Por cierto nos parece terrible –y a la vez sorprendente- que desde 1989 la centro-izquierda chilena se haya derechizado solapada y completamente; configurándose nuestro espectro político “entre dos derechas”
Por cierto nos parece terrible –y a la vez sorprendente- que desde 1989 la centro-izquierda chilena se haya derechizado solapada y completamente; configurándose nuestro espectro político “entre dos derechas”, como lo señaló el entonces diputado del PS, Sergio Aguiló. Pero tenemos el antecedente del siglo XIX en que conservadores, por un lado; y liberales y radicales por el otro, se contraponían duramente como “derecha” e “izquierda”. Es cierto que representaban alas de una misma clase oligárquica cuya división efectiva se daba sólo en torno al eje clerical-laico. Pero también lo es que se contraponían fuertemente en el discurso y en la lucha por la presidencia, llegando incluso a enfrentarse en varias guerras civiles (1830, 1851 y 1859).
Así, hasta 1891, tanto en los gobiernos conservadores como en los liberales primó el mismo autoritarismo y desprecio de la Constitución y las leyes; y, por cierto, del pueblo. De este modo, el Poder Ejecutivo, cual monarquía absoluta, era en el hecho depositario de todos los poderes públicos.
Y si ya la Constitución de 1833 estipuló un régimen político de extrema concentración del poder en el Presidente de la República; éste, además, sobrepasaba cuando lo consideraba “necesario” los marcos constitucionales y legales. Esto ha sido reconocido por historiadores conservadores y progresistas. Entre los primeros, Jaime Eyzaguirre afirma que las instituciones decimonónicas chilenas “decían de república democrática y hablaban más de monarquía electiva” (Fisonomía histórica de Chile); y Alberto Edwards que “es cierto que Portales restauró entre nosotros el principio monárquico hasta el punto en que ello era prácticamente posible; pero conservó las formas jurídicas de la República” (La fronda aristocrática). Y entre los segundos, Domingo Amunátegui señala que “la nueva Constitución (de 1833) consagró las bases de un régimen verdaderamente monárquico” (La democracia en Chile); y Ricardo Donoso que “el Presidente (…) era un verdadero monarca con título republicano” (Las ideas políticas en Chile).
Además, los políticos de la época reconocían aquello “para callado”. Esto se expresa claramente en el epistolario del considerado padre del “Estado de Derecho” chileno, el conservador Diego Portales. Por ejemplo, ya en 1822, le escribió a su amigo José Manuel Cea: “La Democracia que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República (…) La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países (americanos)? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.
Asimismo, en 1832 le dijo a su amigo y político, Joaquín Tocornal: “El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche, y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”. El mismo año 1832 –mientras se elaboraba la Constitución de 1833- le expresó a su amigo Antonio Garfias: “No me tomaré la pensión de observar el proyecto de reforma (de la Constitución): Ud. sabe que ninguna obra de esta clase es absolutamente buena ni absolutamente mala; pero ni la mejor ni ninguna servirá para nada cuando está descompuesto el principal resorte de la máquina”. Y en 1837 le manifestó a su amigo Fernando Urízar: “Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres”.
Pero sin duda que la expresión más absoluta de su autoritarismo y desprecio de la Constitución y las leyes la hizo poco más de un año después de la vigencia de la Constitución del 33, el 6 de diciembre de 1834, a su amigo Garfias: “De mí se decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!”.
Asimismo, el principal jurista de la Constitución de 1833, Mariano Egaña, sostenía en carta a su padre en 1827 que “esta democracia es el mayor enemigo que tiene la América y que por muchos años le ocasionará muchos desastres hasta traerle su completa ruina (…) Chile más que nunca y más que todo otro país, necesita de gran poder y gran vigor en el gobierno”. Y Andrés Bello le decía en carta a un amigo al llegar a Chile en 1829 que “por fortuna, las instituciones democráticas han perdido aquí lo mismo que en todas partes su pernicioso prestigio”.
Los liberales, pese a su discurso antiautoritario, no lo hicieron mejor que los conservadores. Así, los gobiernos liberales llevaron a cabo, desde la década de los 60 con José Joaquín Pérez, la genocida expoliación de La Araucanía e impulsaron posteriormente el genocidio y expoliación de los indígenas australes que se completaría en el siglo XX. Uno de los principales justificadores de ello en la Cámara de Diputados fue el líder liberal Benjamín Vicuña Mackenna quien en 1864 pidió actuar contra los mapuche como se había procedido en Rusia “en la reducción y civilización de las hordas que poblaban su territorio”. Y que en 1868 dijo que el indio “no era sino un bruto indomable, enemigo de la civilización, porque solo adora los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituyen la vida salvaje”. Y terminó señalando que “el rostro aplastado, signo de la barbarie y ferocidad del auca, denuncia la verdadera capacidad de una raza que no forma parte del pueblo chileno”.
Por otro lado, el líder conservador, Abdón Cifuentes, cuenta en sus Memorias que cuando en 1871, siendo ministro del presidente liberal Federico Errázuriz Zañartu durante un fugaz gobierno liberal-conservador, le preguntó a éste: ¿Cuándo podremos tener verdaderas elecciones? (aludiendo al completo “control” de aquellas por parte del Poder Ejecutivo), Errázuriz le replicó escuetamente: “Nunca”. Y que luego de un alegato ético que le hizo su ministro, el presidente le dijo: “Es usted muy cándido”. A lo que Cifuentes le replicó: “Señor, prefiero ser cándido a ser pillo”.
Mucho más desembozado fue el presidente liberal Domingo Santa María (1881-1886), quien luego de serlo, escribió en un autorretrato dirigido al Diccionario Biográfico de Chile: “Se me ha llamado autoritario. Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos (…) Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima (se había aprobado el sufragio universal masculino en 1874), es el suicidio del gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia. Se me ha llamado interventor (electoral). Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno. Tengo experiencias y sé a dónde voy. No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz (…) en las dos veces que fui ministro (…) aprendí a mandar sin dilaciones, a ser obedecido sin réplica, a imponerme sin contradicciones y a hacer sentir la autoridad porque ella era de derecho, de ley y, por lo tanto, superior a cualquier sentimiento humano”.
Por otro lado, el diputado Antonio Varas en 1886 (en su período más liberal) dijo que “la Constitución y el reglamento (de la Cámara) son una simple telaraña cuando se trata del orden y del interés público”, al justificar una flagrante violación del reglamento efectuada por el presidente de la Cámara, Pedro Montt (citado por Mario Góngora, en Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX). Y el propio José Manuel Balmaceda le escribió a un amigo, en medio de su total conflicto con el Congreso, que “entregaré mil veces la vida antes de permitir que se destruya la obra de Portales, base angular del progreso incesante de mi patria” (citado por Eyzaguirre, en Fisonomía Histórica de Chile).
Ya a comienzos del siglo XX surgió otro espectro político en que la “izquierda” empezó a estar configurada por la emergente clase proletaria minera y urbana representada especialmente por el Partido Democrático; y la clase media en un Partido Radical que, de todas formas, conservó una minoritaria pero influyente ala oligárquica. Así, comenzó el fin de “las dos derechas”, hasta 1989…