El proyecto de reforma tributaria, que según los representantes del ejecutivo está llamado a operar un «cambio estructural» en el país a pesar de que solo tocará débil y parcialmente los privilegios de que hoy gozan los poderes fácticos empresariales, ha sido sin embargo suficiente para que la clase dominante y sus acólitos desaten una […]
El proyecto de reforma tributaria, que según los representantes del ejecutivo está llamado a operar un «cambio estructural» en el país a pesar de que solo tocará débil y parcialmente los privilegios de que hoy gozan los poderes fácticos empresariales, ha sido sin embargo suficiente para que la clase dominante y sus acólitos desaten una fuerte y persistente campaña dirigida a torpedear dicha iniciativa.
La base de toda su argumentación es la misma que escuchamos de modo recurrente cada vez que se levanta cualquier propuesta destinada a tornar menos inequitativa la distribución del ingreso en el país, es decir a palear, aunque sea en una mínima medida, la abismal y vergonzosa desigualdad social imperante y persistentemente extremada por las políticas impuestas desde hace cuatro décadas entre nosotros.
Ya sea que se trate de fijar el salario mínimo o, como ahora, el peso y distribución de la carga tributaria, el gran empresariado advierte que en definitiva los que se verán perjudicados son los mismos a quienes se pretende beneficiar, es decir los sectores más vulnerables, y de pasada las PYMES y la «clase media», puesto que tales medidas afectarán necesariamente la inversión, y con ello el crecimiento y el empleo.
Aun cuando se trate de una medida llevada a cabo por un gobierno burgués, motivada por el objetivo de brindar una mayor estabilidad política al sistema, el gran capital pone en práctica una estrategia de contención con el propósito de evitar que este paso pueda ser seguido luego de otro y otro más, hasta el punto de llegar a erosionar el control que hoy detenta sobre el conjunto de la sociedad.
De modo que, si bien estamos lejos de una medida y de un gobierno que busquen poner en cuestión la dictadura que el capital ejerce sobre la sociedad chilena, y que por lo tanto no merecen ser apoyados por ninguna fuerza que se reclame de la izquierda, es claro que las grietas abiertas por la movilización social en el dispositivo de dominación política e ideológica empresarial aun no han sido cerradas.
Por lo tanto, sin brindar ni una pizca de confianza al gobierno burgués de la Concertación, rebautizada ahora como «nueva mayoría», cuyo objetivo fundamental es fortalecer el sistema de explotación capitalista en el país, debemos apoyar todo lo que en el proyecto apunte a tornar menos regresivo el sistema tributario vigente y rechazar todo aquello que, por acción o por omisión, se orienta en la dirección contraria,
Así por ejemplo, son medidas progresivas la tributación sobre las utilidades empresariales devengadas y la eliminación del FUT, pero claramente regresivas la omisión de la principal actividad productiva del país -la gran minería- que goza de trato privilegiado y es fuente de las mayores ganancias, así como la mantención del sistema integrado de impuesto a la renta y la rebaja de la tasa máxima a los ingresos personales.
Lo que tiende a olvidarse, sin embargo, en el marco de este debate, es que si las objeciones que pone el empresariado a aquellos aspectos del proyecto que tienen un carácter progresivo pueden adquirir alguna fuerza persuasiva ello solo se debe al hecho de que el gran capital efectivamente detenta una posición de poder que le permite extorsionar, y de manera impúdica y permanente, al resto de la sociedad.
La hegemonía ideológica del gran capital se expresa, precisamente, en el hecho de que el poder que ejercen sobre el conjunto de la sociedad no es objeto de mayor cuestionamiento. Se asume como algo natural que las decisiones claves para el destino de una sociedad, que son las referidas a la inversión, estén sustraídas al debate público y sean competencia exclusiva de un reducido grupo de individuos.
Esta es la anomalía mayor que explica los males profundos que aquejan a nuestra sociedad, a escala no solo nacional sino también global: la creciente desigualdad social, la opulencia de unos pocos en medio de la miseria de muchos, las continuas tensiones y conflictos que existen entre los diversos grupos de interés que solo buscan beneficiarse a sí mismos, el voraz e insaciable apetito depredador que orienta sus pasos.
Es aquí donde necesitamos impulsar verdaderos cambios estructurales que permitan democratizar la economía y ponerla efectivamente al servicio de las personas, de sus legítimos derechos, intereses y aspiraciones, para poder garantizar a todos una vida digna, confortable y segura. Así, al revés de lo que suele demandar el discurso hegemónico, de lo que se trata es de politizar las decisiones económicas,
Solo así lograremos superar el desquiciado y autodestructivo criterio de racionalidad económica imperante, la valorización del capital, que nos coloca ante una incesante lucha de todos contra todos, para construir en su lugar una convivencia realmente civilizada, basada en la solidaridad y cooperación de todos con todos, a nivel individual y social, y cuyo objetivo supremo no puede ser otro que la valorización de la vida.
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