Nuestro gozo en un pozo. Desde las primeras horas de la tarde del miércoles medio mundo celebraba el hecho de que, por fin, la Infanta Cristina, como cualquier plebeya de a pie, tuviera que comparecer ante los tribunales, a consecuencia de las abrumadoras evidencias de sus compromisos con la empresa fraudulenta que regentaba con su […]
Nuestro gozo en un pozo. Desde las primeras horas de la tarde del miércoles medio mundo celebraba el hecho de que, por fin, la Infanta Cristina, como cualquier plebeya de a pie, tuviera que comparecer ante los tribunales, a consecuencia de las abrumadoras evidencias de sus compromisos con la empresa fraudulenta que regentaba con su esposo.
Hasta el corresponsal Nicholas Kamm, de la agencia France Press, titulaba alborozado un reportaje al respecto con esta significativa frase: «Imputan por primera vez en la historia a un miembro de la familia real española». Tampoco se quedó atrás la euforia del coordinador federal de Izquierda Unida (IU), Cayo Lara. El dirigente de esta formación política, en un arrebato, llegó a decir: «Más vale tarde que nunca». Y añadió esperanzado: «Hace mucha falta en este país que haya jueces que tiren para delante con la independencia del poder judicial». Con estas palabras, Lara ponía de manifiesto su creencia de que la «independencia» del poder judicial depende de la voluntad o la benevolencia de magistrados honestos y aguerridos, como si el aparato del Estado no respondiera con fidelidad a los intereses de las clases dominantes. Pero no deben de sorprender las declaraciones ingenuas del dirigente de IU, sobre todo si se tienen en cuenta aquellas otras que formuló hace un par de años en la ciudad de Las Palmas, en las que aseguraba que en España era posible llegar al socialismo de la mano de la vigente Constitución monárquica. (Para leer y escuchar las declaraciones de Cayo Lara pinche AQUÍ).
Las alegrías, sin embargo, duraron muy poco. Apenas unas horas. Es la mala pasada que suelen jugar a los crédulos las ilusiones infundadas. Pronto la larga mano del monarca Juan Carlos Borbón se puso enérgicamente en movimiento para impedir que su hija tuviera que responder a las preguntas de un simple juez de provincias. En una tarde el Borbón, de un manotazo, rompió la imagen que algunos de sus más fieles súbditos habían estado construyendo con tanto esmero durante décadas: su neutralidad como Jefe del Estado y el papel simbólico que la Transición le había encomendado.
Es muy posible que la decisión del juez cogiera al monarca enredado entre sus parihuelas. En una primera comunicación a las agencias de noticias, la portavocía real manifestó que el monarca no comentaba «nunca» las decisiones judiciales. Pero pronto, sin que hubiera margen de discontinuidad, el heredero del Caudillo se recompuso y de un puntapié convirtió aquel «nunca» en un rotundo «siempre que no me toquen las narices». En una nota enviada a las agencias de prensa el borbónico monarca no tuvo el más mínimo reparo en expresar su «sorpresa» ante lo que estimaba como un inaceptable cambio de criterio del magistrado José Castro hacia la Infanta Cristina. Manifestó también, a través de sus intermediarios de la Casa Real, su apoyo al Fiscal, paradójicamente denominado «anticorrupción«, en su iniciativa de impedir que la Infanta deba comparecer ante los tribunales.
Ni que decir tiene, que esta intromisión del monarca en procedimientos judiciales que no le competen pone en evidencia que la «neutralidad» real en relación con los temas de Estado, tan elogiada como virtud de la supuestamente impecable Transición monárquica, no es más que un bluff destinado al encantamiento de ingenuos, o una inteligente artimaña en manos de aquellos que han detentado el poder político y económico durante los últimos 35 años.
El digital «Público», sucesor en la comunicación periodística del hasta hace poco todopoderoso y socialdemócrata «El País«, escribió en la tarde del miércoles que la intromisión del Jefe del Estado en el procedimiento judicial que se sigue contra su hija infanta Cristina es el «primer gran ataque del Rey a la independencia judicial». Esa afirmación no es en absoluto cierta. Con más precisión: es falsa, es una mentira evidente. Durante décadas el monarca español ha sido protagonista de voluminosos y suculentos negocios, que lo han terminado en un hombre que ha acumulado una gran fortuna. Al respecto existe una abundante literatura, fundada en decenas de testimonios de destacados personajes del mundo de la especulación financiera. La documentación al respecto es profusa en libros, entrevistas y documentales. Sin embargo, para la alta magistratura judicial del país esos hechos han sido invisibles, pese a la fecunda divulgación que han tenido en todos los ámbitos. Que sepamos, ninguno de nuestros altos togados se sintió nunca motivado para indagar lo que había de cierto en todo ese acopio de declaraciones, en relación con las presuntas actividades mercantiles del monarca.
Cierto es que nuestra democrática Constitución contiene un aberrante artículo envenenado que consagra la inviolabilidad de la persona del Rey. Es decir, el carácter «injuzgable» de su gestión como Jefe del Estado y como persona. Él no puede ser juzgado. Como su predecesor el Caudillo, solo es responsable ante Dios y la Historia Pero aun desde esa garantía feudal que impregna el articulado de nuestra llamada «Carta Magna», no existe en ella ninguna cláusula que impida a la magistratura del país proceder a la investigación de los presuntos delitos, vinieren de donde vinieren. De manera que la independencia judicial nunca ha podido ser atacada, simplemente porque nunca ha existido.
En España a Montesquieu, de existir en alguna etapa de nuestra historia, lo asesinaron con alevosía el 18 de julio de 1936. Desde entonces su fantasma vaga atónito por las Audiencias judiciales de todo el Estado tratando de encontrar en sus lugares más recónditos el famoso «Espíritu de las Leyes». No acaba de encontrarlo. Posiblemente no lo encuentre jamás, por lo menos en los ámbitos por donde con tristeza deambula.
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