En Cádiz todo el mundo sabe quién es El Gallego. Imposible no conocer al tipo que, durante décadas, despachó las mejores empanadas de la zona euro –doy fe– desde un pequeño establecimiento familiar situado en plena plaza de la Catedral. Gallego pa’rriba, gallego pa’bajo, a nadie en la tacita de plata pareció extrañarle escuchar al gallego soltar algún que otro pisha con impecable acento gaditano. Tampoco que el hombre nunca hubiera contado anécdotas de sus años mozos en su Galicia natal ni que, a su vejez, Cádiz lo hubiese nombrado hijo predilecto en lugar de adoptivo. El Gallego era gallego y punto. Tras fallecer, sus hijos contaron en la prensa local la historia que la pared que separaba el mostrador de los hornos de Casa Hidalgo había ocultado: Pedro, como se llamaba el gallego, no era en realidad gallego. La gallega, autora intelectual y artesanal de las famosas empanadas, era Maruja, su mujer, llegada a Cádiz con 17 años desde un pequeño pueblo llamado Riveira con la receta bajo el brazo. Por supuesto, aquella explicación no evitó que en Cádiz todos sigan recordando a Pedro Hidalgo como El Gallego. Es complicado escapar de las definiciones e inercias de los demás.
Algo parecido le pasa al presidente Pedro Sánchez. El mayor activo de Sánchez como líder izquierdista es, a día de hoy, ser señalado como tal. El presidente de un Gobierno socialcomunista, dicen unos. El Gobierno más radical de la historia, aseguran otros. La etiqueta, instalada con gran éxito vía repetición mediática a pesar de que las decisiones del presidente la desmienten continuamente, provoca cierto desconcierto y sorpresa entre el votante progresista que espera de él cosas que Sánchez no está dispuesto a dar. En un momento político de dos posibles caminos –o la izquierda gobernante se remanga y se pone a trabajar sin complejos en políticas sociales o la ultraderecha se beneficiará del descontento provocado por pandemias y guerras– quizá habría que ir dejando de sorprenderse para empezar a intentar entender hacia dónde va el presidente.
Alejando la mirada de etiquetas y limitándola a los hechos, observamos con nitidez que desde que echó a andar el Gobierno de coalición el presidente ha jugado sistemáticamente el papel de freno a las políticas de izquierdas. A ser primera línea de defensa de la España fetén, la de siempre, ante los envites de Unidas Podemos, el socio obligatorio. En un contexto óptimo, con el viento a favor para aplicar postulados económicos socialistas, demostrada la inutilidad del libre mercado cuando las cosas se ponen feas, si sus socios proponían limitar el precio de los alquileres ahí estaba Sánchez para anteponer el derecho de propiedad sobre el derecho a techo. Si, con la opinión pública abrumadoramente a favor, el socio UP pedía actuar con contundencia frente a los abusos del sector eléctrico, las grandes compañías no necesitaban bajar al barro para defender sus intereses, ya que era el propio Sánchez quien se encargaba de que se perdiera toda esperanza de intervención estatal aplicando recetas clásicas de la derecha. Si había que negociar la subida del salario mínimo, era el mismísimo presidente del Gobierno más progresista de la Vía Láctea el encargado de negociar unos míseros euros a la baja. Si tocaba revisar las relaciones laborales, Sánchez trataba de atar en corto a Yolanda Díaz enviándole la vigilancia de Nadia Calviño, la ministra que le susurraba a los empresarios, no fuera a suceder que un gobierno socialcomunista como el suyo subiera la indemnización por despido más allá de los 20 días por año trabajado. Sánchez, como el gallego que decía pisha con claro acento gaditano, no ha engañado a nadie durante este tiempo. No engañó a nadie cuando hace menos de tres años aseguró de manera cristalina que no quería a Unidas Podemos en su Gobierno –se han visto celebraciones de gol más contenidas que aquella en la que Calvo y Borrell se abrazaban exultantes tras fracasar la investidura librándose así del insomnio–. Tampoco engañó a nadie cuando, ante el ataque de la derecha mediática a algunos de sus ministros, como Alberto Garzón por repetir obviedades científicas, el presidente mostró su apoyo incondicional al chuletón al punto. Envío de armas a Ucrania, aumento del gasto militar, abandono del Sáhara ante la invasión marroquí, permisividad ante actuaciones policiales de tinte político patrocinadas por Marlaska, alineación con PP y Vox tapando escándalos de la Casa Real… es realmente injusto seguir mostrando sorpresa y decepción con Sánchez desde la izquierda. Cuando aquel día en Ferraz le gritaron “con Rivera no”, no era por gusto.
¿Qué viene ahora? No hay que tener un ojo premonitorio muy fino para intuir que lo que queda de legislatura será una batalla interna dentro del Gobierno. Unidas Podemos mantendrá su postura de defensa del programa firmado y se quejará en público ante cada incumplimiento mientras Sánchez girará hacia la derecha en busca del desgaste por desesperación del incómodo socio. De paso, intentará quitarse de encima la injusta etiqueta izquierdista que le han colocado, paso necesario para disputarle el centro político al PP de Núñez Feijóo. Si uno observa con perspectiva temporal la carrera política de Sánchez descubrirá que esta es inversamente capicúa en muchos de sus capítulos. Lo conocimos siendo aupado por el aparato del PSOE a la secretaría general para calentarle la silla a Susana Díaz y la cosa acabó en enfrentamiento con el aparato y asesinato de la dueña de la silla. Lo vimos sincerarse ante Jordi Évole por cómo funcionaba el acoso mediático al poder político y lo vimos mirar hacia otro lado cuando el acoso mediático se dirigió contra sus propios ministros. Denunció las devoluciones en caliente y ha batido la plusmarca de patada en el culo junto a la valla. Se presentó en el Sáhara comprometiéndose con la causa del pueblo saharaui y acabará haciendo historia con un acuerdo que da como ganador a Marruecos. No sería una utopía para Sánchez volver a su momento fundacional, donde empezó todo, al famoso “no es no” a Rajoy. Esta vez, respetando la ley de la capicúa inversa, con los papeles invertidos. Sánchez tratará de llegar a las próximas elecciones sacudiéndose el lastre de Unidas Podemos y exigiéndole a un PP desgastado por el avance de Vox responsabilidad institucional para gobernar en solitario. Es cuestión de tiempo empezar a comprobarlo. Mientras tanto, es urgente dejar de decepcionarse con Sánchez desde la izquierda. Puestos a vivir en un estado mental empanado, que sean las empanadas de Casa Hidalgo.