Esta semana se ha celebrado en Yakarta la VI Conferencia Internacional de La Vía Campesina, la mayor organización no gubernamental internacional de campesinos, indígenas y pescadores, fundada en 1993 en Bélgica, que representa actualmente a más de 200 millones de personas de 183 organizaciones en todo el mundo. La cita celebraba 20 años de lucha […]
Esta semana se ha celebrado en Yakarta la VI Conferencia Internacional de La Vía Campesina, la mayor organización no gubernamental internacional de campesinos, indígenas y pescadores, fundada en 1993 en Bélgica, que representa actualmente a más de 200 millones de personas de 183 organizaciones en todo el mundo. La cita celebraba 20 años de lucha por la soberanía alimentaria en pos de una meta: articular una alternativa al régimen agro-alimentario actual, con una agricultura ecológica y sostenible, respeto a los derechos de los campesinos y campesinas y contra el poder de las grandes corporaciones y la complicidad de los gobiernos con éstas.
Un buen ejemplo del trabajo desarrollado en estas dos décadas, y uno de los momentos más emotivos que personalmente he vivido con Vía Campesina, fue una misión a Colombia en 2007. Representantes de distintas comunidades y organizaciones indígenas, campesinas, afrodescendientes y sociales colombianas e internacionales viajamos al Urabá antioqueño. Allí nos reunimos con las comunidades de la cuenca fluvial del Jiguamiandó y Curvaradó, que entre 1996 y 2003 habían sido desplazadas violentamente-cuando no asesinadas-, de sus tierras en varias ocasiones por grupos paramilitares.
Los paramilitares no actuaron solos, sino con el apoyo del Ejército colombiano. Juntos asesinaron, torturaron, secuestraron, bombardearon y quemaron las viviendas de los miembros de estas comunidades. Diez años después, en una demostración de valentía y en medio de amenazas permanentes, estas personas comenzaron lentamente a retornar a sus hogares destruidos. Al llegar se encontraron con que sus tierras y bosques -en los que habían habitado durante más de 120 años- se habían convertido en un desierto verde, sembrado de palma aceitera, ocupado por los mismos paramilitares responsables de las masacres que les empujaron al desplazamiento.
Nuestra delegación internacional se solidarizó con aquellas comunidades de afrodescendientes e indígenas, que habían comenzado a eliminar plantaciones de palma de aceite para recuperar su territorio. Todos juntos nos pusimos entonces a ayudarles a sembrar maíz en defensa de la vida y la soberanía alimentaria.
¿Por qué tanta violencia? El aceite de palma es una materia prima estratégica en el comercio global de los agronegocios ya que es el aceite vegetal más comercializado y consumido en el mundo, como producto alimenticio, industrial y energético. Las consecuencias negativas de los monocultivos de palma aceitera son una realidad no sólo en Colombia, sino también en Indonesia, Malasia, Papua Nueva Guinea, Uganda, Ecuador, Brasil, Honduras y muchos otros países. Un negocio lesivo que vulnera los derechos de las comunidades locales, el Derecho a la Alimentación y causa deforestación, la segunda fuente de contribución a los niveles crecientes de dióxido de carbono en la atmósfera que está causando la crisis climática.
La expansión de la palma es la mayor causa de deforestación en Indonesia, país con la mayor superficie plantada y la cuota de destrucción de bosque tropical más alta del mundo. Según el Forum Permanente de Asuntos Indígenas de Naciones Unidas, 60 millones de indígenas en el mundo corren riesgo de perder sus tierras y medios de subsistencia por la expansión de plantaciones para producir agroenergía.
La solidaridad y el apoyo que La Vía Campesina prestó a aquellas comunidades indígenas colombianas ilustran muy bien el trabajo de esta organización que lleva veinte años apoyando a los pequeños campesinos en vez de sostener los monocultivos agroindustriales. Dos décadas de apoyo a la agroecología -sin tóxicos- y de rechazo a la «Revolución Verde» y los transgénicos para responder a la crisis ecológica del planeta. También 20 años de demandas -la reforma agraria y el fin del robo de las tierras- y de oposición a las políticas de «libre comercio» que han conducido a millones de seres humanos a la migración forzada convirtiendo la alimentación en una mercancía en lugar de un derecho. Por último, veinte años de exigencia del cese de todas las formas de violencia contra las mujeres, quienes, de hecho cultivan la mayor parte de los alimentos en el mundo.
El fruto de este combate es que La Vía Campesina ha logrado posicionar en el debate internacional y en los movimientos sociales el principio de la soberanía alimentaria: el derecho de los pueblos a decidir las características de su modelo agro-alimentario, la igualdad en la distribución de la tierra y el control democrático local sobre los medios de producción. En algunos países muchos de estos principios se han convertido en política pública. Lo que ha caracterizado a este movimiento es la estrategia de confrontación directa con la globalización neoliberal impulsada por las grandes corporaciones e instituciones como la OMC, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.
El G-8, que se reúne ahora en Irlanda, desoirá de nuevo las demandas de los campesinos para acabar con el hambre. Pero por eso resulta tan importante desenmascarar las falsas «soluciones» y apoyar soluciones reales, como las que recoge el «Llamamiento de Yakarta» con el que concluyó el congreso de Vía Campesina, un proyecto que impulsa el sueño de una sociedad basada en la justicia y la soberanía alimentaria.
Tom Kucharz es miembro de Ecologistas en Acción
Fuente: Llamamiento de Yakarta (VI Conferencia de la Vía Campesina Egidio Brunetto – 9 al 13 de junio)