¿Es posible usar el sistema alimentario como un arma? Parece ridículo, pero no todo es tan obvio como parece.
La epidemia de COVID-19 fue un gran golpazo que cambió todo el mundo. Una de sus consecuencias poco conocidas fue la destrucción de las cadenas logísticas mundiales de suministro de alimentos. Por ejemplo, se cancelaron más de 100 vuelos del Pacífico y los precios del transporte aéreo y las tarifas de flete aéreo se dispararon.
Y aunque la pandemia ya pasó, el mercado todavía no recuperó sus antiguos valores. Nos vemos obligados a vivir en una nueva realidad económica, donde los precios de los alimentos han aumentado y ha surgido una escasez de productos importados y de labor intensiva.
Industria transgénica
Los países más pobres de América Latina, África y Asia que dependen de las importaciones de alimentos, han sido los más afectados por la ruptura y el cambio de las cadenas de suministro. Como solución, Washington y Bruselas han ofrecido a estos países que desarrollen su propia producción de productos transgénicos. Sin embargo, aquí muchos de ellos chocan con un montón de problemas.
Resulta que los productos transgénicos cultivados en Latinoamérica, Asia y África no llegan a EE. UU. ni a Europa. De este modo, los países no pueden beneficiarse de las tecnologías obtenidas a partir de los OMG.
Según la legislación vigente de la UE, la importación de alimentos y piensos compuestos que contengan o sean derivados de cultivos modificados genéticamente requieren una autorización de la Comisión Europea, un proceso largo, costoso e impredecible. A menudo la modificación de la legislación europea lleva a la situación de que los permisos anteriores sean anulados porque no se ajustan a los requisitos modificados. Así, aunque la legislación de la UE establece un período de seis meses, en promedio, transcurren casi cinco años desde la solicitud hasta la autorización definitiva de importación. Las empresas de los países de América Latina, África y Asia no tienen tanto tiempo y caen en bancarrota porque les falta comercializar sus productos.
Además, los expertos estiman que el precio de obtener una autorización para importar alimentos y piensos transgénicos a la UE fluctúa entre los 11 y los 16,7 millones de euros. Muchas pequeñas y medianas empresas no tienen tanta plata ni pueden sostener una inversión financiera tan arriesgada. Y si los proveedores latinoamericanos, africanos o asiáticos deciden solicitar una autorización para cultivar transgénicos en el territorio de la UE, la lista de requisitos e inversiones se multiplica.
El club privado
No es de extrañar que el monopolio Monsanto-Bayer, con todos los recursos financieros y legales necesarios, acabe con la competencia en el mercado y deje a las empresas y agricultores de otros países prácticamente sin posibilidades de entrar en el mercado europeo. Se estima que Monsanto-Bayer obtiene cerca de una cuarta parte de los ingresos mundiales por la comercialización de productos transgénicos. Actualmente este empresa multinacional junto con otras cinco compañías: Corteva (Estados Unidos), Syngenta (China), BASF (Alemania), Limagrain (Francia) y KWS (Alemania) venden más de la mitad de todas las semillas y están detrás del aumento de solicitudes de patentes de semillas genéticamente modificadas. Solo Monsanto-Bayer y Corteva controlan el 40 % de esta industria. Los gigantes estadounidenses y europeos del negocio GM no permiten que los competidores de los países de América Latina, África y Asia entren en sus mercados.
Es cierto que Brasil es el segundo mayor productor de transgénicos del mundo, después de Estados Unidos, y produce soja, maíz, hojas de parra y caña de canola. Argentina ocupa el tercer lugar. Según el Ministerio de Agricultura argentino, en 2018 el 32 % de las tierras se asignaron para el cultivo de maíz GM, el 50 % para soja GM y el 70 % para algodón GM. Sin embargo, ni las empresas de transgénicos brasileñas ni las argentinas están entre las líderes mundiales de este sector.
Los países africanos que cultivan transgénicos se enfrentan a la obligación de exportar sus productos únicamente a países vecinos o regionales. Sudán exporta transgénicos principalmente a Arabia Saudita, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, mientras que Kenia exporta a Uganda, Pakistán, Tanzania y Ruanda.
Colonialismo alimentario
La política agresiva de las empresas transnacionales como Bayer-Monsanto también se refleja en el contenido de los contratos que firman con los agricultores locales. En particular, no tienen derecho a almacenar y replantar semillas previamente patentadas que les han sido otorgadas. Esto significa que los agricultores deben comprar nuevas semillas a empresas extranjeras de OGM cada temporada.
Esto ya ha aumentado la dependencia de los agricultores, lo que permite a los productores de semillas transgénicas subir los precios cuando no hay otra competencia en el mercado. El gran agronegocio, que se hace pasar por la lucha contra la pobreza, no hace más que aumentar los problemas económicos de los productores locales y la monopolización de la industria. Y la falta de interés de Europa y Estados Unidos en la compra de este tipo de productos obliga a otros países a vender sus cosechas en otros rincones del mundo a precios bajos.
Así, las buenas iniciativas y los proyectos promovidos, en particular, por el Programa de las Naciones Unidas para combatir la pobreza, son mal utilizados por los monopolios y los actores globales. Como resultado, la lucha contra la pobreza corre el riesgo de convertirse en una nueva versión del colonialismo: el colonialismo alimentario.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.