De la serie: El «Triángulo de las Bermudas» por el que navega Cuba. Acumulación de problemas propios, doble filo del bloqueo y reflujo de la izquierda latinoamericana.
Aunque permanentemente se compromete a redoblar los esfuerzos para hacerlo, el socialismo cubano no aprovecha todos los recursos humanos y materiales propios en función del desarrollo de sus fuerzas productivas. En el primer artículo de esta serie,[1] se hizo un merecido reconocimiento a sus éxitos en la investigación y el desarrollo científico. Diferente es el resultado de la producción agropecuaria e industrial y de otros sectores de la economía, con respecto a los cuales me viene a la mente la imagen de una cocina que funciona con lo que aquí llamamos «gas de la calle». Cuando «se va» el «gas de calle», de golpe, se apagan las hornillas. La economía cubana «se apagó» de golpe cuando cesaron las relaciones comerciales, de cooperación y colaboración con la Unión Soviética y demás miembros del CAME. De nuevo «se apagó», no toda pero sí gran parte de ella, cuando se redujeron drásticamente las relaciones con Venezuela y demás miembros del ALBA‑TCP, y con otros países latinoamericanos gobernados por la izquierda y el progresismo, debido al derrocamiento, la derrota o la traición, según el caso, de ocho de esos diez gobiernos, y la intensificación del asedio a los dos restantes.
Las preguntas son: ¿encontrará Cuba en algún otro país o grupo de países ayuda solidaria equiparable a la que recibió de esas dos fuentes externas? ¿Será Cuba esta vez capaz de crear su propia «fábrica de biogás» para mantener encendida «sus hornillas» con independencia, o menor dependencia, de fuentes externas? ¿Sería descabellado pensar que, si se levantara el bloqueo, los Estados Unidos podrían ser nuestro nuevo «proveedor principal», en virtud de las relaciones económicas y comerciales que se establecerían, incluido un turismo masivo?
El elusivo despegue del desarrollo económico de Cuba se debe a un conjunto de factores entre los que resaltan: su pequeña masa territorial y escasez de recursos naturales; el subdesarrollo derivado del pasado colonial y neocolonial; la destrucción causada por fenómenos meteorológicos; la injusticia y la desigualdad del orden económico internacional; el derrumbe del bloque euroasiático de posguerra nucleado en torno a la URSS;[2] la situación por la cual atraviesa la Revolución Bolivariana de Venezuela; el cambio en el mapa político continental adverso a la izquierda y el progresismo; y, por supuesto, el impedimento más dañino de todos, el genocida bloqueo unilateral y extraterritorial estadounidense. Estos factores, y otros que se podrían añadir, tienen un elemento común: Cuba no los puede obviar. Una parte de ellos está fuera de su control —ejemplo, su pequeña masa territorial—, otra parte solo puede tener solución a largo plazo —ejemplo, vencer el subdesarrollo—, y la tercera parte depende de su interacción con otros actores —ejemplo, normalizar las relaciones con los Estados Unidos—. Sin embargo, no todos los problemas de Cuba encajan en estas categorías. Hay una cuarta categoría que abarca, tanto lo que pudimos haber hecho y no hicimos, como lo que hoy podemos hacer y no hacemos, con nuestros propios recursos, por pocos que sean.
Entre 1960 y 1972, Cuba recibió de la Unión Soviética las armas, el petróleo y los créditos para defenderse de las agresiones, neutralizar los efectos del bloqueo estadounidense y hacer sus primeros ejercicios de prueba y error en función del desarrollo económico. De 1972 a 1985, Cuba mantuvo con la URSS y otros miembros del CAME una relación muy favorable. Además, entre 2004 y 2016 estableció una relación mutuamente ventajosa con Venezuela —que fue decisiva para remontar lo peor del período especial— y con otras naciones latinoamericanas gobernadas por la izquierda y el progresismo, al tiempo que multiplicó e intensificó los intercambios comerciales con la República Popular China. Sin embargo, no logró aprovechar, ni la primera ni la segunda de esas dos etapas, para echar los cimientos de un desarrollo económico y social sobre bases propias. Tanto cuando contó con relaciones externas propicias para potenciar sus fuerzas productivas, como cuando ha tenido que valerse solo de sus propios medios, el Estado cubano ha dispuesto de márgenes de maniobra para adoptar y cumplir las decisiones que ha estimado convenientes, de manera que la actual situación económica y social de la nación no solo es resultado de factores ajenos, sino también de acciones y omisiones propias.
No es inconcebible que se llegue a producir un cese del bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba, si se tiene en cuenta que ha habido dos procesos de normalización de relaciones entre ambos países, uno en el gobierno de Gerald Ford (1974‑1977) y el de James Carter (1977‑1981), y el otro durante el segundo mandato de Barack Obama (2009‑2013‑2017). ¿Podría el levantamiento del bloqueo ser la panacea de las dolencias de la economía cubana? Esta interrogante nos obliga a plantearnos otras: ¿puede el cumplimiento de las metas históricas de la Revolución cubana depender de que el gobierno de los Estados Unidos «decida» o «no decida» levantar el bloqueo, sea por interés propio, por presión internacional o por una combinación de estos y/u otros elementos? ¿Qué pasaría si el bloqueo nunca cesa? ¿Le sería imposible a la Revolución cubana cumplir sus metas? ¿Se vería obligada a renunciar a ellas? ¿Acaso el cese del bloqueo implicaría el fin de los intentos de destruirla? ¿No siguen los Estados Unidos hostigando a China, con la que estableció relaciones diplomáticas el primero de enero de 1979? ¿No siguen hostigando a Rusia, devenida país capitalista el 25 de diciembre de 1991? ¿No indica la mejoría en las relaciones de los Estados Unidos con Cuba en el gobierno Obama, y su reversión por parte del gobierno de Trump, que la política de ese país hacia el nuestro no necesariamente mantendrá una línea estable?
Por todos los problemas planteados, es preciso establecer la diferencia entre nuestro derecho y nuestro deber de luchar contra el bloqueo, y nuestras expectativas de lo que se puede esperar y lo que no se debe esperar del levantamiento del bloqueo.
El contexto regional del diferendo Cuba‑EE.UU
Para los Estados Unidos, la Revolución cubana es, al mismo tiempo, un obstáculo a su ambición anexionista histórica, un desafío geopolítico en la región que considera su «traspatio natural», y un tema de política interna en gran medida manipulado mediante organizaciones contrarrevolucionarias «cubano‑americanas», creadas y aupadas por interés de los sectores ultra reaccionarios de los grupos de poder de esa nación. Estos tres elementos desempeñan papeles determinantes en la política de los Estados Unidos hacia Cuba en sentido general y, por supuesto, rigen la posición estadounidense en todo proceso de normalización de las relaciones bilaterales ya desarrollado o por desarrollar.
El triunfo de la Revolución cubana, el primero de enero de 1959, se convierte en un obstáculo al afianzamiento de la dominación continental de los Estados Unidos en el momento en que este país creía contar con condiciones ideales para ello. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial —en virtud del cual deviene la principal potencia imperialista del planeta— y el estallido de la guerra fría —utilizada para establecer dictaduras militares y gobiernos autoritarios civiles dóciles a sus dictados—, le permiten imponer su hegemonía en el continente. Una de estas acciones, el derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz en 1954, que liquidó a la Revolución guatemalteca de 1944, fue utilizada por los Estados Unidos para imponer en la OEA el derecho de injerencia y suprimir el principio de no intervención, que había sido plasmado en su Carta en virtud de la influencia de la entonces aún reciente creación de la ONU. Era la culminación de un largo y accidentado proceso de construcción de un sistema de dominación continental, iniciado con la Primera Conferencia Internacional de las Repúblicas Americanas en 1889‑1890.
En los primeros años de la segunda posguerra mundial, la ampliación y afianzamiento de la dominación estadounidense sobre América Latina avanza más rápido en los ámbitos político y militar que en el económico. Ello obedece a que la prioridad era la reconstrucción de la capacidad productiva de sus aliados en el viejo continente, a tono con la guerra fría y la «contención del comunismo». En eso concentra la exportación de capitales y mercancías. De modo que, si bien aprovecha su nueva supremacía mundial para extender y fortalecer su dominación continental, los recursos disponibles para esa empresa eran limitados.
Dos factores abren las puertas de par en par a la penetración económica estadounidense en América Latina a finales de la década de 1950. Uno es el avance de la reconstrucción industrial europea occidental, que obliga a los Estados Unidos a reorientar y diversificar sus relaciones económicas internacionales. El otro es la caída de la demanda mundial de productos primarios, que se había elevado durante la guerra y el inicio de la posguerra, la cual asesta el golpe definitivo a los proyectos desarrollistas que América Latina emprendió a raíz de la Primera Guerra Mundial e intensificó durante la Gran Depresión. De ello se deriva que, por una parte, los Estados Unidos ya estén en condiciones de asumir por completo la función de potencia neocolonial hegemónica de América Latina, dejada vacante por Gran Bretaña desde 1929, y por la otra, que las frustradas élites criollas sean más proclives a aceptar la nueva penetración foránea.
Cuando los Estados Unidos creen haber vencido todos los obstáculos que se interponían a la materialización del sueño de sus «padres fundadores», de expandir su dominación a todos los confines del continente, la Revolución cubana emerge como formidable escollo a sus ambiciones. La demostración de que un pueblo latinoamericano y caribeño podía escribir su propia historia, fue el catalizador de un renovado auge de las luchas populares en la región. Desde ese momento, las prioridades de la política estadounidense hacia América Latina serían destruir al proceso revolucionario cubano, y aniquilar a las fuerzas políticas y sociales que en otros países inician una nueva etapa de lucha popular.
El repertorio estadounidense de acciones colectivas de aislamiento y bloqueo contra Cuba canalizadas mediante la OEA se agotó relativamente rápido: en 1959 se produjo la «reafirmación del apoyo colectivo a la democracia representativa»; en 1960 la Declaración de San José; en 1962 la expulsión de Cuba del Sistema Interamericano; y en 1964 la ruptura colectiva de relaciones diplomáticas, consulares y comerciales. Las acciones de fuerza son de dos tipos: acciones concebidas para producir un derrocamiento inmediato o a corto plazo; y acciones de estrangulamiento con fines de venganza —causar daño y sufrimiento al pueblo en represalia por la resistencia— y como estrategia de destrucción a largo plazo. El menú de las acciones para un derrocamiento a corto plazo también se agotó bastante rápido. Fueron las primeras acciones de sabotaje y terrorismo dirigidas por una fuerza de tarea creada por la CIA en 1960; la invasión por Playa Girón en 1961; la Operación Mangosta a continuación de la derrota de Girón; la colocación del mundo al borde de una guerra nuclear durante la Crisis de Octubre de 1962; y las bandas contrarrevolucionarias que operaron hasta su erradicación a finales de la década de 1960. La estrategia de aislamiento político, bloqueo económico y comercial —no solo bilateral, sino también extraterritorial—, y de fabricación de una «disidencia», es la que se mantiene hasta el presente, constantemente ampliada y endurecida.
En síntesis, cuando a finales de la década de 1950 los Estados Unidos esperaban recibir a plenitud los beneficios de su recién afianzada dominación neocolonial en América Latina y el Caribe, inesperadamente, tendrían que dedicarle tres décadas a: 1) intentar aniquilar a la generación revolucionaria latinoamericana forjada al calor de la Revolución cubana; 2) desarticular las alianzas sociales y políticas construidas en el período desarrollista; y, 3) sentar las bases de la reestructuración de las sociedades y la refuncionalización de los Estados de la región, basada en la doctrina neoliberal. Estas fueron las funciones de los Estados de «seguridad nacional» que asolaron al subcontinente entre 1964 y 1989.
Los Estados Unidos sufrieron una nueva frustración a raíz de dos crisis terminales interrelacionadas, ocurridas entre finales de la década de 1980 e inicios de la década de 1990, a saber, la del socialismo real en el bloque euroasiático de posguerra nucleado en torno a la URSS, y la de la insurgencia revolucionaria en América Latina como medio para conquistar el poder del Estado mediante lo que Gramsci llamó la «guerra de movimientos». Por ambos motivos, los Estados Unidos se «afilaron los dientes» para —¡Ahora sí! ¡Esta vez sí!— recibir a plenitud los beneficios de su dominación continental y, con tal propósito, entre 1989 y 1993, desplegaron todo un gran diseño de reestructuración del Sistema Interamericano. Sin embargo, el resultado fue contraproducente para ellos, porque se crearon condiciones sin precedentes para la reforma social progresista y/o para la revolución mediante lo que, en términos gramscianos, sería la «guerra de posiciones».
Pese a que en las nuevas condiciones, ni la lucha armada como medio para conquistar el poder, ni la matriz soviética de simbiosis Partido‑Estado asumida por la Revolución cubana para ejercer el poder conquistado, son referentes de los proyectos y procesos reformadores o transformadores emergentes en América Latina, Cuba continúa siendo el más formidable obstáculo a la dominación de los Estados Unidos en el subcontinente, no solo por su resiliencia frente al bloqueo, sino también por su capacidad de interactuar, de manera solidaria y mutuamente ventajosa, con los nuevos proyectos y procesos políticos. Eso ejerce una influencia determinante en la política de los Estados Unidos hacia Cuba, incluido todo lo que, explícita y/o implícitamente, sus grupos de poder quisieran «recibir» en un proceso de normalización de las relaciones bilaterales.
El primer proceso de normalización de relaciones en su contexto regional
En comparación con la década de 1960, antes del primer proceso de normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba la correlación latinoamericana de fuerzas había cambiado a favor de la izquierda y el progresismo, en virtud del posicionamiento de los gobiernos del general Juan Velasco Alvarado en Perú (1968‑1975), el coronel Omar Torrijos en Panamá (1968‑1981), el presidente Salvador Allende en Chile (1970‑1973) y el presidente Héctor Cámpora en Argentina (1973),[3] y de las cuatro naciones entonces recién independizadas del Caribe anglófono: Barbados, Guyana, Jamaica, y Trinidad y Tobago, que no solo restablecen relaciones con Cuba en desacato a la prohibición impuesta por la OEA en 1964, sino también, junto a México, demandan que se levante esa prohibición. Además, al cambio de actitud de los Estados Unidos con respecto a Cuba contribuye el hecho que, tras el aniquilamiento de la guerrilla del comandante Ernesto Che Guevara en Bolivia, asesinado el 9 de octubre de 1967, no hubo auge de la lucha armada hasta la toma del poder por fuerzas revolucionarias en Granada y Nicaragua, el 13 de marzo y el 19 de julio de 1979, respectivamente, y el subsiguiente estallido del llamado conflicto centroamericano.
Elier Ramírez Cañedo retoma que el 12 de noviembre de 1969, a finales del primer año de gobierno de Richard Nixon (1969–1973‑1974), el secretario de Estado, Henry Kissinger, decía al presidente: «un entendimiento con Cuba sobre secuestros no alteraría el status de nuestras relaciones con el gobierno de Castro».[4] El motivo de ese diálogo era que el fomento de la piratería aérea como arma contra la Revolución cubana se había vuelto contra Estados Unidos, que necesitaba negociar un acuerdo con el gobierno de Cuba para erradicar los secuestros de aviones y barcos, pero Nixon se resistía a hacerlo. Finalmente, el citado autor reseña: «El 15 de febrero de 1973, después de muchos meses de negociación, los dos países firman por intermedio de la embajada Suiza en La Habana un ‘Memorándum de Entendimiento sobre secuestros aéreos y marítimos y otras ofensas’».[5]
En los estertores del segundo gobierno de Nixon —interrumpido por su renuncia a la Presidencia el 9 de agosto de 1974 para evitar un impeachment por parte del Congreso—, Kissinger emprendió «movimientos discretos de acercamiento a Cuba» con el fin de evitar que el gobierno de los Estados Unidos quedase aislado en la votación que, más temprano que tarde, se realizaría en la OEA para levantar las sanciones de 1964. Con avatares de por medio, las conversaciones secretas entre los emisarios de Kissinger y los del gobierno de Cuba facilitaron que en la XVI Reunión de Consulta de la OEA, efectuada en San José, Costa Rica, el 25 de julio de 1975, la diplomacia estadounidense no quedase aislada: «Estados Unidos votó, junto a otras 15 naciones, una resolución que permitía a los estados miembros terminar con las sanciones contra Cuba de manera individual si lo deseaban y establecer el tipo de relaciones que estimaran conveniente».[6] Sin embargo, dos acciones solidarias de Cuba, a saber, una resolución a favor de la independencia de Puerto Rico presentada, en agosto de 1975, ante el Comité de los 24 de la ONU, y la llegada de tropas cubanas a Angola en noviembre del mismo año, fueron consideradas por Ford y Kissinger como impedimentos para continuar la normalización de las relaciones.
Gerald Ford perdió la elección presidencial el 2 de noviembre de 1976 frente al candidato demócrata James Carter. Así sintetiza Ramírez Cañedo la esencia del proceso de normalización de relaciones durante la administración Carter:
«En 1977 se negociaron los problemas menos candentes en las relaciones bilaterales, pero a partir de 1978 el proceso de `normalización´ de las relaciones empezaría a congelarse e incluso a retroceder, pues los temas más espinosos de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos no serían resueltos, al tiempo que se fue imponiendo en el seno de la administración demócrata la idea de condicionar el avance del proceso de normalización de las relaciones a la `moderación´ del activismo internacional de Cuba, allí donde se afectaran los intereses de los Estados Unidos en el marco del conflicto Este-Oeste, criterio defendido por el asesor para Asuntos de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski.
No obstante, pese a que se observó un congelamiento del proceso de `normalización´ por parte de la Administración demócrata, el diálogo y la cooperación en determinadas áreas continuó hasta fines de 1980. Asimismo, continuarían los intercambios culturales, académicos, científicos y deportivos. Por su parte, las conversaciones secretas más extensas y continuadas entre ambos países tuvieron lugar en el año 1978 (New York, Washington, Atlanta, Cuernavaca y La Habana).
En 1979 hubo un impasse retomándose las discusiones en enero, junio y septiembre de 1980, todas celebradas en La Habana.
Pero ya para 1979 las tensiones en las relaciones bilaterales y en el contexto internacional, marcado por el retorno a una etapa de mayor confrontación entre la URSS y los EE.UU., habían provocado que Carter firmara una nueva directiva presidencial sobre Cuba que sustituía la de marzo de 1977. Esta sería la Directiva Presidencial/NSC-52, elaborada por Brzezinski y firmada por el Presidente el 17 de octubre de 1979. En ella, quedaron delineados cuatro objetivos específicos: 1. Reducir y a la larga sacar a las fuerzas militares cubanas desplegadas en el extranjero; 2. Socavar la ofensiva cubana en pro del liderazgo en el Tercer Mundo; 3. Lograr que Cuba se contuviera respecto a la cuestión de Puerto Rico, y 4. Impedir la intensificación de la presencia soviética en las fuerzas armadas cubanas. Como se ve era una directiva totalmente hostil hacia Cuba. Lo interesante es que a pesar de su existencia, en 1980, en medio de la crisis migratoria del Mariel, Carter volvió a utilizar la diplomacia secreta con Cuba y a través de emisarios que viajaron a la Isla a sostener conversaciones privadas con el Comandante en Jefe, Fidel Castro, hizo la promesa que si salía reelecto en la elecciones de noviembre, en los primeros meses de su segundo mandato avanzaría como nunca antes hacia la normalización de las relaciones.»[7]
En otro de sus artículos, con gran acierto Ramírez Cañedo concluye:
«[…] si bien Carter estaba valorando un acercamiento diplomático a Cuba en caso de salir reelecto, este iría acompañado de la amenaza militar a la Isla para proteger los intereses fundamentales de los Estados Unidos en la región. Otro elemento para pensar con poco optimismo en la posibilidad de un entendimiento entre los Estados Unidos y Cuba, pues la manida política estadounidense del garrote y la zanahoria no había dado resultado ninguno con Cuba.»
En apoyo a esta conclusión de Ramírez Cañero, quiero añadir lo siguiente:
No creo que si Cuba hubiese llenado un «expediente de buena conducta» mediante la «moderación de su solidaridad internacional», el resultado del proceso de normalización con la administración Carter hubiese sido distinto.
Influida por la breve «ola moralista» desatada por la publicación de Los Papeles del Pentágono (1971), el Escándalo de Watergate (1972) y la revelación del rol de la administración Nixon en el golpe de Estado en Chile de septiembre de 1973, la plataforma de política hacia América Latina de la administración Carter se basaba en los informes de la Comisión Linowitz, publicados en 1974 y 1976, respectivamente. Las recomendaciones más relevantes contenidas en el informe titulado Las Américas en un mundo en cambio o Informe Linowitz I,[8] eran: reconocer la erosión del poder mundial de los Estados Unidos; abandonar la llamada relación especial con América Latina; apegarse a la doctrina de no intervención, y adoptar un enfoque «global» en las relaciones con los países de la región. El Informe Linowitz I sugiere aprovechar la estructura institucional de la OEA para promover el respeto a los derechos humanos y evitar los conflictos interregionales o mediar en ellos cuando surjan. Este informe llega a decir que «con relación al futuro de la OEA —incluso su estructura, liderato y localización—, los Estados Unidos deben guiarse principalmente por las iniciativas y los deseos latinoamericanos».[9]
Elaborado por solicitud expresa de Carter, ya en su condición de presidente electo, el informe titulado Estados Unidos y América Latina: próximos pasos, más conocido como Informe Linowitz II,[10] aboga por la conclusión urgente de la negociación de los Tratados del Canal de Panamá, hace varias recomendaciones en materia de derechos humanos, invita a la administración Carter a «reabrir un proceso de normalización de relaciones con Cuba»,[11] llama a reducir la transferencia de armas y evitar la proliferación nuclear en la región; aboga por un prisma de «comprensión de la situación y reclamaciones latinoamericanas», y se pronuncia por el estrechamiento de los intercambios culturales entre los Estados Unidos y América Latina. De toda esta agenda, a duras penas Carter pudo concretar la firma de los Tratados del Canal de Panamá.
Como resultado de la ofensiva de la «nueva derecha» contra el gobierno de Carter, si bien los Tratados del Canal de Panamá se firman el 7 de septiembre de 1977, ello ocurre con gran retraso y con múltiples imposiciones onerosas a Panamá. Por su parte, el proceso de normalización de relaciones con Cuba se revierte en 1979. A lo dicho por Ramírez Cañedo sobre la Directiva Presidencial/NSC-52, se podría agregar que Carter le ordenó a todas las agencias del gobierno de los Estados Unidos realizar un análisis exhaustivo de las relaciones con Cuba para cerrar las «lagunas» (loopholes) que encontraran en el bloqueo, las cuales pudiesen ser aprovechadas por Cuba, decisión que podría incluso considerarse como antecedente de las leyes Torricelli y Helms‑Burton.
La supuesta «no intervención» de Carter para defender el «interés nacional» de los Estados Unidos en conflictos armados en diferentes puntos del planeta, se convierten en blanco de los ataques de la «nueva derecha» y la «mayoría moral» liderada por Reagan, gran parte de ellos dirigidos contra Cuba, en especial, por la ayuda militar brindada a Etiopía a partir del 25 de noviembre de 1977, y su solidaridad con los gobiernos de Granada y Nicaragua, y con las organizaciones revolucionarias centroamericanas.
Antes del abandono de la política latinoamericana recomendada por la Comisión Linowitz, el gobierno de Carter carece de voluntad para promover la defensa de los «derechos humanos» y la «democratización» en Centroamérica, donde la represión practicada por las dictaduras militares de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras agudiza la crisis política, económica y social. El inmovilismo de Carter llega al punto de no haber retirado siquiera el apoyo a la tiranía somocista cuando ya es evidente su crisis terminal. Visto retrospectivamente, los cuatro años del único mandato presidencial de Carter es un período que los círculos de poder de los Estados Unidos se conceden para «exorcizar» el demonio de Richard Nixon, tras el cual le facilitan la entrada del demonio mayor: Ronald Reagan. En realidad, los primeros dos años del gobierno de Carter prueban ser suficientes para completar el exorcismo que, por demás, distó mucho de ser exhaustivo.
Gregorio Selser asegura que a Carter le correspondió cumplir dos tareas incompatibles entre sí: por una parte «a finales de 1976 había una necesidad de bañarse en aguas lustrales, purificadoras de pecados comprobados y de otros no tan sabidos»,[12] es decir, había que restaurar la credibilidad del sistema político estadounidense, y por otra parte, era necesario recurrir a la fuerza para reafirmar la supremacía mundial de los Estados Unidos. Esa necesidad de proyectar una imagen de «paloma» y ejecutar una política de «halcón» es la que mueve a Selser a decir que «la política exterior de Carter semejará el rostro bifronte de Jano, con Brzezinski oficiando de ‘halcón’ y el secretario de Estado Cyrus Vance, de dulcificada ‘paloma’».[13]
La administración de Ronald Reagan impuso una solución de fuerza a las disputas sobre el rumbo estratégico que adoptarían los Estados Unidos a partir de la década de 1980. En relación con la disyuntiva acerca de la conveniencia de adoptar una política interna y externa conciliadora o agresiva, Reagan mantuvo una postura invariable de uso de la represión y la violencia. Con Reagan no habría un «balance de poder mundial» como había propuesto Kissinger años antes. Los aliados tendrían que compartir los costos —más que los beneficios— de la dominación mundial, mientras que a la URSS se le disputaría hasta su derecho a existir, por lo que la doctrina de la contención del comunismo fue sustituida por la doctrina de la reversión del comunismo (roll back), y para desestabilizar y destruir a los Estados y/o gobiernos «enemigos» se creó la Fundación Nacional para la Democracia.
La contraparte ultraderechista a la propuesta de los Informes Linowitz I y Linowitz II, que sentaron las pautas incumplidas de la política hacia América Latina de la administración Carter, fue el Documento del Comité de Santa Fe,[14] que sirvió de plataforma de la política latinoamericana del gobierno de Reagan. Este comité llamó a destruir las revoluciones cubana, nicaragüense y granadina; intensificar la guerra contrainsurgente en El Salvador, Guatemala y Colombia; utilizar la lucha contra el narcotráfico como pretexto para aumentar la presencia militar estadounidense en América Latina; criminalizar a la izquierda y desplegar todo tipo de presiones para imponer la reestructuración neoliberal. En este contexto, el ex general Alexander Haig, el primer secretario de Estado de Reagan, acusaba a Cuba de ser «la fuente» del conflicto centroamericano y la amenazaba con «ir a la fuente», es decir, con una agresión militar directa. Para fomentar un «clima favorable» al endurecimiento extremo de la política de amenaza, hostilidad, aislamiento y bloqueo la administración creó la mal llamada Radio Martí e «institucionalizó» al lobby anticubano.[15] En las siguientes tres décadas los sucesores de Reagan, George H. W. Bush (republicano, 1989‑1993), William Clinton (demócrata, 1993‑1997‑2001) y George W. Bush (republicano, 2001‑2004‑2009), mantuvieron la política de incremento constante de la política de hostilidad, aislamiento político y bloqueo económico contra Cuba.
Bush (padre) hizo el intento inicial de aprovechar el derrumbe del bloque euroasiático de posguerra para asfixiar a la Revolución cubana. A tal efecto, pretendió imponer en el continente un statu quo similar al de la década de 1960, cuando se excluyó a Cuba de todos los espacios multilaterales del continente e impuso la ruptura colectiva de relaciones bilaterales con ella. A partir de la adopción del Compromiso de Santiago de Chile con la Democracia y con la Renovación del Sistema Interamericano (1991) y de la aprobación del Protocolo de Washington (1992), mediante el establecimiento de la «cláusula democrática», entendida como «cláusula capitalista», Bush erigió un valladar para excluir a Cuba de los espacios multilaterales latinoamericanos y caribeños, y una vez asentada esa política reminiscente de la sanción de 1962, desató una campaña de presión a los gobiernos del continente para dañar y provocar la ruptura de sus relaciones bilaterales con Cuba, en el espíritu de la sanción de 1964. En esencia, Bush (padre) trató de hacer girar hacia atrás las manecillas del reloj de la historia del aislamiento político y el bloqueo económico contra Cuba. Entre sus múltiples acciones para cerrar las «lagunas» del bloqueo resalta la aprobación de la Ley Torricelli, respaldada por el candidato presidencial demócrata William Clinton, su oponente en la elección de noviembre de 1992.
Clinton aplicó la Ley Torricelli aprobada por Bush (padre) y, como sus antecesores, restringió la inmigración legal y estimuló a la emigración ilegal como arma contra Cuba, en este caso, cuando la Isla atravesaba los peores momentos del período especial, lo que derivó en la llamada crisis de los balseros de 1994. Entre sus acciones anticubanas resalta la aprobación, en diciembre de 1996, de la Ley Helms‑Burton. Sin alterar la esencia del bloqueo, sino para reforzar el uso del llamadoCarril II, es decir, el carril de la erosión, la socavación y el resquebrajamiento internos, autorizó los intercambios pueblo a pueblo y, en enero de 1999, anunció la ampliación de las categorías de personas autorizadas a recibir remesas de los Estados Unidos, el establecimiento de nuevos puntos de origen y destino de vuelos chárter a Cuba, el aumento de los intercambios académicos, científicos y deportivos, manifestó disposición de restablecer el servicio postal, y debido a la presión del lobby agrícola, autorizó ventas de alimentos con restricciones.
George W. Bush recrudece las presiones para promover la condena a Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU; crea la Comisión para la Ayuda a una Cuba Libre, presidida durante su primer mandato por el secretario de Estado Collin Powell —que emitió su primer informe en mayo de 2004— y en su segundo mandato por la secretaria de Estado Condolezza Rice —que emitió un segundo informe en julio de 2006—; suspende en 2004 las conversaciones migratorias; impone restricciones extremas a los viajes y al envío de remesas a Cuba, y al otorgamiento de visas a las y los ciudadanos cubanos. En virtud de las presiones del lobby agrícola, tras ser azotada por el huracán Michelle —a raíz del cual ofreció ayuda humanitaria en términos condicionados que fueron rechazados por Cuba—, se aprobó la venta de alimentos a la Isla con restricciones rigurosas.
Para ubicar en el contexto continental las políticas anticubanas de Bush (padre), Clinton y Bush (hijo), remitámonos a la periodización de elementos predominantes que caracterizan la etapa de la historia de América Latina abierta entre 1989 y 1991:
1. Entre 1989 y 1994, durante la presidencia de Bush (padre) y los dos años iniciales del primer mandato de Clinton, el elemento predominante de la situación política de América Latina y el Caribe es la restructuración del sistema de dominación continental, basada en la imposición de la democracia neoliberal y de mecanismos transnacionales de control y sanción de «infracciones».
2. Entre 1994 y 1998, durante los dos últimos años del primer mandato y los dos primeros años del segundo mandato de Clinton, los elementos predominantes de la situación política continental son dos procesos paralelos: el agravamiento de la crisis estructural y funcional del capitalismo latinoamericano, provocado por el cambio cualitativo en el sistema de dominación; y el auge de la lucha de los movimientos sociales contra el neoliberalismo, parte importante de los cuales devienen movimientos social‑políticos.
3. Entre 1998 y 2009, en los dos últimos años de la presidencia de Clinton y a lo largo de los dos mandatos de Bush (hijo), el elemento predominante de la situación política regional es la elección de gobiernos progresistas y de izquierda, que logran capitalizar los efectos sociales y políticos de la concentración de la riqueza y aprovechar los espacios políticos formales de la democracia burguesa.
Continuará.
Notas:
[1] Roberto Regalado: El «Triángulo de las Bermudas» por el que navega Cuba. Acumulación de problemas propios, doble filo del bloqueo y reflujo de la izquierda latinoamericana (I). Planteamiento de la hipótesis, en La Tizza.
[2] En vez de la tradicional alusión al «bloque europeo» o «bloque europeo oriental», prefiero hablar de «bloque euroasiático» porque la URSS era una unión de repúblicas europeas y asiáticas, y porque, al igual que sucedió en el «bloque», también sucumbió el socialismo real en Mongolia.
[3] Héctor Cámpora renunció a la presidencia para facilitar que Juan Domingo Perón fuese electo a ese cargo en septiembre del propio año 1973.
[4] Elier Ramírez Cañedo: «Ford, Kissinger y la normalización de relaciones con Cuba» (primera parte), en alainet, 25/02/2011. (Consultado 7–4–2021).
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Elier Ramírez Cañedo: «Carter y sus directivas presidenciales sobre Cuba», en www.granma.cu, 18/10/2016. (Consultado 7–4–2021).
[8] Comisión sobre las Relaciones Estados Unidos — América Latina (Comisión Linowitz): Las Américas en un mundo en cambio (Informe de la Comisión sobre las Relaciones de los Estados Unidos con América Latina o Informe Linowitz I), Washington D. C., octubre de 1974, en Documentos №2, Centro de Estudios sobre América, La Habana, 1980.
[9] Ibíd.: p. 51.
[10] Comisión sobre las Relaciones Estados Unidos — América Latina (Comisión Linowitz): «Los Estados Unidos y América Latina: próximos pasos» (Segundo Informe de la Comisión sobre las Relaciones de los Estados Unidos con América Latina o Informe Linowitz II), en Documentos №2, Centro de Estudios sobre América, La Habana, 1980.
[11] Con respecto a Cuba, el Informe Linowitz II dice: «[…] los representantes de la administración deberían indicar a los representantes cubanos que Estados Unidos está dispuesto a levantar su embargo sobre alimentos y medicinas y entablar negociaciones posteriores con Cuba sobre toda la gama de cuestiones en disputa, siempre que Cuba dé garantías satisfactorias de que: (1) daría una respuesta pública rápida y apropiada (como la liberación de los prisioneros estadounidenses); (2) sus tropas están siendo retiradas de Angola y no participarán en intervenciones militares en ningún lugar; y (3) respetará los principios de autodeterminación y no intervención en todas partes, y explícitamente con respecto a Puerto Rico».
[12] Gregorio Selser: Reagan: Entre El Salvador y las Malvinas, Mex‑Sur Editorial, México, 1982, p. 51.
[13] Ibíd.: p. 41.
[14] El Documento del Comité de Santa Fe o Santa Fe I. Después se elaboraron otras tres versiones: Santa Fe II, III y IV.
[15] Para conocer las opiniones del autor sobre cómo la administración Reagan «corrió hacia la derecha» el fiel de la balanza de la sociedad estadounidense en la década de 1980, véase a Roberto Regalado: América Latina entre siglos: dominación crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (edición actualizada), Ocean Sur, México, pp. 157‑164.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/doble-filo-del-bloqueo-i-cc941c630d7e