La mancha de la raza. Carta a un niño rumano (Cambalache, 2014)
En un estante del local de nuestro colectivo, una carpeta guarda cientos de dibujos. Los han ido pintando un puñado de niñas y niños que, durante varios años, se arrimaban muchas tardes a preguntar si podían coger unos folios reciclados y el estuche de las pinturas y, así, ponerse a dibujar en cualquier rincón del local. A veces venían por separado. Pintaban a solas, sigilosamente, y traían solícitamente el resultado en busca de aprobación. Otras veces irrumpían en grupo, y en bastantes de esas ocasiones la algarabía que se montaba -difícil de compatibilizar con otras actividades del local-, provocaba que terminasen en la calle. Los dibujos eran sustituidos entonces por juegos en la acera, o en el sucedáneo de plaza que hay al dar vuelta a la esquina. Pero, a pesar del enfado que provocaban sus tumultos, no tardaban en volver a entrar en el local a pedir hojas y pinturas. De vez en cuando revisaban con orgullo la carpeta con todos los dibujos.
Ahora estos niños y niñas ya no vienen. Han dejado de vivir en el portal de al lado. Probablemente sus familias tuvieron que abandonar -tras varios meses sin pagar el alquiler- los pisos donde estaban instaladas. En aquella época, también los adultos -generalmente las madres-, entraban en el local para que les echáramos una mano en cubrir las matrículas escolares; o para que les tradujéramos el contenido de una carta certificada.
Las familias hacían vida en las aceras, ocupaban la calle de una forma que estaba siendo olvidada en la ciudad. La abuela, en su silla, a veces mendigando, otras contando historias o, simplemente, observando el panorama. Decía que quería dinero para irse a morir a Rumanía. Por la tarde acompañaban a la abuela algunas de sus hijas y sobrinas. Las niñas y niños pululaban alrededor con sus juegos y peleas. Y, al anochecer, interrumpían la diversión para acompañar a sus madres en la tarea de rebuscar en las basuras, a la pesca de cualquier cosa aprovechable.
Ahora estos niños y niñas ya no vienen. Hay quienes se han vuelto a su país de origen. Pero la mayoría no están lejos. Solo han cambiado de barrio. Aún nos encontramos, en el rastro que se celebra los domingos por la mañana en el parque del Campillín de Oviedo, a Dani, Larisa, Christian, Marinela… Cualquiera de ellas podría ser Dragan, el niño al que se dirige Marco Aime en este libro en forma de carta. Dragan es, también, un gitano rumano. Así se les llama.
A Dani, a Larisa, a Christian, a Marinela, les podríamos contar cosas parecidas a las que Marco cuenta a Dragan desde Italia. Podríamos contarles que, en otra época, eran millones las personas que, procedentes del Estado español, emigraban a América u otros países de Europa. Podríamos hablarles de esa falta de memoria sobre la emigración, de esa desmemoria que facilita la instalación del racismo aquí y ahora. Podríamos hablarles -como hace Marco con Dragan- de la historia del fascismo en Europa, en Italia, en España, del exterminio basado en la raza. Podríamos hablarles del racismo de Estado que, hoy en día, a través de las políticas migratorias, de la tolerancia cero, del civismo, somete a la población migrante y la presenta como enemigo interno, como fuente de inseguridades y peligros.
No les resultarán extrañas estas palabras a los niños y niñas a las que las dirigimos. Sus cuerpos ya están marcados por la experiencia de la miseria, de los controles racistas de identidad, de los dedos manchados en tinta.
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