El pasado mes de marzo fueron asesinados Manuel Ruiz, un dirigente campesino que venía trabajando en los procesos de restitución de tierras en las comunidades de Jiguamiandó y Curvaradó, en la región de Urabá, y su hijo de 15 años. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y 10 ONG han denunciado, […]
El pasado mes de marzo fueron asesinados Manuel Ruiz, un dirigente campesino que venía trabajando en los procesos de restitución de tierras en las comunidades de Jiguamiandó y Curvaradó, en la región de Urabá, y su hijo de 15 años. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y 10 ONG han denunciado, en un comunicado, que el homicidio ocurrió tres días antes que Manuel Ruiz empezara a participar en una Comisión para la verificación de unos linderos. Los cuerpos aparecieron en un río cerca de Mutatá, el de Manuel Ruiz con señales de tortura. Según ACNUR y las ONG, «le segaron la vida por promover la restitución de tierras». Ocurre esto 15 años después de que ejército y paramilitares propulsaran la sangrienta «Operación Génesis» en la región de Urabá.
Jiguamiandó y Curvaradó, Cacarica y San José de Apartadó son comunidades en resistencia ubicadas en Urabá. ¿Cómo surgen estas comunidades? ¿Por qué en Urabá? Se trata de una región con potente economía agroindustrial, basada en el banano y la palma africana. Pero no sólo. Es uno de los territorios con mayor biodiversidad del planeta, muy codiciado por las farmacéuticas y las madereras, con zonas vírgenes y un subsuelo que alberga todo tipo de minerales (oro, petróleo, carbón y uranio). Y un área de contrabando (entre Colombia y Panamá) por la que se trafica con maderas, drogas, armas e incluso personas.
Megaproyectos varios salpican, asimismo, el territorio de Urabá. Por ejemplo, la prolongación de la carretera panamericana (ya contratada) y cuya ejecución, según denuncian las organizaciones sociales, provocaría desplazamientos de población; o el proyecto de un canal interoceánico similar al de Panamá, pero en territorio colombiano. Esto es, a muy grandes rasgos, Urabá a día de hoy. Pero las raíces de las comunidades en resistencia datan de mediados de los 90, cuando el ejército (mediante bombardeos) y grupos paramilitares (con la «guerra sucia» sobre el terreno) promovieron brutales masacres en Urabá y el desplazamiento de miles de personas. Fue la «Operación Génesis» (a partir de 1997), cuyo objetivo -se decía- era liquidar la guerrilla de las FARC (hasta la segunda mitad de los 90 la violencia política provocó unas 2.000 muertes al año en Urabá).
Colombia es actualmente el primer país del mundo en número de desplazados: 5,5 millones en las últimas dos décadas, sobre una población que ronda los 45 millones de habitantes. En Urabá conocen bien esta realidad. Los campesinos represaliados por la «Operación Génesis» se desplazaron forzosamente a las ciudades. Allí, se hacinaron en las periferias y barrios marginados, donde malvivían sin apenas recursos. Y sin ayuda estatal, más bien al contrario. Las bandas paramilitares continuaron las persecuciones hasta las ciudades y allí prosiguieron los homicidios. Aunque en condiciones muy inhóspitas, la selva sirvió a los desplazados como refugio. En este contexto, a mediados de los 90, y con el apoyo fundamental de la iglesia católica de base, la gente decide organizarse para volver a sus tierras e intentar, así, salir de la indigencia.
Regresan y forman pueblos o comunidades «al margen del conflicto», con el soporte de las organizaciones populares y la iglesia de base. También bajo el paraguas del Derecho Internacional Humanitario, que rige en los conflictos armados y exige a las partes contendientes el respeto a la población civil. Años después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció también a las comunidades en resistencia. ¿Qué principios las gobiernan? Romper con el maniqueísmo del «estar conmigo o contra mí». Se comprometían, por tanto, a no llevar armas, no colaborar con grupos armados y pedir a estos que no se instalen en su territorio.
Ello no suponía, en ningún caso, la renuncia a la política (aunque no se vinculen a ningún partido). Las comunidades denunciaban, de entrada, las atrocidades de la «Operación Génesis»; exigían el castigo de los responsables; reivindicaban el derecho a la tierra y denunciaban la negligencia estatal en la prestación de servicios básicos. Alejandro Pulido, expatriado colombiano que trabaja en la ONG Sur-Cacarica, explica las ideas fuerza de estas comunidades, con las que colabora, a día de hoy: «aspiran a una vida sostenible en armonía con la naturaleza y en los que rija la justicia social; no excluyen la propiedad individual, pero apuestan por la explotación colectiva de la tierra y los trabajos comunitarios; también reivindican su propio sistema educativo, en el que pueda enseñarse la historia que han sufrido».
La primera Comunidad de Paz constituida en Colombia es la de San José de Apartadó, en 1997. De las 1.200 personas que empezaron en la comunidad, 200 han sido asesinadas. La masacre más brutal se produjo en el año 2005, cuando resultaron asesinados 8 personas (4 de ellos menores de edad) de la comunidad a machetazos y garrotazos. El gobierno del expresidente Álvaro Uribe acusó de esta acción a las FARC. Con el tiempo, se demostró que militares y paramilitares perpetraron los atentados de manera conjunta. De hecho, hay ya un militar condenado por los hechos y varios procesados.
Un informe de Naciones Unidas sobre los hechos de 2005 afirma lo siguiente: «La impunidad que ha cobijado la mayoría de los casos de los que ha sido víctima la comunidad de San José de Apartadó, así como la estigmatización de las autoridades contra varios de sus miembros, ha incidido en su situación de riesgo». También menciona Naciones Unidas que las comunidades de Curvaradó, Jiguamiandó y Cacarica estuvieron sometidas a la presión de los negocios de la palma africana y la deforestación. Y Amnistía Internacional denuncia que han avanzado procesos judiciales «potencialmente cuestionables» contra miembros de estas comunidades.
Una historia parecida es la de la comunidad del Cacarica. En febrero de 1997, militares acompañados de civiles armados asesinaron a Marino López Mena, la primera víctima que sufrió la población negra de la cuenca del río Cacarica por negarse a abandonar sus territorios ancestrales. Tras el homicidio, los 2.500 habitantes del Cacarica abandonaron sus tierras. Gracias a la presión de ONG y embajadas internacionales, regresaron a sus tierras de origen y se establecieron en dos asentamientos. Pero los grupos paramilitares continuaron campando a sus anchas y continuaron las incursiones, muertos y desaparecidos. La situación se agravó además con la llegada de Uribe al poder.
Otro tanto sucede en la comunidad del Curvaradó y el Jiguamiandó. Entre 5.000 y 7.000 campesinos de la zona del Chocó se vieron obligados a desplazarse para evitar los bombardeos y asesinatos del ejército y los paramilitares, una vez desatada la «Operación Génesis». Muchos de ellos regresaron con el tiempo al lugar de origen y consiguieron derechos de propiedad colectiva en las tierras del Curvaradó y el Jiguamiandó. Y la reacción fue idéntica: amenazas de muerte y violaciones de los derechos humanos por parte de paramilitares conchabados con las fuerzas de seguridad. ¿Es sólo una casualidad que los abusos coincidieran con las plantaciones de palma africana en tierras donde los campesinos esgrimen títulos de propiedad colectiva?
Hasta aquí, la memoria histórica. En el presente, explica Alejandro Pulido, «los grupos paramilitares teóricamente se han desmovilizado. Pero realmente no es así. A través de las bandas criminales, los paramilitares controlan política y económicamente la zona; y continúan actuando; los grandes proyectos y el conflicto por la tierra explican su presencia; no hay más que ver los intereses que genera el cultivo de la palma aceitera». Pero las comunidades en resistencia de Urabá, de las pocas que en Colombia han sobrevivido a la represión, se han convertido con el paso del tiempo en un icono. El del coraje y la dignidad, el de Manuel Ruiz y su hijo asesinados.
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