La saga cinematográfica «El señor de los anillos» es una de las franquicias de medios más exitosas de la historia del cine. Su estreno tuvo lugar apenas tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, en un occidente marcado a nivel filosófico por las premisas imperialistas del «choque de civilizaciones» acuñadas […]
La saga cinematográfica «El señor de los anillos» es una de las franquicias de medios más exitosas de la historia del cine. Su estreno tuvo lugar apenas tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, en un occidente marcado a nivel filosófico por las premisas imperialistas del «choque de civilizaciones» acuñadas por Samuel Hunttinton en su tan, lamentablemente, influyente obra de 1996. En vísperas al estreno de la última entrega de su precuela, «El Hobbit», conviene reflexionar acerca de los significados políticos que esconde el discurso de esta adaptación cinematográfica, que a comienzos del siglo XXI adquiere diferentes implicaciones respecto de la novela escrita a mediados del pasado siglo.
En la Trilogía en cuestión se nos muestra una Tierra Media, de cultura fundamentalmente anglosajona, cuya seguridad peligra debido a una amenaza que supuestamente proviene «del Este». Conforme a este escenario, el relato se articula en torno al clásico motivo del viaje de un héroe (Frodo), enviado por un mandatario (Gandalf) con el fin último de la salvación del mundo (occidental).
En el universo recreado por Peter Jackson en 2001, se nos muestran diferentes criaturas divididas en los dos bandos maniqueos clásicos: el bien y el mal. Del lado del bien encontramos una serie de «razas» o «pueblos» que coinciden en una cualidad racial: sus rasgos físicos caucásicos, así como en ser habitantes de lugares ricos y fértiles (La Comarca, Rivendel, Gondor…). Del lado del mal, por el contrario, encontramos una amalgama de criaturas vinculadas por su salvajismo, exotismo y misticismo, que habitan en lugares desolados e improductivos (Mordor).
La Tierra Media «desarrollada»
Dentro de las criaturas asociadas al bien encontramos una categorización definida por una degradación en clave físico-espiritual, dentro siempre de la propia raza blanca. En el estrato superior tenemos a los elfos, criaturas con cualidades sobrehumanas, envestidas de un halo de pureza casi religiosa, evidenciada en sus conductas ascéticas así como en su inmortalidad. Esta superioridad no podía sino corporeizarse en la «raza aria» que J. A. Gobineau definió en su «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas» (1853-1855), tan influyente en el devenir sociopolítico mundial del último siglo.
En el siguiente estrato encontramos a la raza que domina la «Tierra Media», los hombres, un pueblo mortal y corruptible por el poder y los bienes materiales, que se muestra dividido ante la ausencia de una autoridad patriarcal adecuada. Su falta de pureza espiritual se materializa en caracterizaciones físicas que aceptan variaciones respecto a la del ario clásico, tales como tonos de pelo morenos y castaños, así como ojos oscuros en algunos casos.
Por último, estarían los «hobbits» y los enanos, dos razas diferentes que podríamos calificar como «subhumanas» en esta clasificación gradual, en la medida en que presentan una cualidad que resulta ser un defecto trascendental en un género cinematográfico caracterizado por la veneración extrema de las destrezas físicas como es el de aventuras: la enanez. Ambas razas aparecen embestidas de tintes cómicos ligados a esta cualidad, así como a su debilidad por los placeres terrenos de la bebida y la comida, que los sitúan en el polo puesto del de los «superiores» y ascéticos elfos.
La Tierra Media Subdesarrollada
Por otro lado, el bando del «mal» se encuentra integrado fundamentalmente por una especie antropomorfa, el orco, cuya caracterización es elocuente en tanto que coincide con la atribuida en el imaginario occidental imperialista al subdesarrollo: salvajismo, precariedad, negritud, fuerza bruta, irracionalismo.
Los orcos son criaturas animalizadas, presentadas normalmente viviendo entre la suciedad, en situación de penuria y de sobreexplotación a cargo de sus amos. Su armamento se presenta oxidado y deteriorado, en contraste con la pulcritud y sofisticación que ostentan los ejércitos de hombres y de elfos, entroncando con lo que podríamos denominar una estética de la miseria.
Resulta llamativo en esta especie el hecho de que sea la única cuyos personajes estén interpretados por actores de rasgos indígenas. Concretamente, la presentación en la primera entrega de la trilogía de la subespecie «Uruk-hai», se realiza a través de un personaje interpretado por el actor mahorí neozelandés Lawrence Makoare. Este supuesto guerrero se caracteriza por su gran tamaño y potencia física, así como por su tez negra y su nariz ancha y chata. El indigenismo de esta especie se hace más evidente además, en la medida en que sus integrantes lucen pinturas identitarias en sus cuerpos que recuerdan inevitablemente a grupos tribales africanos, americanos u oceánicos.
A su vez, estos son caracterizados como una masa descerebrada que avanza entre gruñidos de forma descoordinada y carente de estrategia. Esto los aleja de cualquier cualidad intelectual, animalizándoles en bestias que en varios momentos recurren entre ellos a la práctica más alejada de lo humano que se concibe en la cultura occidental: el canibalismo.
Este cúmulo de características coinciden exactamente con el estereotipo del negro africano elaborado en el imaginario colonial europeo, que sirvió para justificar la explotación de esta raza y de tantas otras, presente en obras célebres, tanto literarias como cinematográficas, tales como «Robinson Crusoe» (1719), las diferentes entregas de «Tarzán», o «Mogambo» (1953), y que aún hoy opera de forma más sofisticada en productos informativos y publicitarios que inciden de manera reiterativa en el Sur del Mundo (y en el África subsahariana especialmente) como espacio de caos, violencia, y barbarie tribal, eludiendo toda explicación histórica o contextual de su realidad.
Por otro lado, destaca el hecho de que los únicos hombres que forman parte del bando asociado al mal, los «haradrim», estén caracterizados con ropajes orientales similares al estereotipo del árabe sarraceno: visten con turbantes, túnicas largas bajo las corazas, y aparecen en batalla montando «olifantes» (elefantes gigantes con cuatro colmillos). Dentro de ese exotismo ecléctico con el que se trata de caracterizar a estos guerreros, encontramos que su comandante luce su rostro y su cuero cabelludo completamente pintados (o tatuados) y con numerosos piercings y escarificaciones en su piel, buscando burdamente una estética que a ojos eurocéntricos sugiera un «salvajismo étnico».
Es fácil observar, por tanto, el componente abiertamente racista que vertebra el universo de «El Señor de los Anillos», pero si sumamos esto al elemento narrativo que motiva la acción de los héroes protagonistas: el peligro que se cierne sobre el «mundo de los hombres» a cargo de ese compendio de fuerzas salvajes, exóticas y místicas que vienen supuestamente del Sur y del Este del mundo, se puede vislumbrar una alegoría acerca de los peligros que, desde la óptica del imperialismo occidental, amenazan su dominio económico-militar sobre el planeta.
La épica de guerra que vertebra los films aboga por esa unión de la civilización (blanca) contra la barbarie (negra), que culmina con la exclamación del personaje protagonista Aragorn ante las tropas que dirige en su discurso previo a la batalla final: «[…] por todo lo que vuestro corazón ama de esta buena tierra, yo os llamo a luchar, ¡hombres del oeste!», o lo que podríamos explicitar aún más aportando el sinónimo «¡occidentales!» a esta última exclamación, en lo que supone un llamamiento simbólico a la etnia blanca a defenderse de la supuesta amenaza sur-oriental.
En este sentido, el discurso intrínseco de este producto cinematográfico, generado en las entrañas del aparato industrial de Hollywood a las órdenes del gran capital, entronca con las tesis vinculadas al supremacismo blanco contemporáneo, dedicado entre otras cosas a advertir sobre la vulnerabilidad en la que supuestamente se encuentra la raza blanca en la actualidad, respecto a la percepción de virtuales «amenazas» como la inmigración o el crecimiento económico de países orientales. En su universo fantástico, esta franquicia de medios codifica la ideología imperialista dominante a principios del siglo XXI, así como sus temores respecto a la pérdida de una hegemonía lograda mediante el dominio militar y el expolio sistemático.
Sería de gran interés comparar los films con la novela escrita entre finales de los años 30 y 40 para observar las constantes discursivas que entonces operaban, así como aquellas que se han visto redefinidas medio siglo después.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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