Curioso país este en el que, por arte de no se sabe qué, los fiscales se convierten de repente en abogados defensores y en aguerridos garantes de los intereses de los presuntos victimarios. Claro que cosas como éstas no suceden de manera generalizada, sino sólo cuando se trata de personas muy concretas, todas ellas integrantes […]
Curioso país este en el que, por arte de no se sabe qué, los fiscales se convierten de repente en abogados defensores y en aguerridos garantes de los intereses de los presuntos victimarios. Claro que cosas como éstas no suceden de manera generalizada, sino sólo cuando se trata de personas muy concretas, todas ellas integrantes de los sectores socialmente adscritos a la alta burguesía o a la familia real.
Decimos esto porque el pasado jueves, 14 noviembre, nada menos que el Fiscal Anticorrupción, Pedro Horrach, entregó en el Juzgado de Palma, que investiga el celebérrimo «caso Urdangarin», un escrito en el que sostiene que no existen indicios de delito en la actuación de la infanta Cristina en relación a los negocios de su marido y que, por tanto, no procede su imputación en la causa. Esto ocurrió – asómbrense – antes de que el juez que lleva la instrucción de la causa pidiera la imputación de la princesita. Para que luego digan que los órganos de la justicia no actúan con presteza.
No es la primera vez que el Fiscal Anticorrupción realiza una operación anti natura de estas características. Cuando la hija del rey fue imputada por primera vez por el juez José Castro, en el curso de la pasada primavera, el titular de esta misma fiscalía libró a la aristócrata con velocidad de vértigo del encausamiento y de tener que declarar por las actividades millonarias bajo sospecha de su marido. Y es que desde el peculiar punto de vista de las aristocráticas tradiciones las púdicas y bellas princesitas no deberían ser nunca objeto de interrogatorios a manos de vulgares plebeyos.
Ahora, antes de que el juez Castro pudiera citar nuevamente a Cristina de Borbón, la Fiscalía Anticorrupción, en plena sintonía con los intereses de La Zarzuela, se ha adelantado al zarandeado magistrado instructor para impedir la imputación de la borbónica princesa.
La lluvia de críticas que le han caído encima al fiscal Pedro Horrach lo han obligado a manifestar en público que él «no está actuando para tapar o defender a alguien, sino que obra según la ley y su conciencia», faltaría más. Ni que decir tiene que, por lo menos en público, el impoluto fiscal no ha contado todavía con nadie que se atreviera a hacer una defensa de los designios de la «conciencia» de este funcionario real. Pero ya veremos en los próximos días.
En el escrito entregado en la Audiencia, el fiscal Horrach dice que «nada nuevo ha acaecido –indicio, documento, declaración, dato-«, desde que la Audiencia Provincial decidiera anular la imputación de la Infanta hace meses. Horrach ha advertido que es «imposible» concretar unos hechos «con una mínima apariencia delictiva» en relación con la hija del monarca.
Sin embargo, para los especialistas en Derecho que hemos consultado las opiniones del Fiscal Horrach resultan cuando menos alucinantes. Pero eso en el régimen de monarquía decimonónica imperante parece importar poco, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos tiene la arraigada y razonable percepción de que en este caso, como en otros precedentes, el affaire de la princesa Cristina terminará cayendo en el olvido y en el desinterés público.
Y posiblemente sea eso lo que se pretenda. Aburrir a aquellos técnicos judiciales que, cargando sobre sus espaldas toda la ingenuidad del mundo, creen que en un Estado como este, construido sobre la ilegitimidad de los deseos de un dictador, es posible la práctica neutral de la Justicia. Y, de paso, cansar también a las decenas de miles de lectores que siguiendo el caso como si de una novela por entregas se tratara y que se olvidarán de él cuando comprueben que realmente se trata de una historia de imposible desenlace.
Al fin y al cabo, el Fiscal Anticorrupción enredado en su paradójico papel, siempre podrá recurrir a aquel refrán de rancio abolengo según el cual él «ni quita, ni poner rey… pero defiende a su señor».
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