Es costumbre en la cultura islámica recordar al difunto a los cuarenta días de su muerte, aunque Saleh Almani, cuyo apellido significa ‘laico’, no era en absoluto devoto. Falleció el 3 de diciembre del año pasado en Valencia, una muerte absurda le segó repentinamente la vida cortando el prolífico caudal de su quehacer y dejando […]
Es costumbre en la cultura islámica recordar al difunto a los cuarenta días de su muerte, aunque Saleh Almani, cuyo apellido significa ‘laico’, no era en absoluto devoto. Falleció el 3 de diciembre del año pasado en Valencia, una muerte absurda le segó repentinamente la vida cortando el prolífico caudal de su quehacer y dejando inacabada la traducción al árabe de tres novelas. Era un traductor incansable y genial que en cuarenta años de actividad vertió al árabe 117 obras, entre las que se encuentra lo más granado de la novela iberoamericana, tanto es así que es difícil no encontrar un título traducido por él en las librerías que hay desde Tetuán hasta Bagdad. Se dice que Mahmud Darwish dijo de él: «Las traducciones de Almani son un patrimonio nacional que hay que conservar».
Saleh Almani era palestino pese a haber nacido en 1949 en un campo de refugiados de Homs (Siria). Era un hijo de la Nakba cuya familia había sido expulsada de Tarshija, en Galilea, y que llegó en camión a Siria tras pasar por el Líbano. Solía recordar su ‘aldea’ y la historia de su vecina, Fátima Harawi, recientemente fallecida, que perdió ambas piernas al derrumbársele la casa encima por un ataque israelí, quizá por eso se quedó. Tuve ocasión de visitarla en su casa de piedra, de las pocas que perduran, donde postrada en la cama me enseñó una foto de niña con un hermano de Saleh, el vecino, que guardaba dentro de una caja de galletas que alcanzó de la mesita de noche. Sin embargo Saleh no pudo realizar su sueño de volver a su ‘aldea’, hoy desfigurada y con otro nombre, pues las fuerzas de ocupación israelíes le impidieron en 2014 entrar en Palestina a recibir del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, un premio de reconocimiento a su labor.
Saleh Almani vino a estudiar a España en 1970 y, aunque no acabó los estudios de medicina, tuvo el acierto de traducir al árabe El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez (por lo que Jalil Sweilih lo apodó ‘el traductor con rango de coronel’), y publicarla en Beirut en 1979, tres años antes de que al colombiano se le concediese el premio Nobel de Literatura (posteriormente tradujo sus obras completas a excepción de El otoño del patriarca). Así empezó a labrarse un nombre con mucho esfuerzo; era un traductor sui generis: leía mucho, elegía el título, lo traducía, contactaba al autor para obtener los derechos de autor y finalmente buscaba un editor. Tenía, por tanto, no sólo el mérito de traducir, y traducir bien, sino también el de seleccionar las obras (en una entrevista afirmaba que sólo traducía aquellos libros que le gustaban). Por eso, su nombre como traductor se convirtió en un sello de calidad tan importante como el propio autor y en reclamo para que el público árabe leyese literatura iberoamericana. Su nombre irá ligado para siempre a la novela latinoamericana y española por delante de hispanistas reconocidos que no han llegado a un público tan amplio. A él se debe que la biblioteca árabe incluya las mejores páginas de Vargas Llosa, Antonio Skármeta, Eduardo Galeano, Eduardo Mendoza, José María Merino, Isabel Allende, Manuel Rivas o Luis Landero, entre muchos otros, como si estuvieran escritas originalmente en árabe y en un estilo similar, el de Saleh Almani, pues, como señalan algunos críticos, es tan honda la huella del traductor que apenas se detectan diferencias de estilo entre los diversos autores.
Salvo los años que pasó en España, Cuba y Corea del Norte, Saleh vivió y se desarrolló en Siria. Allí estudió filología árabe en la Universidad de Damasco, trabajó en la Agencia de Prensa Palestina, en la Embajada de Cuba en Damasco y finalmente en la sección de traducción del Ministerio de Cultura sirio y en la Agencia General Siria del Libro jubilándose en 2009. Era activo en las cafeterías de Damasco y en las ferias del libro de los países árabes donde se codeaba con periodistas y escritores. Con el inicio del conflicto sirio en marzo de 2011, a raíz de las primeras manifestaciones «pacíficas», entraron varias balas por la ventana de su casa en Muadamiya al Sham, un barrio a las afueras de Damasco que rápidamente cayó en manos de los rebeldes y tuvo que abandonar.
Invitado por la Escuela de Traductores de Toledo y la Universidad de Castilla la Mancha pudo abandonar Siria y refugiarse en España. A partir del año 2012 y hasta su muerte ganó premios prestigiosos de traducción: Gerardo Cremona 2015, premio Abdul-Aziz de traducción 2016, premio Sheij Hamad de Qatar 2017 y participó como miembro del jurado de los premios Poker de ficción árabe en su décima edición; sin embargo quería volver a reencontrarse con Siria, en parte por el factor humano, pero también para poner en marcha su otro sueño truncado: una Casa del Traductor, proyecto que había iniciado antes de empezar la guerra. Aquí tuvo el mayor reconocimiento internacional de su vida, pero también fue duramente criticado, hasta después de muerto, por parte de aquellos que dicen defender la libertad en Siria e insultan a quien se posiciona firmemente del lado del Ejército Árabe de Siria.
Los restos de Saleh Almani yacen en Valencia; ni en Palestina, su patria, ni en Siria, su hogar de acogida. Sus traducciones, patrimonio nacional a conservar, perdurarán en las librerías, pero el coronel de la traducción no leerá esto que le escribo.