Dos días después de que se anunciara la abdicación del Rey, cediendo su corona a su hijo y de que miles de personas se manifestaran por todo el país reclamando #ReferendumYA, sobre la forma política del Estado español, muchos han sido los mensajes transmitidos por los poderes públicos, oponiéndose a dicho referéndum. Destacaremos, por su […]
Dos días después de que se anunciara la abdicación del Rey, cediendo su corona a su hijo y de que miles de personas se manifestaran por todo el país reclamando #ReferendumYA, sobre la forma política del Estado español, muchos han sido los mensajes transmitidos por los poderes públicos, oponiéndose a dicho referéndum.
Destacaremos, por su importancia, dos intervenciones, para darnos una idea del marco constitucional que tenemos y decidir, además, si lo queremos. El Fiscal General del Estado manifestó que «lo que está en la Constitución está en la Constitución y lo que no está no existe en la vida política y social de España«.
Probablemente, esta disparatada afirmación pretendió unirse a los numerosos voceros de los dos partidos mayoritarios así como de ciertas altas instituciones del Estado, que repetían una y otra vez que, desde el punto de vista constitucional, el referéndum sobre la forma del Estado es inviable.
En este punto, habrá que aclarar algunos aspectos.
El artículo 92.2 de la Constitución prevé el Referéndum consultivo para someter al escrutinio del pueblo «las decisiones de especial trascendencia». Por lo tanto, sí existe el referéndum, aunque se trate de un mecanismo formal y testimonial, que aparenta dar cabida a la soberanía popular, máxima expresión de un sistema democrático.
¿Por qué decimos esto? Porque el Constituyente dejó atado y bien atado que este referéndum debía ser consultivo y no vinculante; porque dichas «decisiones de especial trascendencia» se podrán someter a consulta popular sin que su resultado, teóricamente, alteren las decisiones ya tomadas o las que están por tomar.
Porque el pueblo, a través del referéndum, tiene expresamente vetada su participación directa en la revisión de la Constitución, sino sólo a través de sus representantes en el Congreso y en el Senado, a quienes votan cada cuatro años.
Por lo tanto, el artículo 92.2 de la Constitución existe, pero no establece un referéndum sino un plebiscito, que serviría para confirmar las decisiones ya tomadas o para sondear antes de tomarlas. Este sondeo previo podría suplirse, además, con el procedimiento de encuestas, menos costoso y laborioso que promover una consulta popular plebiscitaria.
Su redacción inicial, Anteproyecto de la Constitución (B.O.C 5 de enero de 1.978) incluía la posibilidad de que el pueblo, mediante referéndum, aprobara una ley ya votada por las Cortes Generales o derogara leyes en vigor. El resultado de dicha consulta sería plenamente vinculante, de obligado cumplimiento a todos los ciudadanos y a todos los órganos del Estado.
Desde el 5 de enero hasta el 28 de Octubre de 1.978 el referéndum inicialmente diseñado sufrió una importante mutación hasta convertirse en un plebiscito: meramente consultivo, sin efectos para aprobar normas o derogarlas.
A lo largo de todos esos meses, el Poder Constituyente se debatió entre permitir técnicas de democracia directa o establecer un sistema puramente representativo o democracia indirecta. Ya vemos cómo se decantó por la segunda fórmula.
El segundo mensaje, digno de mención, no es otro que el transmitido por la la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, en respuesta a un diputado de IU, Jesús Enrique Iglesias, quien trató de llamarle la atención sobre el clamor popular; miles de personas estaban cuestionando que la jefatura de Estado transcurriese automáticamente de un Rey a otro (su hijo), sin pasar por un debate previo.
Respondió la vicepresidenta que la pretensión de que se consulte primero a los españoles, sin ajustarse a los procedimientos de revisión establecidos en la Constitución, es como «merendarse la cena, empezar por el final».
¿Por qué dijo eso? Porque la reforma total o sustancial de la Constitución, esto es el modelo de Estado, la forma política (Monarquía parlamentaria), los Derechos Fundamentales y la Corona, sólo podría ser propuesta por una mayoría de 2/3 de cada Cámara; tras este trámite, se disolverían las Cortes y las nuevas elegidas tendrían que redactar un nuevo texto constitucional, que sería sometido a referéndum para su ratificación.
Es decir, en palabras de la vicepresidenta, el pueblo sólo estaría invitado a cenar, siempre y cuando haya sobrado algo de la comida y de la merienda.
Esto es lo que tenemos, una Carta Magna diseñada por un Poder Constituyente temeroso de que el pueblo expresara su opinión y participara directamente en el sistema democrático, una Constitución del miedo y de la desconfianza; del miedo porque sabemos de las presiones de todos los poderes fácticos (sobre todo el ejército) internos e internacionales que condicionaron su redacción.
De la desconfianza, porque pensaron que el pueblo no estaba capacitado para decidir sobre asuntos importantes para la convivencia democrática, tras su sojuzgamiento durante casi 40 años de dictadura.
El cambio que se reclama desde la calle no es otro que un proceso constituyente, en el que cabría debatir acerca de los mecanismos de democracia directa, sobre la soberanía popular, que parece que en este siglo XXI se ha quedado reducida a su mínima expresión, pues el traje que nos proponen para adaptarnos a las necesidades actuales, ya nos quedó pequeño.
Fuente: http://www.lamarea.com/2014/06/06/referendumya-pleibiscito/