarios renegaban de ese modelo y anhelaban que en cualquier momento la «furia cuartelera» le diera un mazazo, como así ocurrió a los pocos meses de nacer uno de los períodos más florecientes y progresistas que han tenido lugar en este país.

El régimen político actual ya nace tarado por la herencia del otro régimen, el de la Dictadura. A pesar de todo, la izquierda formal lo dio por válido, y el pueblo llano se sumergió en la euforia propia de una sociedad silenciada y castigada durante tantos años, y celebró la fiesta de la Democracia, no sin perder de vista a esa amenaza golpista que se convirtió en una permanente espada de Damocles, eso que tan bien representaba el humorista Peridis en sus viñetas.

En principio, a finales de los setenta, los políticos no se reconocían como clase o casta, sobre todo aquellos de los partidos de izquierdas. La corrupción, el clientelismo y el tráfico de influencias no era uno de los grandes problemas de aquel entonces, al menos la ciudadanía no detectaba todas esas lacras. Incluso algún Presidente de Gobierno dimitió, no sabemos si por decencia o por la presión de otros poderes de mayor calado. Pero, la cosa ha ido degenerando hasta llegar a esto que tenemos en donde existe una relación inequívoca entre democracia y corrupción. Todos esos que se sientan en escaños, u otro tipo de poltronas, han ido cogiendo confianza y su perfil, su función y su honestidad se han ido degradando hasta llegar al extremo que hoy nos ocupa. Ya no les importa asumir que son una clase, una clase privilegiada, que llevan 30 años en política, es más, presumen de ello, y se jactan con un vano orgullo de que son nuestros representantes. ¡Vaya representantes¡ ¿Si aquellos que nos representan son unos corruptos quiere decir que toda la sociedad es corrupta? Yo me niego a que me represente gentuza como esa, no me siento representado por ellos, ni les elijo como tales representantes, es decir, me niego a votar en una situación como esta en la que nos encontramos.

El cinismo, el engaño y el desmentido de la evidencia se han convertido en tónica general. El revuelo de las denuncias, por muy escandalosas que sean, tiene una vigencia corta, la que determinen los medios de comunicación. Luego el asunto pasa a los jueces que tardan 10 o 20 años en resolverlo, exculpando a los culpables, o indultándoles después a través de endogámicos procedimientos.

La degradación ha concluido en un esperpento que, aparentemente, es rechazado por una gran mayoría, sobre todo, cada vez que aparece la punta de alguno de los icebergs de todos esos que flotan sobre un mar de mierda. Lo que sería conveniente es que nos acordáramos de estas cosas cuando nos llaman a las urnas a las que aún se acude al sonido de las flautas de esos magos de Hamelín.

Lo que vulgarmente se conoce ahora como «democracia» ha quedado reducido a una segmentación de un sector privilegiado y una masa votante, a modo de compartimentos estancos, con una puerta de comunicación que se abre sólo cuando llaman a las urnas. Luego la puerta se cierra y los elegidos disponen de un largo período para hacer y deshacer a sus anchas sin tener que dar explicaciones a nadie. ¡Quién es el populacho para pedir explicaciones!, pensarán. Lo que no encuentra respuesta, al menos por ahora, es el por qué no se escarmienta, por qué una y otra vez el pueblo llano acepta las condiciones de este sucio juego, o por qué se deja engañar una y otra vez. No escarmientan, no señor. ¿Es esto lo que perderemos?, ¿es esto lo que muchos temen que desaparezca? Pienso que esto de que «está en peligro la democracia» son expresiones vacías y poco meditadas.

Alguien que asuma que esto nos lleva a un callejón sin salida se preguntará: ¿qué se puede hacer para cambiar el estado actual? La situación es compleja, y el margen de maniobra escaso. Rememorando antiguas sentencias: esto si que está atado y bien atado. Algunos movimientos sociales han denunciado esta forma de hacer política y han reivindicado una Democracia participativa, pero todo ha quedado en una simple manifestación o proclama de buenas intenciones. La mayoría aún cree que hay que votar en este contexto, aunque no esgrimen argumento de por qué hay que hacerlo. ¿Votar a esta panda de mangantes? Tal vez los que así se manifiestan teman un resurgimiento de movimientos totalitarios, pero, aunque en estas líneas no hay espacio para argumentar, hay que señalar que las condiciones actuales no son proclives a la aparición de ese tipo de «cobertura política» que fue necesaria en tiempos pasados en los que la producción era la principal fuente de enriquecimiento.

Profundizando en el análisis de la situación que se vive en esto que llamamos países desarrollados, y particularmente en este país nuestro, hay que decir que lo que está pasando responde al agotamiento de un ciclo histórico que estuvo marcado por la actividad productiva y la reinversión del capital acumulado. Ahora ya no es así, ahora estamos inmersos en el mercado del dinero y en la corrupción. El modelo ha enfermado y no se encuentra tratamiento adecuado para su regeneración. Tampoco se vislumbra, desde la razón, una posible alternativa real que le sustituya. Es posible dibujar otro sistema, pero sólo en el terreno de las ideas. Un sistema que cambie radicalmente la trayectoria actual, es decir, estatalizar la economía y encontrar buenos, honrados y verdaderamente representativos gestores que la administren. Sin embargo, como digo, esto sólo es posible en las mentes de los componentes de algunos sectores sociales. Nos encontramos a «años luz» de que esto pueda convertirse en realidad, en el supuesto de que este fuera algún día el deseo mayoritario.

Existe una estrecha relación entre el estado de salud del sistema y la política. Lo mismo que con tantas otras tantas dimensiones: organización social, ideología, cultura, educación, etc. A un sistema socioeconómico en descomposición le corresponde una práctica política corrupta como la que estamos padeciendo ahora. La desorientación y el descontrol es tal en estos momentos que quedan desatendidas prácticas en manos del poder real que a lo largo de la historia han servido para mantener una especie de estado de equilibrio entre dominantes y dominados. Desde Sócrates y Platón ya existía una preocupación por la estabilidad social y establecían pautas sobre el control de la natalidad, por ejemplo.

Si no somos capaces de combatir contra los que ahora nos dominan, utilicemos el único arma que ahora tenemos, no les demos cobertura política, y dejémosles que sean ellos los que nos propongan otro modelo. Visto lo que hay: ¿qué otra cosa podemos hacer?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.