Charles Andrew vive en Barcelona, en la calle. Es lo que ahora se llama un ‘sin techo’. Durante unas protestas independentistas en Barcelona fue detenido cuando tenía medio cuerpo dentro de un contenedor de basura. Él dice que estaba rebuscando basura aprovechable y de hecho entre sus pertenencias había numerosos objetos recuperados así. Unos policías municipales lo sacaron a la fuerza del contenedor y lo acusaron de estar quemándolos y de haber prendido también fuego a unas papeleras. Era una acusación muy sospechosa porque ese día a esa hora no ardió ningún contenedor ni ninguna papelera en la ciudad. Aún así un juez ordenó su ingreso en prisión. Se pasó cinco meses en la cárcel hasta que por fin otro juez lo puso en libertad. En el juicio, hace unos días, el fiscal pidió para él seis años de cárcel. Finalmente ha sido absuelto por la absoluta y evidente falta de pruebas.
Quien se atreva a decir que al final no ha sido condenado porque la justicia ha funcionado solo puede ser un malnacido insensible. Pasar cinco meses en prisión sin haber hecho nada es una barbaridad. Vivir después muchos meses más asustado, en espera de juicio y con el riesgo de acabar seis años en prisión, un suplicio inexplicable. Pero con Charles no ha fallado el sistema. No se trata de un error humano. Los policías que lo detuvieron sin motivo, el juez que lo mandó a prisión y el fiscal que intentó hundirle la vida no se equivocaron al azar. Si Charles no fuera un indigente que vive en la calle comiendo las sobras de los restaurantes que rescata de la basura no habría vivido este calvario. Seguramente ha influido también que los hechos sucedieran durante unas protestas independentistas, pero su caso es un ejemplo terrible del modelo de sociedad egoísta, clasista y despiadada que defienden los (cada vez más derechizados) poderes fácticos de nuestro país.
¿Alguien cree que el hijo de un juez se pasaría nunca cinco meses en la cárcel porque unos policías lo han visto rebuscando algo y lo acusan sin prueba alguna? Es imposible. Mucho menos que el caso llegara a juicio y el fiscal pidiera seis años, nada menos, de cárcel. Los que se llenan la boca reivindicando la presunción de inocencia del rey emérito pese a las pruebas evidentes de que es un tipo deshonesto y ladrón son los mismos que minimizan encarcelar sin pruebas a un indigente. Ese es el modelo de sociedad que están imponiendo entre jueces, fiscales, policías, empresarios y en general quienes ejercen cualquier tipo de poder. El aparato estatal, bajo su retórica vacía plagada de alusiones a la independencia de los jueces, el respeto al Estado de derecho y el valor de los derechos humanos, machaca despiadadamente a los débiles mientras protege a los poderosos
En una sociedad solidaria y humanista orientada hacia el bien común las personas sin hogar que sobreviven en la pobreza merecen una especial atención pública. Son más vulnerables que nadie y por eso mismo los poderes públicos deben protegerlas preferentemente. Una sociedad con valores humanos se vuelca en atender a los más débiles, a los pobres a quienes la vida trata peor porque es una exigencia de justicia social. No hay libertad que valga si a la hora de luchar por ella no partimos todos de un mínimo de igualdad efectiva.
Frente a ello, el liberalismo que intentan imponer las élites, y que seduce irresistiblemente a los que aspiran a serlo, se basa justo en lo contrario. La mayoría de quienes tienen poder y una vida económicamente desahogada desprecian a los pobres. Hacen fortuna a su costa y precisamente por eso, los miran con superioridad y cierto temor. Por eso no les tiembla la mano a la hora de meter a un indigente en la cárcel. Vivimos en una sociedad en la que la policía se ceba impunemente en las personas más vulnerables. Actúan como guardianes de los poderosos y no se cortan a la hora de maltratar, incluso físicamente, a quienes viven en la pobreza más absoluta. Menos aún en acusarlos falsamente.
Estos días están protestando los trabajadores del metal de la provincia de Cádiz. Es la última industria relevante en una provincia arruinada hace tiempo con unas tasas de desempleo inaceptables. Los obreros que ven peligrar su sustento han cortado algunas calles y carreteras. El Ministerio de Interior no ha dudado en enviar una tanqueta militar –en concreto un blindado medio sobre ruedas cedido por el ejército de tierra– a frenar las protestas en la barriada Río San Pedro de Puerto real, uno de los lugares más empobrecidos del sur de España. El vehículo pasa entre las calles de la humilde barriada con un policía subido en la torreta que dispara a discreción pelotas de goma prohibidas en muchos lugares por su peligrosidad. Nunca veremos este tipo de vehículos, con su carga simbólica, patrullando por los barrios elegantes de Madrid o Barcelona, por mucho que sus habitantes corten el tráfico o se salten un confinamiento epidemiológico. La mano dura sólo se usa con los débiles. Se usa en Cádiz cuando los estudiantes que saben que en sus ciudades no tienen ningún futuro se unen a los trabajadores empobrecidos. El Estado parece querer resolver con represión y amenazas los problemas estructurales derivados de la pobreza. Para quien no cree en el ideal igualitario ni en la solidaridad social es más fácil reprimir a los pobres que crear condiciones que permitan a todo el mundo una vida digna.
Hay que frenar esta deriva excluyente del Estado democrático o será demasiado tarde. En la imaginación popular las dictaduras están dirigidas por un sátrapa personalista que, prácticamente solo, impone su voluntad al país. La realidad es mucho más compleja y todos los sistemas totalitarios se han sostenido siempre con el apoyo del aparato estatal y las élites económicas, únicos beneficiados reales del régimen. Actualmente, las alternativas de extrema derecha, tras su máscara de nacionalismo y tradición, propugnan sistemas liberales en los que la sociedad se orienta exclusivamente al bien de unos pocos: dejamos fuera a los inmigrantes que se mueran en la pobreza; bajamos los impuestos para que sólo quien tenga recursos económicos pueda acceder a servicios esenciales de calidad; privatizamos servicios públicos para que con ellos se enriquezcan unos pocos y no toda la sociedad. Es un modelo que se sustenta en la desigualdad y contraviene los valores del Estado social y democrático de derecho. Pero ha impregnado ya nuestras instituciones y se manifiesta en decisiones sesgadas que prostituyen las normas jurídicas en beneficio siempre de la misma minoría poderosa.
El derecho del Estado democrático es el instrumento que permite que la sociedad elija su propio destino, encaminándola al bien común. Requiere que la participación sea real, sin obstáculos que impidan la igualdad efectiva. Solo así la ley actúa como mecanismo de integración social legitimando el sistema. La ley democrática no puede utilizarse como un instrumento de los poderosos frente a los débiles. Cuando los jueces persiguen con saña a los pobres haya pruebas o no y la policía se excede con impunidad en los barrios marginales se abre una puerta por la que sólo pueden entrar truenos.
Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.