Es imprescindible desmentir con datos el bulo que vincula a los migrantes con la criminalidad. El problema no es el origen sino la pobreza, la precariedad y la crisis de vivienda: cuestiones de clase que exigen luchas conjuntas
Una vez más se corrobora la capacidad de las derechas radicales para devorar el debate público e inyectar sus marcos en los lugares más inesperados. Por un lado, la Ertzaintza ha empezado a ofrecer datos del lugar de nacimiento de las personas detenidas e investigadas, lo que da lugar al tipo de titulares escandalosos que adoran La Gaceta, OkDiario y similares. Por otro, Gabriel Rufián –ERC– ha dicho en el Congreso que “basta hablar diez minutos con un alcalde para saber que los flujos migratorios (…) son un reto para los barrios; un reto en la seguridad, en la integración, en el respeto…”. Las izquierdas nacionalistas –el propio Otegi lo hizo el año pasado– han sido las primeras, dentro de este espacio político, en adoptar, aunque con reservas y matizaciones, el discurso que presenta la inmigración como un “problema” y la vincula con la delincuencia, si bien lo hacen utilizando eufemismos como “desafíos de convivencia o integración”.
No debería hacer falta extenderse sobre el desastre que supone validar esta mirada falsa; una construcción que no solo es sesgada sino que también tiene consecuencias tanto en el aumento de la discriminación cotidiana como en prender la mecha de situaciones más explosivas. Situaciones que ya estallan en manifestaciones, ataques contra centros de menores, linchamientos, pogromos o incluso en cacerías que se organizan a través de grupos de WhatsApp en varios puntos de la geografía. Como estrategia electoral tampoco es efectiva: hace ganar puntos a las derechas. De hecho esta temática es justo la que puede darles el gobierno, como explica Pablo Carmona en este artículo.
Sorprende que el PSOE lo tenga más claro. El partido en el Gobierno rechaza sistemática y explícitamente esta vinculación entre inmigración y delincuencia calificándola como un “mito”, un “bulo” y parte de la “agenda de la ultraderecha”. Los socialistas han criticado públicamente tanto a Vox como al PP por establecer esta conexión que, como certeramente señalan los socialistas, se basa en prejuicios y no en datos.
Tienen razón. Esta es la única posición legítima, real e incluso útil para los partidos de izquierdas sobre esta cuestión. Porque la inmigración ha tenido un impacto importante sobre la percepción de inseguridad, pero un efecto nulo en la victimización real. Y porque cuando hablamos de transgresión de la legalidad deberíamos hablar de pobreza, precariedad y crisis de vivienda, es decir, de clase y condiciones de vida, no de origen migratorio, religión o “raza”. Hay que empeñarse con fuerza en desterrar estas ideas que se deben a la instrumentalización política, el señalamiento mediático y los propios prejuicios.
Más migrantes, menor delincuencia
En realidad, todos los estudios nacionales e internacionales demuestran que un aumento de las migraciones no implica un crecimiento de los delitos. Por ejemplo, España tiene hoy el doble de residentes con nacionalidad extranjera que en 2005 –siete millones, más dos millones de nacidos fuera con nacionalidad española, de un total de 49 millones de habitantes–. Sin embargo, en el primer trimestre del año, la tasa de criminalidad se situaba en el punto más bajo de la serie histórica –una de las tasas más bajas del mundo– con un descenso de casi el 3 % respecto al mismo periodo de 2024, según datos del Ministerio del Interior. Además, la tasa de criminalidad convencional (excluyendo ciberdelitos) ha experimentado un descenso constante en la última década, precisamente durante el periodo en que la población extranjera aumentó de forma más significativa.
Como explica el sociólogo Hein de Haas en Los mitos de la inmigración, esta se asocia en muchos casos con una menor criminalidad. Contra el estereotipo, los inmigrantes tienden a cometer menos delitos que los nacionales. Esto se verifica con más claridad en el caso de los irregulares, que todavía transgreden menos la ley que cualquier otro grupo, ya que su objetivo principal es mantenerse alejados de la policía para evitar el doble castigo de la detención-deportación y la pérdida de toda su inversión migratoria. Por supuesto, lo de los migrantes como reincidentes es otro gran mito que los datos desmienten: debido a varios factores, los extranjeros tienen una tasa de reincidencia 3,1 veces menor que los españoles.
Estas afirmaciones se sustentan en décadas de investigación criminológica que demuestran que los barrios con altas concentraciones de inmigrantes presentan índices de criminalidad, y sobre todo de delitos violentos, inferiores a los barrios con la misma composición social pero habitados por población no inmigrante. La razón es que la gente migra con el objetivo de mejorar, no para llevar vidas a salto de mata o arriesgarse a entrar en la cárcel y a una posible expulsión. Migran para trabajar, estudiar o reunirse con sus familias.
¿Por qué están sobrerrepresentados en las estadísticas criminológicas?
Es esencial señalar que las cifras están distorsionadas. Las estadísticas oficiales incluyen a una gran cantidad de “población flotante” de extranjeros que no residen en España, principalmente implicados en delitos transfronterizos como el tráfico de drogas, la delincuencia organizada transnacional o aquellos relacionados con la inmigración irregular. Por lo tanto, estas cifras no nos hablan del comportamiento de la población extranjera empadronada, como explica la investigadora Elisa García España.
Respecto a los que sí viven aquí, una razón fundamental de la sobrerrepresentación en los datos criminológicos es que los migrantes o ciertos perfiles racializados tienen una mayor probabilidad de ser detenidos y condenados que los no migrantes por los mismos delitos. En España, esto sucede sobre todo con los jóvenes racializados de clase baja, y más aún si son de origen magrebí. Esto crea un círculo vicioso: como es más probable que estos grupos resulten sospechosos, sean detenidos y condenados a penas más duras, la atención mediática que ello genera refuerza aún más los prejuicios contra ellos, lo que a su vez aumenta la vigilancia policial, explica De Haas. Por ejemplo, las drogas consumidas por jóvenes de clase media en zonas residenciales acomodadas o la cocaína que consumen los ejecutivos conllevan menos detenciones y condenas que las drogas que consumen en las calles jóvenes de minorías que viven en barrios de inmigrantes.
Estos jóvenes son los que más transgreden la ley, pero la forma de abordar la delincuencia juvenil también varía enormemente según la clase social, el origen y el barrio. En barrios socialmente cohesionados y acomodados, el delito menor perpetrado por jóvenes a menudo se resuelve sin implicación policial, a través del control social y de correctivos por parte de padres y vecinos. Si se solicita presencia policial, los agentes suelen mostrarse comprensivos ante las peticiones de los padres. Sin embargo, como explica De Haas, si la policía interviene en barrios menos acomodados suele actuar deteniendo al autor. Por ejemplo, si pillan robando en una tienda al hijo adolescente de una familia blanca de clase media que vive en una urbanización, este tiene más probabilidades de librarse de una denuncia que si se trata de un chaval magrebí criado en un barrio pobre a cuyos padres va a resultarles muy difícil convencer al encargado del negocio de que no llame a la policía.
Este señalamiento racial o por origen es real y está documentado. Las tasas de detención lo confirman. Con datos de Cataluña, se detiene proporcionalmente a muchos más extranjeros (48,6 detenciones por cada mil) que a españoles (8,4 por cada mil). Sin embargo, proporcionalmente se condena a más españoles.
La prisión preventiva también sirve de ejemplo de cómo opera esta discriminación y explica por qué los extranjeros están sobrerrepresentados en las cárceles. En España, los extranjeros son enviados a prisión preventiva dos o tres veces más que los españoles. Esto ocurre porque, para decretar una prisión preventiva o conceder un tercer grado, los jueces valoran factores como el arraigo o la existencia de familia, criterios que perjudican sistemáticamente a los extranjeros, tanto por sus circunstancias objetivas (menor arraigo real) como por los prejuicios que estos criterios activan.
Por tanto, que los extranjeros sean detenidos y encarcelados en mayor medida, o sufran más violencia policial –más allá de los sesgos en los datos ya comentados– responde a varios factores interrelacionados: los prejuicios racistas y clasistas de policías, jueces y testigos; las barreras estructurales para acceder a beneficios penitenciarios; y un sistema penal que criminaliza la pobreza y la irregularidad administrativa, como explica García España. Todo ello, además, refuerza la segregación y la desventaja social de esta población. No hay que olvidar tampoco que las políticas criminales son también políticas de fronteras.
Un problema de clase, no de origen
Cuando la delincuencia está vinculada a la población de origen extranjero, se trata más bien de un problema que afecta a miembros marginados de la –mal llamada– segunda generación, es decir, los hijos de los inmigrantes, que en realidad son españoles (o catalanes, vascos, etc.) de pleno derecho. De Haas señala que esto ocurre entre grupos específicos de migrantes que experimentan una “asimilación descendente”, que viven en barrios segregados y enfrentan problemas estructurales de pobreza, precariedad, abandono escolar y falta de empleo. En estos barrios los migrantes suelen estar sobrerrepresentados.
Un dato para entender esto es que, en España, los hijos de migrantes nacidos aquí no convergen automáticamente con los nativos, sino que su nivel de vida depende de su origen. Por ejemplo, los latinos lo tienen más fácil para mejorar la situación de sus padres –sobre todo las mujeres–, frente a los varones africanos, que la empeoran, según la investigación de Jacobo Muñoz Comet. Si tomamos todos los hijos de migrantes en conjunto, los datos indican que estos presentan un riesgo de pobreza o exclusión social mucho mayor (más del doble) que los nativos. Las diferencias son enormes según el origen: los niños de familias marroquíes tienen casi un 81 % de riesgo de caer en una situación de exclusión social –frente al 30 % de los nativos–, como se explica en este estudio de Albert F. Arcarons. (Los orígenes que enfrentan mayores dificultades de inserción laboral y educativa son Marruecos y el resto de África).
Estas diferencias evidentemente no se deben a factores culturales o étnicos, sino a factores de clase y a que reproducen los hándicaps del trayecto migratorio de sus padres: por ejemplo, la devaluación de la formación de la primera generación –dificultades para convalidar estudios o encontar trabajos asociados a su nivel educativo–, discriminación en el mercado laboral y de vivienda, falta de red social y, en contra del tópico, mayores dificultades de acceso al sistema de transferencias sociales, sobre todo, en las familias de origen extracomunitario. El problema es la pobreza y la falta de expectativas vitales, no de dónde vengas ni el color de tu piel.
Hay que insistir, no obstante, en que las tasas de delincuencia entre estos grupos son similares a las de grupos blancos del mismo nivel socioeconómico, simplemente hay más migrantes o hijos de migrantes entre los estratos socioeconómicos más bajos. La delincuencia no es un rasgo inherente de personas de un origen étnico determinado, sino una consecuencia de la marginación. Son el desempleo de larga duración y la falta de expectativas vitales los que conducen a que la delincuencia sea una opción a pesar de todos sus riesgos. El propio racismo dificulta su ascenso social creando una subclase de trabajadores migrantes. Si estás aislado socialmente, tienes menos freno para delinquir porque no tienes que responder ante nadie.
¿Crisis de seguridad o de vivienda?
La sensación de inseguridad, por tanto, se construye con todos esos discursos, pero también tiene que ver con un factor determinante, que es la crisis aguda de vivienda que atravesamos. Si un segmento social de migrantes –muchos recién llegados– se ven obligados a acampar donde pueden u ocupan naves o edificios abandonados mientras se enfrentan a las dificultades de conseguir papeles, no es que haya un problema social mayor con “su integración”, sino que este se ve más.
Así, cuestiones que tienen que ver con la limpieza del lugar o la visibilidad de jóvenes que pasan mucho tiempo en el espacio público se leen como “un problema de seguridad”, en vez de como una cuestión de pobreza. Esta sensación se acrecienta por la atención mediática extrema cuando los delitos son cometidos por extranjeros, mientras que, cuando son españoles, se suele ignorar la nacionalidad o el origen. También podríamos hablar de cómo estos migrantes se construyen como amenaza a la “integridad de las mujeres”, algo que ya traté en este artículo. Todo ello aumenta el pánico moral y la situación de alarma social.
Estos pánicos morales han servido históricamente para convertir a los inmigrantes en chivos expiatorios de problemas sociales muy diversos. Se desvía así la atención de lo que deberíamos estar componiendo como luchas contra la inestabilidad o explotación laboral, el desempleo, el fenómeno de los trabajadores pobres y la falta de vivienda asequible. Estos problemas tienen poco que ver con la inmigración en sí misma, pero asociarlos es una receta barata para el político de turno e impide las luchas conjuntas entre personas de cualquier origen para pelear por la redistribución y los derechos de los trabajadores y trabajadoras. El problema no es de falta de “integración”, sino de falta de justicia social.
Por eso, al señor Rufián, hay que decirle muy claro que la inmigración no trae problemas de seguridad. Es un bulo que se desmiente con datos. A menos que sea más fácil decir eso que pensar soluciones a los problemas, estos sí, reales, de la crisis económica pertinaz que palpita en nuestros barrios. Por último, debemos recordar que no podemos vivir en una sociedad cada vez más desigual y polarizada sin que el resultado sea, casi de forma irremediable, el de más delincuencia, aunque esta no tenga etnia o nacionalidad.
Nuria Alabao es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.


