Son muchos los problemas que se acumulan en las universidades públicas en este inicio de curso. Aun a sabiendas de que mi conocimiento de la realidad correspondiente es liviano, y no sin antes pedir perdón por estas reflexiones a vuela pluma –hay quienes saben mucho más que yo de todo esto–, me atrevo a adelantar […]
Son muchos los problemas que se acumulan en las universidades públicas en este inicio de curso. Aun a sabiendas de que mi conocimiento de la realidad correspondiente es liviano, y no sin antes pedir perdón por estas reflexiones a vuela pluma –hay quienes saben mucho más que yo de todo esto–, me atrevo a adelantar algunas ideas sobre uno de esos problemas: las subidas, a menudo espectaculares, operadas en las tasas en los últimos años, acompañadas, por cierto, de diferencias notabilísimas entre la cuantía de aquéllas en las distintas comunidades autónomas, con Madrid y Cataluña en cabeza del expolio de los recursos de padres y alumnos.
Decenas de miles de jóvenes, y acaso de no tan jóvenes, se han visto afectados por esas subidas, que configuran una agresión en toda regla contra el ya de por sí maltrecho principio de igualdad de oportunidades. Estamos ante una manifestación más, en otras palabras, de la lucha de clases desde arriba, toda vez que resulta difícil esquivar la conclusión de que la abrumadora mayoría de los perjudicados exhiben situaciones económicas muy delicadas, mientras, en cambio, los problemas no se revelan en el caso de las familias de clase media y alta. No es difícil apreciar, en la trastienda, una operación de progresivo dinamitado de la universidad pública, con un sordo trabajo de nuestros gobernantes en provecho de las universidades privadas, sin duda beneficiadas –no se olvide– por los altos costos de las matrículas en muchas de las públicas. Y ojo que en la trastienda se hace valer un fenómeno insorteable: cuanto más altas son las tasas, menor es el número de matriculados, de tal suerte que la recaudación, por fuerza, no es la que se esperaba alcanzar a efectos de reducir los déficits que al respecto se invocan como justificación de las medidas adoptadas.
Creo que salta a la vista que el problema es muy grave y que nuestra respuesta ante él resulta, sin embargo, extremadamente precaria. En los hechos, y hasta donde llega mi conocimiento, esa respuesta se ha concretado en convocatorias de huelga que infelizmente a duras penas serán seguidas sino por una minoría de profesores, de personal administrativo y de alumnos. Si los primeros y los segundos siguen inmersos en la lógica corporativa del sálvese quien pueda , los terceros que se encuentran en las aulas universitarias son, por definición, aquellos que han conseguido solventar, mal que bien, el problema de las tasas, con lo que su implicación en eventuales protestas, salvo las honrosas excepciones de siempre, es limitada.
Agregaré que si en los tres estamentos mencionados la respuesta en forma de huelga –ojalá me equivoque– será limitada, tampoco cabe esperar nada de unos equipos rectorales que normalmente han protestado ante la subida de tasas pero que en los hechos no han arbitrado ninguna medida para contrarrestarla. Ni siquiera se puede identificar de su parte algún gesto del tipo del que se hizo valer en la discusión sobre las becas, meses atrás, cuando, frente al Ministerio de Educación, amenazaron con colocar automáticamente en un 6,5 todas las calificaciones medias que, por debajo de ese guarismo, estuviesen por encima de un 5.
Tengo la impresión, sin embargo, de que en un escenario en el que algunas universidades han buscado –creo yo que de manera lamentable– el mecenazgo de particulares dispuestos a costear los estudios de alumnos sin recursos, el margen de maniobra de las autoridades académicas era y es mayor. No tengo constancia, en particular, de que se haya arbitrado medida alguna encaminada a acoger de manera gratuita –en muchos estudios no sería difícil, habida cuenta de la masificación que ya hay: hagamos de la necesidad virtud y asumamos, como provisional mal menor, que donde asisten a clase ochenta bien pueden hacerlo noventa– a los alumnos que no están en condiciones de pagar. Y creo que las medidas en cuestión serían de despliegue sencillo, por mucho que no deba ignorar que los problemas –así, las quejas por eventuales discriminaciones de quienes pagan luego de esfuerzos inconmensurables– no faltarían.
Obligado estoy a subrayar que en el despliegue de medidas como las que invoco los profesores no podemos hacer otra cosa que ejercer la presión correspondiente: de nada serviría que acogiésemos alumnos en nuestras aulas si esos alumnos no hubiesen podido completar antes los trámites que los incorporan burocráticamente a las universidades. Hasta el momento la única forma de resistencia civil que hemos podido oponer en este ámbito ha consistido, en términos prácticos, en reducir el número de alumnos suspendidos. Aunque ello rebaja el vigor de un problema –el costo altísimo, del que no he hablado, de las segundas y posteriores matrículas–, de nada sirve cuando de lo que se trata es de encarar los obstáculos que tienen que superar quienes no pueden atender al pago de nada.
Concluyo: salta a la vista que en un escenario en el que imperan las respuestas corporativas, y en el que la lógica de la autogestión, de la solidaridad y del apoyo mutuo tiene una presencia menor, no estamos a la altura de lo que cabría esperar. Reconocerlo bien puede ser un inicio para empezar a cambiar las cosas.
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