El racismo antiasiático en España muy antiguo, y su esencia apenas ha cambiado con el tiempo. Para poder desmantelarlo, primero hay que nombrarlo.
El racismo antiasiático en España es más antiguo de lo que se cree y su esencia apenas ha cambiado con el tiempo. En su memoria Impresiones de Madrid, el joven autor filipino Antonio Luna reflexiona sobre la ignorancia y el racismo al que se enfrenta rutinariamente como estudiante de Farmacia en Barcelona y Madrid. Al pasear por la ciudad, los españoles le gritan: “¡Es un chino!”, “¡chino!”, “¡¡chinitoo!!”. Son palabras que acechan a toda la gente de ascendencia asiática en España. “Qué bien habla usted el español”, también le comentan a Luna, un hablante nativo del castellano. Ese mismo estribillo resuena en la letra de la amada canción La RAE (me la trae) (2023), de Putochinomaricón (Chenta Tsai) artista y cantante de techno-pop: “¡Qué bien hablas español!”. Pero atención: el libro de Luna antecede a la canción de Tsai por nada menos que 132 años. Sí. Impresiones de Madrid vio la luz en 1891. Se dice rápido.
A Luna, a diferencia de la percepción contemporánea de las personas asiáticas, le llaman también “igorrote” (apelativo de un conjunto de pueblos indígenas que habitan la cordillera central del norte de Luzón en Filipinas). ¿Por qué llamarían a Luna “igorrote”? La respuesta radica en un episodio colonial: el 1887, la reina regenta María Cristina patrocina la Exposición General de las Islas Filipinas; en el parque del Retiro se construye el Palacio de Cristal con el propósito de albergar la exposición, que incluye el primer “zoológico humano” del país, con representantes de los pueblos indígenas de la colonia, incluidos varios igorrotes. Si Cristóbal Colón creía que los taínos eran indios de la India, aquí los españoles, al llamar a Luna chino e igorrote, recrean ese gesto colonial con la misma finalidad violenta: insultar y homogeneizar. La violencia que esto implica es paralela a la cosificación. Como explica el teórico martiniqués Frantz Fanon, en su libro Piel negra, máscaras blancas (1952), al escuchar la frase “[m]ira, ¡un negro!” una y otra vez, la persona racializada se convierte en un “objeto entre otros objetos.”
Existen diferencias abismales entre la posición de Luna y la mía (soy norteamericana de familia coreana). Pero, al igual que Luna, yo también he sido estudiante en Madrid. Y, como persona de ascendencia asiática, esas diferencias a fin de cuentas no importan porque a mí también me llaman “chinita”.
Llegué a Madrid por primera vez en enero del 2002. El wifi era prácticamente inexistente, y el internet en casa también infrecuente. Nosotres, les estudiantes norteamericanes, pasábamos el tiempo libre en los cibercafés, chateando por AIM (AOL Instant Messenger) y escribiendo correos electrónicos con los teclados grasientos que jamás se limpiaban. En aquel entonces, los madrileños lamentaban (con razón) el precio inflado del café con leche, que había subido de la noche a la mañana de 100 pesetas a un euro, un aumento del 40%.
En el mundo del pop, la cantante Rosa había ganado la primera temporada de Operación Triunfo en TVE, compitiendo contra David Bisbal y David Bustamante. Europe’s Living a Celebration fue su canción ganadora, y le tocó interpretarla en la 47ª edición de Eurovisión. Al cantar el estribillo en inglés –como más tarde me explicaron– afirmaba su identidad cosmopolita, diciéndole al mundo que España sí era moderna. Rosa perdió la competición de Eurovisión.
En aquel entonces, yo aguantaba las miradas y los frecuentes comentarios: “chinita” y otros más feos. Han pasado más de veinte años y he vuelto a vivir en Madrid. Esta vez los pantalones son anchos y todo el mundo navega la web con 5G. El café con leche cuesta dos euros cuarenta. Ya no soy estudiante sino profesora titular en una universidad norteamericana de la Ivy League. Soy experta en literatura española. Mucho ha cambiado y, sin embargo, la anécdota de Luna todavía es pertinente. Lamento constatar que el racismo contra las personas de ascendencia asiática se ha intensificado.
Desde que me mudé a Madrid en julio, me he dado cuenta de que no se puede predecir ni cuándo ni dónde me enfrentaré al racismo. En el consultorio médico, en la calle, en un autobús. Lo más doloroso es cuando ocurre en los ámbitos infantiles.
Hace poco asistimos a nuestra primera fiesta de cumpleaños infantil. Mi hijo tenía muchas ganas de ir. Deseando impresionar a una de les cumpleañeres (una de tres), se puso una camisa con botones “porque los botones son elegantes”, me aseguró. Como norteamericanos, desconocíamos las costumbres y expectativas locales y teníamos muchísima curiosidad. En lugar de regalos, por ejemplo, se nos pidió que enviáramos dinero por Bizum. En lugar de la pizza, omnipresente en Estados Unidos, había empanadas. En lugar de una hielera llena refrescos, había cerveza. ¿Habría un gran pastel con velas?, nos preguntábamos.
La fiesta tuvo lugar en un parque local. Las familias contrataron a un mago y al principio pensábamos que era buenísimo. Los niños estaban encantados con el hombre peculiar que hacía aparecer monedas de la nada: detrás de las orejas, de los árboles y, por supuesto, del fondo de un sombrero vacío. Después de cada truco, espontáneamente sonaba el coro de Can’t Touch This de MC Hammer, y juntos reíamos y aplaudíamos con alegría. El mago comenzó una serie de trucos con una baraja de cartas. Sostuvo una para que todos la viéramos. Miró a su alrededor y preguntó: “¿Todos la han visto?”, Asentimos al unísono. Su mirada se volvió a mí: “¿Está dormida? Ah, no, ¡qué es china!”. Y así, de repente, mi cara racializada se convirtió en un chiste, en objeto de risa y delante de todes les peques, delante de mi peque de cinco años sentado en primera fila.
Una vez que mi ira se desvaneció, me invadió la humillación y lloré. Sollocé, en realidad, bajo el reconfortante peso de una manta. Cada vez que escucho una racistada y me convierto en este desorden de persona, pienso que este nivel de desorden no es propio de mí. Soy madre. Soy profesora. ¡Sobreviví a la covid con hijes pequeñes! Pero lo que también sé es que el racismo de este tipo infantiliza en ambas direcciones. Me hace sentir pequeña, eso sí. Pero, también, hace que el racista se parezca a un niño, porque el comportamiento es infantil. No es propio de un hombre adulto. Tampoco es propio de un adulto “achinarse” los ojos. No lo fue en 2008 cuando el equipo español de baloncesto lo hizo en los Juegos Olímpicos en China, y tampoco en 2024, con la tenista española Paula Badosa en el China Open.
Hay algo inquietante en la temporalidad del racismo. Como un acto de magia, parece plegar el tiempo y el espacio. A mí, me transporta a mi infancia en los años 80. Me lleva incluso a la década de 1960, a los años universitarios de mi padre en Estados Unidos –una época antes de que yo naciera, pero cuyas historias de racismo he heredado–. El racismo antiasiático no es nada nuevo para mí, pero admito que esperaba que las cosas fueran diferentes en 2024, es decir, mejores. Madrid ya es otra ciudad, indudablemente moderna y cosmopolita. Aquí luce una diversidad racial maravillosa que supera a la de mi pequeña ciudad en el estado de Nueva York. Además, Madrid cuenta con un contundente movimiento antirracista. Ahora en España hay referentes y creadores asiátiques como Chenta Tsai, la artista y escritora Quan Zhou Wu, las poetas Berna Wang y Paloma Chen, y la artista visual Suwon Lee, por solo citar algunos ejemplos. Esta no es la Madrid que conocía como estudiante de intercambio. Pero a pesar de todo, la gente racializada en España brilla.
Hay quien niega que España sea racista, como ha declarado recientemente Ana Redondo, la ministra de Igualdad. Como el mismo mago del parque, que mantuvo que su chiste no había sido para nada racista. Pero mientras se siga negando que el racismo exista, la sociedad se quedará estancada. Como profesora, hablo francamente del racismo con mis alumnes racializades que quieren estudiar en España. A pesar de todo lo que he aguantado en el gremio, no me doy por vencida. Pero no todes mis estudiantes racializades se atreverán a seguir mis pasos.
Desde que Rosa perdió en 2002, España no ha ganado ningún concurso de Eurovisión. Pero Rosalía, la cantante catalana que ha logrado una fama mundial, hace rimas ridículas con las palabras teriyaki, maki, y Kawasaki. Tanto ha cambiado, y tanto no. No deberíamos dudar de que el racismo exista. Existe. Pero para desmantelarlo, hay que nombrarlo.
Julia Haeyoon Chang es profesora titular de estudios hispánicos en la Universidad de Cornell. Es autora de Blood Novels: Gender, Caste, and Race in Spanish Realism (University of Toronto Press, 2022).