Con el paso del tiempo, y en particular en los últimos dos años de labor como delegado del Poder Popular, me he dado cuenta de un elemento característico de la conciencia popular cubana: el sujeto que sufre la situación actual no habla mucho de las causas, prefiere señalar quién tiene la culpa.
En este señalamiento cada vez aparecen menos los factores externos y se extiende más una única respuesta: la culpa la tienen ellos. «Ellos», o cualquier expresión similar, remite al cuerpo de dirigentes del Estado cubano y viene acompañado de un matiz peculiar: mientras más alto es el cargo, más grande es la culpa.
Es sintomático que el «ellos» haya desplazado al «nosotros» y a otras expresiones afectivas y englobadoras, como la de «nuestro gobierno». «Ellos» está en tercera persona: fuera de mí, lejano a mí. Agrupa en una sola palabra a todos los dirigentes, dotándolos de una imagen negativa. No importa si en ese universo existen dirigentes sensibles, honestos y eficaces. Los matices no son relevantes, lo importante es la posibilidad de canalizar la rabia. En ese sentido, referirse a «ellos» resulta más efectivo que el concepto abstracto de Estado: la culpa puede ser personificada…
La tendencia a culpabilizar a los dirigentes nace de experiencias concretas acumuladas en los sujetos, aunque muchos cuadros eluden ese dato y terminan respondiendo con actitud similar aunque invertida, es decir, culpando al individuo: «son ingratos».
Por otro lado, la limitada presencia de los factores externos en la imaginación de la culpa también tiene su origen en determinados patrones políticos y sociales, y no puede ser reducida al impacto de la propaganda enemiga. Esta logra ser más efectiva porque las experiencias acumuladas en los sujetos le ofrecen un terreno fértil, y porque el discurso oficial cubano ha perdido credibilidad.
La credibilidad se gana con lo que se dice, pero también con lo que no se deja de decir. El discurso oficial tiene la tendencia a ocupar, con la explicación del bloqueo, el espacio que debía destinar a otras verdades. Mientras esto continué así, el bloqueo aparecerá como un discurso justificatorio —es decir, no es un problema de técnica periodística—. La tendencia a omitir las distorsiones internas no impide que la gente las viva, que la gente las sufra, de modo que lo único que se logra es un alejamiento del discurso oficial con respecto a su vida cotidiana. El silencio ante lo mal hecho tiene otro efecto terrible: los niveles superiores de dirección aparecen como cómplices de todos los problemas que se dan en las estructuras del Estado.
La dirección de la Revolución y sus órganos de expresión debieran distanciarse de manera más explícita de las tendencias negativas y, sobre todo, combatirlas con más fuerza. Esto no ha sido posible porque se sostiene un alineamiento mecánico entre el Estado y la Revolución, entre el Estado y el socialismo, entre el Estado y la patria, y entre el Estado y el bienestar del pueblo. Pero el Estado tiene un carácter contradictorio con respecto a todos esos elementos. La política del bloque monolítico no permite distinguir los elementos virtuosos de los viciosos, y facilita el gesto de meter a todos los dirigentes y a todas las instituciones «en el mismo saco». El insuficiente distanciamiento con respecto a las tendencias negativas, combinado con la verticalidad del Estado, produce en la conciencia popular una simplificación ilusoria, pero efectiva: toda la responsabilidad es de Díaz-Canel.
Estamos así en presencia de un modelo nefasto de gestión de la culpa, que ni siguiera es conveniente para el mero propósito de mantener el poder.
Paradójicamente, el propio pacto social revolucionario alimenta esta situación. La Revolución nació de un proceso de unificación en el que el pueblo depositó en una vanguardia política la conducción de la sociedad para el logro de la justicia social y el bienestar colectivo. Luego del triunfo revolucionario, las mismas metas, valores y funciones depositadas en la vanguardia fueron adjudicadas al nuevo Estado. Surgió así un rasgo característico del pacto social cubano: el Estado debe responder por todo. Es esto lo que motiva la rabia cuando el Gobierno se equivoca demasiado: el sujeto que culpa se siente defraudado, se siente desamparado y, lo que es peor, traicionado.
Cuando se compara la realidad que hoy se vive con las conquistas previas y las promesas realizadas, se dibuja una brecha. La creciente distancia entre el ser y el deber ser produce un sujeto carente, un sujeto que se siente en falta, y esa falta la personifica: siente que alguien le ha fallado. Así, la conformación estatalista y paternalista del pacto social revolucionario se vuelve un boomerang.
La culpa la tienen «ellos», incluso de lo que no hacen. Lo que produce de manera directa el deterioro de las condiciones de vida en los circuitos económicos y sociales de donde el Estado se ha retirado — una parte de los cuales son formalmente estatales, aunque en la práctica funcionen con otras lógicas— es el capitalismo y el predominio del mercado. Sin embargo, la conciencia crítica que pudiera surgir con respecto a estos factores de dominación es muy débil, porque el Estado sigue apareciendo como único responsable.
Esto no nos puede llevar a olvidar que el sujeto carente hace su catarsis desde un punto de partida que no es neoliberal, porque es el fruto de los acumulados de la Revolución y el socialismo, y su sistema de valores y expectativas. Por eso no puede pretenderse borrar o desconocer el pacto social revolucionario. De hecho, cada vez que se incurre en ese error se profundiza el descrédito y la rabia.
Nuestro pacto social debe ser transformado en un sentido liberador, de modo tal que su carácter estatalista y paternalista sea debilitado ante el avance del empoderamiento popular. Esto será imposible si no trascendemos el lugar de la culpa, que es expresión de una profunda desmovilización. Hay un conflicto velado entre una parte del pueblo —que le echa la culpa de todo al Estado— y el propio Estado —que le echa la culpa de todo al bloqueo—. Ambas posturas disminuyen la atención sobre aquellas cosas que está en nuestras manos cambiar. Dado que la culpa siempre está afuera, el sujeto no se siente parte ni del problema ni de la solución. En realidad, los problemas internos de Cuba —y el Estado mismo— son el resultado de un conjunto de relaciones sociales que todos reproducimos de una manera o de otra. No sería descabellado decir que transformar la institucionalidad cubana implica transformarnos a nosotros mismos, empezando por sacudirnos la desesperanza, que cada día se parece más a una rendición.
El sujeto carente debe ser comprendido, pero, al mismo tiempo, interpelado e incentivado a la acción. Debe dejar de ser un vociferante espectador.
En un contexto en el que convive una amplia desmovilización con un ambiente propicio para la protesta sin conducción, sería favorable que el elemento disparador proviniera del grupo dirigente, que un nuevo gesto edifique la señal poderosa de un cambio, que la acción institucional logre concretar resultados en un sentido material y justiciero, pues ya ningún discurso separado de los hechos logra movilizar al pueblo.
Todo parece indicar que esto no va a suceder. Un cambio profundo requiere un grado de conflictividad transformadora dentro del Estado que no se aviene al enfoque de unidad predominante, el cual se juzga necesario para la reproducción del poder establecido, para la «defensa de la Revolución». Tampoco se considera imprescindible ese camino. El grupo dirigente está en una zona de confort que nace de la sobreestimación del respaldo existente y de la precaria continuidad del funcionamiento institucional. Los acumulados de la Revolución fueron tan potentes que producen una inercia peligrosa.
Si el grupo dirigente desea dar el ejemplo, debe comenzar por reconocer que sus prácticas y enfoques forman parte del problema, debe comenzar por transformarse a sí mismo.
Los cambios revolucionarios que Cuba necesita deben ser impulsados por formas de presión popular, que disputen el sentido de la acción estatal y modifiquen la correlación de fuerzas a lo largo de la estructura. Las bases sociales deben reactivarse, sostener el pulso y mantener la confrontación en un marco patriótico, diferenciado de la contrarrevolución. El accionar estudiantil durante la crisis provocada por las medidas de Etecsa es un ejemplo incipiente.
El lugar de la culpa tiene un lado positivo: activa la rabia, y la rabia mueve a la acción. Los indignados de Cuba tenemos que comenzar a organizar nuestra rabia. La participación y el control popular; la lucha por la transparencia y la rendición de cuentas; la construcción y utilización de las mejores iniciativas, políticas y leyes; el cuidado cotidiano en función de los más desfavorecidos; la defensa del producto del trabajo de los cubanos, su desarrollo y su uso social; la lucha contra la explotación, la desigualdad y el privilegio —vengan de donde vengan—; el uso responsable de métodos confrontativos cuando no queda más remedio; la rebeldía contra lo mal hecho; la creación de caminos; la voluntad de no rendirse: estas son las armas con las que el pueblo de Cuba puede obtener sus nuevas victorias. Hay que empuñarlas.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/qui%C3%A9n-tiene-la-culpa-f13af75121b3
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