Pero no hay que perder la esperanza. Tal vez algún día nos reconciliemos. Quizás cuando el último fondo de pensiones haya sido privatizado por completo y el agua venga embotellada directamente desde Suiza. Ahí, con suerte, nos abracemos. Pero con desconfianza. Siempre con desconfianza.
Advertencia: el párrafo final léase con la música del himno nacional de fondo.
Ayer fue la cuenta pública, ese ritual democrático en el que el principal representante de la élite nacional —el Presidente de la República— enumera los “logros” alcanzados durante su mandato y describe el futuro brillante que nos espera. (Pausa dramática de dos segundos)… y nadie le cree.
Mi reflexión es simple: existe una fractura de confianza tan profunda entre el pueblo y la élite que merece análisis. Intentaré explicarla aquí, y quizás —solo si alguna vez recuperamos un mínimo de fe mutua— escriba una segunda parte con una salida viable a este matrimonio pactado (sin amor, pero con régimen de bienes gananciales).
Dicen que el amor todo lo puede, pero en Chile hemos demostrado que el odio con clase también es capaz de mover montañas. La desconfianza entre el pueblo y la élite es tan entrañable, tan histórica, que ya debería tener su propia efeméride: el Día nacional del sospechoso recíproco.
Porque si algo une a este país dividido, fracturado, polarizado y reordenado según las promociones del Jumbo, es el cariño disfuncional que se profesan los de abajo con los de arriba. Es como un matrimonio largo, pero sin sexo, sin ternura y con bastantes cuentas pendientes en los Panamá Papers.
La élite chilena —ese selecto grupo que estudió en los mismos tres colegios, se casa en los mismos dos clubes y se reproduce en las mismas clínicas— cree firmemente que el pueblo tiene alma de saqueador, flojo y desagradecido. Y el pueblo, por su parte, piensa que los de arriba son una especie de alienígenas con apellidos compuestos, incapaces de entender lo que es tomar micro o pagar un kilo de pan sin tarjeta black.
¿Y cómo no confiar mutuamente? Si cada vez que se intenta mejorar algo —una nueva Constitución, una reforma tributaria, una ley que impida pescar con redes que atrapan hasta delfines— aparece algún doctor en Harvard diciendo que eso “afectaría la confianza de los mercados”. Traducción simultánea: no nos gusta que los rotos opinen.
La élite, por su parte, nunca se equivoca. Si hay crisis, es culpa del populismo. Si hay protestas, culpa del narcotráfico. Si hay inflación, culpa de los bonos. Y si hay desigualdad, culpa de la envidia del pobre. ¿Cómo no amar a quienes te explican todo con tanta pedagogía condescendiente?
Pero también el pueblo tiene lo suyo. Se indigna, protesta, vota contra sus propios intereses y luego se pregunta por qué nada cambia. Confía en que esta vez sí que sí, el político sin corbata que promete justicia social desde una pensión vitalicia de 6 palos va a cumplir. Es como confiar en que el zorro cuidará bien a las gallinas, porque esta vez tiene un PowerPoint con cifras.
Y así seguimos, desconfiando juntos. Ellos creen que sin ellos no hay país, y nosotros sospechamos que *gracias* a ellos no hay país. Ellos hablan de estabilidad, y nosotros escuchamos “mantener el statu quo, pero con delivery”. Ellos llaman progreso a la venta de recursos naturales a precio de “huevo”, nosotros le llamamos “saqueo”.
En fin. No es que haya una ruptura entre pueblo y élite. Es que nunca hubo matrimonio. Como mucho, una relación tóxica de conveniencia. Una telenovela mala, con guión escrito en inglés por algún think tank.
Pero no hay que perder la esperanza. Tal vez algún día nos reconciliemos. Quizás cuando el último fondo de pensiones haya sido privatizado por completo y el agua venga embotellada directamente desde Suiza. Ahí, con suerte, nos abracemos. Pero con desconfianza. Siempre con desconfianza.
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