El día que su propio partido lloraba la muerte de Nelson Mandela, el día que festejaban la Constitución como si no acabaran de aprobar una ley contra los derechos fundamentales, el ministro del Interior parece que se hartó de tanta hipocresía. Y dijo : «Tú pon a miles de inmigrantes ilegales circulando por las calles […]
El día que su propio partido lloraba la muerte de Nelson Mandela, el día que festejaban la Constitución como si no acabaran de aprobar una ley contra los derechos fundamentales, el ministro del Interior parece que se hartó de tanta hipocresía. Y dijo : «Tú pon a miles de inmigrantes ilegales circulando por las calles y verás con quién está de acuerdo la mayoría de la sociedad (…) El debate sobre las concertinas lo tengo ganado».
Esto me hizo recordar de inmediato la circular que el Ministerio de Exteriores alemán extendió a sus entidades en el extranjero tras la Noche de los Cristales Rotos -de la que el pasado noviembre se cumplían 75 años-: «El movimiento migratorio de tan solo unos 100.000 judíos ha despertado ya el interés de muchos países por el peligro judío (…) La afluencia de judíos a todas las partes del mundo provoca la oposición de la población nativa y constituye por ello la mejor propaganda de la política alemana respecto de los judíos. Cuanto más pobre sea el judío inmigrante, y por ello más incómodo para el país que le absorba, más fuerte será la reacción de ese país».
Conviene no frivolizar ni realizar comparaciones exageradas con lo que significó un régimen totalitario como el de la Alemania nazi. Sin embargo, resulta inevitable comprobar que el sentido que hay detrás de las declaraciones de unos y otros resulta demasiado similar. Analicémoslo.
Los nazis del Ministerio de Exteriores, por desgracia, tuvieron razón. Las policías de países como Alemania, Bélgica y Francia, entre otras, colaboraron entre sí antes de la II Guerra Mundial para apresar y deportar a los nuevos indeseables de Europa. Los judíos no lograban más que el rechazo o la indiferencia de la mayoría de los ciudadanos europeos. Por vez primera las personas que huían de sus países por motivos políticos no encontraron un sitio que los acogiera. En Alemania, y en otros países como en Francia, proliferaron los campos de internamiento. La oposición de la población europea a los nuevos inmigrantes dio alas a los nazis, que abrieron también campos de concentración. Como es sabido el siguiente paso, ya secreto, serían los de exterminio.
Se había conseguido transformar la «cuestión judía» en un «problema» que requería soluciones. La legislación a partir de Nuremberg consagró ciudadanos de primera y de segunda, éstos ya sin derechos plenos. Se intentó primero detener en masivas redadas, para luego expulsar, a quienes carecían de los papeles que sus leyes de ciudadanía exigían, con especial atención a gitanos y judíos. Fueron las primeras «soluciones». Pero cuando se encontraron con que cada vez menos países los admitían, no se supo qué hacer con tanto indeseable circulando por las calles. Entonces los dirigentes del III Reich idearon la solución final a su problema: el exterminio.
El ministro Fernández Díaz, como en general hacen las políticas migratorias europeas desde Schengen, se mueven en la misma lógica. Y es que ya sabemos que la victoria de los aliados no acabó de una vez para siempre con determinados modos de actuar, potencialmente peligrosos, que se habían instalado en Europa. Así, se suele decir que tenemos un «problema» con la afluencia de inmigrantes. Intentamos deportar a los que podemos -este mismo martes, sin ir más lejos, hemos tenido una deportación masiva en un polémico vuelo a Nigeria -, instalamos campos de internamiento -los tristemente famosos CIE-, y hacemos redadas en las ciudades para detener «inmigrantes ilegales», aquellos que no desea la sociedad. Hay una diferencia, y es que nuestros indeseables vienen del exterior. Por eso intentamos que no vengan más. Militarizamos las fronteras y colocamos, entre otros artilugios, cuchillas en la valla de Melilla. Asunto «solucionado», al menos por el momento.
Los nazis se escudaron en la complacencia o indiferencia de «la mayoría de la sociedad» europea de su tiempo para perpetrar sus crímenes. Pero hoy no estamos en 1938. Se supone que hemos leído, estudiado, visto películas y documentales, asistido a conferencias sobre todo lo que supuso el horror nazi. Cualquiera con dos dedos de frente sabe lo que supuso el Holocausto. Hemos de ser así capaces de reconocer cuando algunos de los elementos que cristalizaron en él reaparecen en nuestra política. Y hemos de tener la capacidad como sociedad de rechazarlo.
El ministro del Interior acaba de lanzar un formidable envite a la ciudadanía española. Los inmigrantes van a seguir hiriéndose, en ocasiones de muerte, al intentar saltar la valla de Melilla porque vosotros lo queréis así. Es por ello que también seguirán las redadas y los CIE donde, también esta semana, volvió a aparecer una persona ahorcada en su celda . Aramis Manukyan era armenio y padre de una niña de 7 años. Los internos del CIE de la Zona Franca de Barcelona aseguran haber estado escuchando sus gritos durante toda aquella noche tras habérselo llevado la policía de su celda. Como denuncian múltiples organizaciones no es un caso aislado , sino algo que cabe esperar en centros crueles y opacos de este tipo.
¿De verdad es esto lo que quiere «la mayoría de la sociedad» española?
Utilizando el caso de las cuchillas de Melilla, el ministro del Interior se ha atrevido a decir que este es el precio a pagar para no tener nuestras calles llenas de inmigrantes ilegales. Así, sin complejos. Solo le ha faltado verbalizar lo latente para decir «infestadas». ¿Cómo responder? ¿Del mismo modo que gran parte de Europa y Alemania en los años treinta?
Pues no señor ministro. El Gobierno se merece que le demos una lección. No somos tan bárbaros como creen. No somos bestias. Somos seres humanos. Es por ello que muchos rechazamos que se persiga y expulse a las personas por su origen nacional, por su color de piel, por no tener un papel. Es por ello que no estamos de acuerdo con acuchillar a quienes, huyendo de sus países por motivos políticos o económicos, saltan una valla.
Es por ello que nos negamos a admitir el uso de campos de internamiento donde se priva de derechos fundamentales a los detenidos en las redadas, y donde la policía goza de manga ancha para mantener «el orden».
Tampoco admitimos que se vete el acceso de los extranjeros a determinadas profesiones, incluso con este paro, porque sabemos muy bien quiénes son los responsables. Ni que se agudicen las desigualdades de todo tipo por origen nacional. Ni que no compartan aulas con nosotros en nuestras universidades.
Por eso apoyamos también que los inmigrantes se asocien, se reúnan, se manifiesten, voten y puedan ser elegidos, haciendo política para resistir. Porque, en estos días que ustedes sin ninguna vergüenza se atreven a llorar a Madiba, rechazamos cualquier tipo de Apartheid.
Y no solo eso. Nos negamos a una frontera militarizada. A que siga subiendo la cifra de los ahogados en el Mediterráneo. No consentimos que nuestro Estado, con el dinero de nuestros impuestos, con nuestra indiferencia o aquiescencia, apunte con sus armas a hombres, mujeres y niños desarmados que tan solo buscan una vida mejor. Como suele decirse en estos casos, no en nuestro nombre.
Somos realistas. Por eso sabemos que en este globo que gira sobre sí mismo lanzado a miles de kilómetros por hora vamos todos juntos. No es digno, pero tampoco es ya posible a día de hoy, construir el crecimiento a costa del resto. Estamos poniendo fecha de caducidad al planeta, o al menos a nuestra supervivencia en él, con las políticas económicas tan racionales y sensatas que seguimos. En realidad los idealistas peligrosos son quienes creen que se podrá revivir el sueño de la isla europea emplazada como fortaleza en un mar de miseria. En realidad lo más responsable a día de hoy es acoger a los perseguidos, construir de otra manera la economía común y saber que en ello nos va nuestro propio futuro y el de nuestros hijos. Este debe ser el reto que debemos lanzar a nivel europeo. Las migraciones, la libertad de movimiento, existen desde que el ser humano está sobre la Tierra. Sus «concertinas» no las van a parar. Momentos clave de la historia han presenciado grandes migraciones, y aquellos que han sabido dar la acogida como respuesta se han enriquecido y fortalecido con ello.
Demos una lección a Fernández Díaz. En nuestra cotidianidad, en las acciones políticas que emprendamos, en la presión social que generemos contra una deriva abiertamente criminal que, como hace 75 años, busca cómplices entre nosotros. Digamos tan alto y claro como podamos: no, señor ministro.