Cuando Leonardo Padura llega al Pabellón Cuba, el cielo amenaza tormenta. Parece que la Feria Internacional del Libro de La Habana tiene esa mala pata: casi siempre coincide con frentes fríos, con días de aire y lluvia, impropios de la imagen que uno tiene del Caribe. Pero esa tarde se presenta la segunda tirada cubana […]
Cuando Leonardo Padura llega al Pabellón Cuba, el cielo amenaza tormenta. Parece que la Feria Internacional del Libro de La Habana tiene esa mala pata: casi siempre coincide con frentes fríos, con días de aire y lluvia, impropios de la imagen que uno tiene del Caribe. Pero esa tarde se presenta la segunda tirada cubana de El hombre que amaba a los perros y el público no repara en el estado del tiempo. El ritual se oficiará en un improvisado auditorio al aire libre, lo que multiplica la amenaza. Aunque puede que en cualquier momento haya que salir corriendo de ahí, la gente aguanta y ocupa todos los asientos. Muchos, de pie, forman un anillo apretado, bordeando la sillería. En los pasillos se perfila otra tormenta. Es posible que los ejemplares disponibles de la novela no vayan a satisfacer la demanda. Peor aún: es muy probable que horas más tarde ya estarán en el mercado negro.
Padura asume su propia presentación. Le explica a los centenares de lectores ahí reunidos algunas de las claves de esta su novela más exitosa. Los editores estaban inquietos porque el texto parecía tener demasiadas explicaciones de un hecho conocido: el asesinato de Trotsky. El autor alegaba que para una porción importante de su auditorio, toda o casi toda la historia sería novedosa. Él mismo -como generaciones enteras en su país- desconocía hasta entonces el grueso de la trama.
Le acaban de dar el Premio Nacional de Literatura. Sin embargo, aquí hay otra especie de premio: el reconocimiento activo de la calle. «Ya es un fenómeno mediático», me dice un joven profesor, bien enterado del mundo editorial. «Hay gente que no ha leído nada de Padura, pero ya saben quién es él y cómo piensa.» La televisión dirá que es el autor más leído en la Isla. Esa tarde, en el Pabellón Cuba -un centro de ferias y conciertos en el corazón de La Habana-, el que también es el escritor cubano vivo más conocido en el extranjero, circula por la realidad de su propio impacto popular: su público, sus lectores, las copias de sus libros, la firma de ejemplares (un plus en la reventa), lo ponen en el centro de su vertiente extraliteraria. Es un líder de opinión y una figura socialmente reconocida en su propio país.
La ceremonia oficial para entregar el Premio Nacional (que en su momento tuvieron Nicolás Guillén, Dulce María Loynaz o Cintio Vitier) es al día siguiente. Padura llega el domingo al fuerte de La Cabaña -frente a la bahía de la capital- con una lista larga de honores. Ya está traducido a más de quince idiomas y en 2010 obtuvo el Premio Roger Caillois que entregan el Pen Club, la Casa de América Latina de París y la Sociedad de Amigos y Lectores del desaparecido crítico y ensayista francés. Antes se lo dieron a José Donoso, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, entre otros.
Padura se pone saco esta vez y lee su discurso. A la hora de los abrazos, su barba encanecida se rodea de otras iguales. Sin embargo, es el Premio Nacional más joven de la última década. Todos los escritores que lo recibieron en ese lapso eran septuagenarios al momento del reconocimiento, con la excepción de Reynaldo González (2003). Al decidirse ahora por un autor de cincuenta y siete años, el jurado mueve la mirada hacia un creador en plena producción.
Al final de sus propias explicaciones sobre su carrera, el escritor siempre pone su infatigable voluntad de trabajo. Me dice que entre lo que se ha dicho y escrito sobre él en las últimas semanas, le gustó especialmente la descripción que de su trayectoria hizo Abilio Estévez: «Nadie como tú para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro.» Me recuerda que no hace sólo literatura, sino que asume su prosa como una función pública. «Eso me ha costado tener algunos debates, haber sufrido algunas incomprensiones, haber recibido incluso críticas y ataques, pero no me he parado por eso. Creo que si escribo es no sólo por algo, sino, también, sobre todo, para algo, y siempre que voy a escribir una novela, un cuento, una crónica, me pregunto antes de empezar: ‘¿qué quiero decir con esto? Para eso escribo. El resto, lo bueno y lo malo, los ataques y los reconocimientos, las suspicacias y las solidaridades, me lo he ganado yo con esa decisión que ha sido, como podría decir mi santo patrón, José María Heredia, la novela de mi vida.» Cita, como suele, al poeta transterrado del siglo XIX, autor de la célebre oda a las cataratas del Niágara, que vivió y murió en México y es el eje de La novela de mi vida (2001), una vigorosa exploración de Padura a las raíces de la nacionalidad cubana.
El creador del detective Mario Conde es de los que cree que mucho está cambiando en Cuba. Dice que se siente feliz si con su trabajo puede ayudar o ha podido hacerlo «a que se abran espacios de comprensión, cercanía, entendimiento de que la literatura y el pensamiento no tienen por qué ser una masa homogénea».
Comparo sus palabras con los tópicos que ha puesto Padura sobre la mesa de los lectores, aunque sólo sean recursos literarios: corrupción en la policía; el drama existencial del veterano de Angola; hostilidad oficial contra los homosexuales; violencia, droga, delincuencia y marginalidad en La Habana; intolerancia y autoritarismo; la larga pervivencia del estalinismo… Ahora escribe Herejes, sobre los riesgos de asumir la libertad individual.
Apartado de las convenciones de la novela negra, ha hecho una crónica social desde la Cuba contemporánea, bajo una estructura de ficción. El hombre que amaba a los perros lleva más de diez ediciones, seis traducciones y otras cuatro en preparación. Al día siguiente de recibir el premio, Padura sólo alcanza dos párrafos en el diario oficial. La novela, que en su venta oficial estuvo a 30 pesos cubanos (1.25 dólares) se ofrece en la calle a 30 pesos convertibles: es decir, 30 dólares, 750 pesos cubanos. Más que el salario de un ministro.