El pasado sábado se cumplieron 29 años del primer y brutal crimen racial del que se tenga registro en España. Lucrecia Pérez Matos, una inmigrante dominicana que apenas llevaba un mes en el país, fue asesinada de dos balazos por Luis Merino Pérez, un guardia civil contaminado por las concepciones ultraderechistas que se manifestaban en el rechazo y el odio contra los primeros inmigrantes que comenzaban a llegar a territorio español.
Eran las 9 de la noche cuando cuatro hombres vestidos de negro ingresaron en la discoteca abandonada Four Roses, situada en la carretera de La Coruña. El local, que había servido en otros tiempos como lugar de esparcimiento de jóvenes de clase alta, servía de refugio para un grupo de inmigrantes que en el momento del ataque compartían un plato de sopa caliente.
Lucrecia Pérez Matos, de 33 años, recibió dos balazos. El guardia civil asesino – que fue condenado a 54 años de prisión- usó una pistola 9 milímetros marca Parabellum, de fabricación española para uso militar y policial.
El de Lucrecia sería el primero de una extensa lista de crímenes de odio que ubica a España entre los países más racistas de la Comunidad Europea; un podio que comparte con Francia, Alemania e Inglaterra.
Si bien en una primera instancia se pretendió que el asesinato de Lucrecia estaba relacionado a un “ajuste de cuentas”, no se demoró en conocer la verdad detrás de la cortina de humo. El racismo manifiesto en las pintadas callejeras los días previos al crimen ya anticipaba las acciones que miembros de la ultraderecha (guardias civiles o no), tenían previstas. “INMIGRACIÓN STOP. Primero los españoles» (Juntas Españolas); “Defenderse contra la invasión” (Grupo Covadonga) o “Fuera Negros. N.J.” (Nación Joven).
La ultraderecha española se envalentonó con el ascenso al poder de Mariano Rajoy, que eliminó los apoyos públicos a las organizaciones no gubernamentales que ofrecían capacitación laboral y asesoría legal a los inmigrantes. El fascismo encontró vía libre para expresar su condición a fuerza de actos de extrema cobardía. La mayoría de los hechos aberrantes protagonizados por miembros de la ultraderecha española no tuvieron repercusión en los medios de comunicación. Cuidar las formas, escondiendo miserias, pasó a formar parte del accionar de los medios hegemónicos que pregonaban una pluralidad que no se condecía con la realidad.
Desde el asesinato de Lucrecia hasta el presente los crímenes de odio han seguido sucediéndose en España. Y las cifras arrojan como resultado un preocupante crecimiento. Hasta el 31 de julio de 2021 se habían registrado en España un total de 748 delitos susceptibles de ser calificados como delitos de odio. Asimismo, durante los primeros seis meses de este año se registraron 610 delitos de estas características, cifra que representa un 9,3% más que en el año 2019, pues no es comparable con la de 2020 por el confinamiento y las restricciones para frenar los contagios de coronavirus.
Las estadísticas del Ministerio del Interior sobre la evolución de los delitos de odio –informe elaborado anualmente desde 2013- muestran que casi todos los años se registra un aumento respecto al ejercicio anterior. Así, en 2013 se contabilizaron 1.172 delitos de odio en España. Al año siguiente, en 2014, esta cifra subió a 1.285; en 2015, a 1.328. El año 2016 es el único junto a 2020, excepcional por las restricciones contra el covid-19, que los delitos de odio descienden. En 2017 volvieron a aumentar e incluso superaron la cifra de 2015, alcanzando los 1.419. En 2018, sigue la escalada hasta los 1.598; en 2019, a 1.706.
La naturalización del odio hacia el inmigrante auspició además el ascenso de partidos políticos en cuya ideología la xenofobia y el racismo son estandartes de campaña. Cuando es un inmigrante el que intenta desarrollar su vida en España, son los líderes de esa ultraderecha los que pregonan la falacia: “Vienen a quitarnos el trabajo”. Si es un español el que emigra, el argumento es otro, como si la calificación de “inmigrante” no le correspondiera a un español.
El odio al inmigrante no hace más que describir la peligrosa ignorancia en la que aún vive inmersa una facción de la sociedad española que ya olvidó su pasado de miseria y pobreza, cuando los “menas” expulsados por el hambre eran tan españolitos como Abascal.