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Qué hacer cuando lo que llaman democracia se cae a pedazos

Fuentes: Las Provincias

«No es el momento de plantear procesos constituyentes». Aunque parezca comedida, es la frase más tenebrosa que podemos escuchar de un gobernante. En este caso fue Alberto Fabra, presidente de la Generalitat Valenciana, y la pronunció arropado por la plana mayor de la institucionalidad autonómica hace apenas unos meses, en octubre del año pasado, durante […]

«No es el momento de plantear procesos constituyentes». Aunque parezca comedida, es la frase más tenebrosa que podemos escuchar de un gobernante. En este caso fue Alberto Fabra, presidente de la Generalitat Valenciana, y la pronunció arropado por la plana mayor de la institucionalidad autonómica hace apenas unos meses, en octubre del año pasado, durante el discurso del «Día de la Comunitat». ¿Por qué el President dedicó tres segundos de su discurso a exorcizar fantasmas constituyentes? Porque sabe, como toda la partidocracia, que la regeneración democrática es ya no sólo una propuesta viable, sino la probable.

Se mire donde se mire todo está podrido. Los profesores de Derecho no sabemos qué explicar en las aulas sin sonrojarnos: el principio de igualdad («Todos los españoles son iguales ante la ley»), con una infanta sin imputar cuando está implicada en el mayor escándalo de corrupción, hasta el momento, en que se ha visto involucrada la Corona; el derecho a un juicio justo, si los grandes gerifaltes de los partidos han salido de rositas por «errores judiciales» después de haber robado a manos llenas; aquello de que están prohibidas las torturas y tratos crueles, si los gobiernos del PSOE y del PP han indultado a los policías condenados por torturar; por no hablar de la vivienda digna, o de la responsabilidad de los poderes públicos y la interdicción de la arbitrariedad… Los partidos políticos del sistema, y los gobiernos que éstos han propiciado, han acabado con cualquier vestigio de lo que llamábamos democracia hasta hacerla irreconocible. La democracia y la partidocracia son dos conceptos muy diferentes: en la democracia gobierna el pueblo (demos), en la partidocracia las oligarquías de los partidos políticos del sistema.

Como en las historias clásicas de detectives, desde el Sherlock Holmes de Conan Doyle hasta la Trilogía en Nueva York de Auster, tenemos un escenario del crimen y mucha gente que miente. De hecho, en nuestra historia, mienten casi todos. Los que no lo hacen es, quizás, porque no se han dado cuenta de que engañar es la única forma de sobrevivir en el estado de naturaleza salvaje. Si para algo sirven las instituciones públicas, como defendía Hobbes, es para darnos seguridad. El hombre es un lobo para el hombre en el mundo salvaje, pero el Estado convierte al hombre en un ser moderado, sensato y capaz de entender que la violencia sólo puede traer violencia. ¿Y si todo falla? La solución no es mirar a un lado, como si no ocurriera o todo fuera admisible porque nada podemos hacer. Qué gran verdad aquella afirmación de Gautama cuando les preguntaba a sus seguidores cómo iban a actuar ante el hombre herido por una flecha envenenada. ¿Detendríamos al médico para preguntarle quién ha lanzado la flecha, si era hombre o mujer, si el arco estaba hecho de madera o de bambú, o si era grande o pequeño? Antes de preguntarse sobre todo ello habrá que sacar la flecha y evitar que se expanda el veneno. Sólo después avanzaremos hacia otro tipo de preguntas.

En nuestra sociedad, hace tiempo que nos preguntamos de dónde viene la flecha, sin que nos atrevamos a extraerla. La gente sufre de la forma como no se conocía en décadas, con millones de personas sin saber qué darán de comer a sus hijos o dónde dormirán mañana, mientras los desalmados se llevan los millones a Suiza bajo la mirada cómplice de quienes se hacen llamar «representantes del pueblo» y sus colaboradores necesarios. «¡Que se jodan!», exclamó la diputada del PP e hija del padrino Carlos Fabra, Andrea, en el Congreso de los Diputados, mientras se aprobaba el recorte de la prestación por desempleo. Le falló el inconsciente, pero al menos fue honesta: muchos piensan lo mismo, pero no se les escapa.

Quien tenga la esperanza de que todo lo que tenemos a nuestro alrededor es reformable no se percata de que la esperanza, que fue la última que se quedó en la caja de los males de Pandora, era otro mal. Es como esperar a que células cancerígenas nos curen. El verdadero cáncer que padecemos es la falta de democracia, y sólo más democracia puede ayudarnos a avanzar frente a políticos corruptos, maquinarias creadas para los intereses privados, especuladores deshonrados y gestores ineficaces. Islandia, cuya crisis era mucho menor que la nuestra, triplicó el pasado año su crecimiento después de meter en la cárcel a banqueros y gobernantes ladrones, y avanzar así hacia un proceso constituyente que, a pesar de sus problemas, ojalá fuéramos nosotros capaces de impulsar. Aquí les hemos dado más dinero y los hemos reelegido en las urnas.

La única solución real ante nosotros es barrer estas sanguijuelas, que se escudan bajo el paraguas de las instituciones y la «democracia» que nos venden, con un tsunami democrático. Crear un frente constituyente, en cuya configuración entrarán todos los verdaderos demócratas del país: así se quitarán las caretas los que, en aras de que no es momento de «perseguir quimeras», en términos borbónicos, no buscan la regeneración, sino cambiar lo justo para que todo siga igual. Un proceso constituyente democrático es la única solución verdadera con que contamos, y serviría para mirarnos a las caras como pueblo y ponernos de acuerdo en qué somos, qué hemos sido y qué queremos ser: plurinacionalidad, derechos sociales, participación, control de los responsables públicos, libertades… Todo está abierto a la discusión si la democracia es real. Tendremos que preguntarnos si queremos avanzar hacia un Estado federal o una nueva identificación de voluntades, sobre cómo llamarnos, monarquía o república… No se trata de reabrir el debate derecha/izquierda que tan bien le ha hecho el juego al bipartidismo: se trata de saber quiénes están con el pueblo y quiénes no. Si no somos capaces de avanzar hacia un proceso constituyente, no cabrá ninguna duda de que nos mereceremos lo que vemos todos los días en la prensa y a nuestro alrededor.

Paul Auster, cuando fue preguntado en un café de Brooklyn sobre lo que inspiraba sus relatos, comentó que «para los que no tenemos creencias religiosas, la democracia es nuestra religión». De hecho, la democracia también es la religión de todos los que no soportan que se tergiverse la verdad para engañar a los necios, y piensan en cómo dejarles a las futuras generaciones un lugar decente donde vivir. Lo contrario es apostar por que todo siga igual de mal.

Rubén Martínez Dalmau (Universitat de València) es Coautor de «Por una Asamblea constituyente. Una salida democrática a la crisis» (Sequitur, 2012).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.