Subo con expectación al bus ateo. Curioso que no llamen «autobuses creyentes» a los que lucen propaganda religiosa. Una inasible presión en el estómago parece avisarme de que hay algo prohibido en lo que hago, que tal vez una tromba de furia divina traiga la perdición a los pasajeros. Pero soy racional y escéptico: no […]
Subo con expectación al bus ateo. Curioso que no llamen «autobuses creyentes» a los que lucen propaganda religiosa. Una inasible presión en el estómago parece avisarme de que hay algo prohibido en lo que hago, que tal vez una tromba de furia divina traiga la perdición a los pasajeros. Pero soy racional y escéptico: no debo hacer caso a esos instintos de la tribu. Pico mi bono. Busco un asiento (hay escasos viajeros a estas horas). Descanso en él y me dedico a espiar los comentarios de la gente.
Primera parada: Escucho las maldiciones de una señora que dice al conductor que se siente ofendida y se niega a viajar con esa blasfemia. La publicidad que luce mi autobús («Seguramente no hay otra vida después de ésta; disfrútala y ayuda a disfrutarla»), ¿ofende a alguien? Quizás. También un anuncio de embutidos puede ofender a un vegetariano, o uno del rosario de la Aurora puede ofender a un musulmán. Yo pienso que sólo es ofensa una atribución infundada de bajeza moral, y en el lema no se dice que sea inmoral creer en el más allá, sólo que no hay motivo para creerlo. Además, para avanzar en el conocimiento hace falta que todos aceptemos que nuestras ideas puedan ser examinadas críticamente por los demás.
Segunda parada: Una pareja con dos niños sube y se sientan delante de mí. El padre se muestra muy enfadado con la campaña; la madre, más condescendiente. Él dice: «Si es que estamos viviendo una epidemia de ateísmo; fíjate cuántos libros criticando a la religión han salido; y ahora lo del autobús, que menos mal que los niños aún no se fijan». «Es lo que trae la libertad de expresión», dice ella; «son los tiempos». Yo repaso la epidemia de ateísmo que ha «invadido» las librerías: como mucho, unos cinco best-sellers, y un puñado de algunas otras obras sin pena ni gloria. Pero esta «invasión» debe compararse, en justicia, con los millones de libros religiosos que se venden cada año. El hijo mayor de la pareja, como puesto a propósito, va leyendo un cuento titulado El barco de Noé, a cuyos dibujos de pecadores ahogándose su hermanita mira ensimismada. No debe de ser un libro peligroso; no tanto como el cuento del autor alemán Michael Schmidt-Salomon, ¿Cómo puedo llegar hasta Dios?, preguntó el cerdito, que consiguió poner en marcha en 2007 la maquinaria censora del ministerio alemán de la familia (regido por la democristiana Ursula von der Leyen). Se conoce que adoctrinar a los niños con fábulas es lícito, pero intentar hacerles pensar, lo es menos.
Aunque lo de hablar de una «epidemia» de ateísmo tal vez tiene que ver con su equiparación con una «enfermedad» (es «la mayor enfermedad del hombre», ha dicho el Papa). El caso es que yo me siento muy bien; tengo que tomar píldoras para la hipertensión, pero también las toma Ratzinger. Prefiero esta dolencia que un catarro.
Tercera parada: Un par de viajeros comentan que la campaña les parece una tontería; ellos siempre han sido católicos fervientes, y han disfrutado de la vida como el que más. Seguro: ha habido mucho católico crápula, que luego se ha curado de su miedo al infierno con una confesión oportuna; también a muchas personas la fe les sirvió como antidepresivo para soportar las injusticias que vivieron, y otras la emplearon como anestesia de segunda mano para ignorar el dolor que su afán de superioridad y de dominio infligía a tantos semejantes. Sí, en definitiva, la religión ha servido siempre para disfrutar de la vida, aunque a algunos les ha servido más que a otros, y de modos diversos.
Cuarta parada: Nos cruzamos con el autobús bilingüe. En realidad, lleva publicidad de una marca de coches, pero le han pegado encima unos carteles solicitando la libre elección de idioma en la enseñanza obligatoria. Me temo que, en cuanto vuelva a las cocheras, se los despegarán. Una asociación de ciudadanos intentó contratar esa campaña de publicidad, pero los políticos alegaron que «heriría sentimientos» (¿los de quiénes?) y la prohibieron. ¡Manda narices! Está visto que en cada cultura tenemos una serie de asuntos intocables. Habría que poner una coletilla en el eslogan del bus ateo, diciendo «rebélate contra todos los inquisidores… no sólo contra los religiosos».
Quinta parada: Unos jóvenes con aspecto reggae se montan en el bus, y, sin inmutarse por la mirada de desazón del padre del niño del libro de Noé, empiezan a reírse a costa del lema publicitario. «¡Vaya forma de tirar el dinero!», dice el que da la impresión de haber fumado menos. «¿Tú crees que algún creyente se lo va a pensar? Al revés, nos van a dar más la tabarra». «Si se lo hubieran gastao en costo… Pero que se lo hubieran dao a las beatas», sentencia el compañero. Cuánta sabiduría puede esconderse tras unas buenas rastas. También he oído decir, desde posturas totalmente opuestas, que la campaña utiliza la propaganda porque los ateos no tienen argumentos racionales contra la religión; esos no se quejarán de la epidemia de libros de ateísmo, que de argumentos rebosan. En el fondo de mi corazoncito de intelectual comparto la parte interesante de la queja: a mí también me habrían gustado más unos debates públicos bien argumentados, al estilo del duelo «Russell contra Copleston», pero no sé si alguna cadena de TV tendrá los arrestos para organizarlo, y temo que la audiencia sería insignificante (o no). Consideremos, mejor, que es un éxito que la discusión haya llegado al mundo de la publicidad; si algunos se animan a buscar en otros sitios argumentos mejores después de ver los anuncios, eso habremos ganado.
Sexta parada: La familia post-diluviana baja del autobús, y ocupan su puesto, como si el cielo hubiera escuchado mis ansias de más filosofía, dos chicas que están manteniendo un debate más fundamentado sobre la existencia de dios y del más allá. Una dice que dios es necesario para explicar la existencia del mundo. La otra le contesta que, quien dice eso, no sabe lo que significa «explicar»: «se explica algo cuando se describe cómo funciona, qué regularidades obedece, y cuando se deducen estas regularidades a partir de otras más generales; así que, por definición, la existencia del mundo no se puede ‘explicar’, porque no podemos describir el proceso por el que el mundo pasa de no existir a existir, o por el que se mantiene existiendo en vez de dejar de hacerlo». Luego dicen que la gente no cavila, pienso yo. «Si supiéramos todas las leyes que cumple el universo», continúa, «entonces por definición no podríamos explicar ‘por qué’ cumple esas y no otras; pues ello exigiría deducir esas leyes a partir de otras, y hemos supuesto que ya las conocíamos todas«. «O sea, que, según tú», objeta su amiga, «es inevitable que haya algo que no podemos explicar; pero, si eso es verdad, entonces el mundo no tiene sentido». «¡Claro que no lo tiene! Decir que algo ‘tiene sentido’ es lo mismo que decir que es el resultado de una intención, de un plan, de un deseo. Pero los deseos son sencillamente un tipo de proceso biológico que realizan algunos seres vivos con ayuda de ciertos órganos especializados, en este caso, el cerebro; las alcachofas y las bacterias no tienen ‘deseos’ – igual que los jabalíes no realizan la fotosíntesis, ni los rosales hacen la digestión. Así pues, decir que el universo es el resultado de una intención (o sea, del proceso biológico de desear y actuar) es tan absurdo como decir que el mundo es el resultado de una digestión (o sea, del proceso biológico de degradar los alimentos para aprovechar su energía y sus nutrientes, y expulsar lo que sobra), vamos, lo mismo que decir que el mundo es una defecación«.
Séptima parada: Entra un grupo de jóvenes con el lema «Dios existe, yo soy testigo» en sus camisetas. Pican su billete religiosamente (claro), y se ponen a cantar con la música de Super Trouper de Abba:
Dios existe
y yo soy testigo:
Él te da su amor (ú-pa-pá, ú-pa-pá),
no hay nada mejor (ú-pa-pá, ú-pa-pá);
Él sí que es un number one.
La polifonía les sale muy bien. Cuando terminan, un par de viejas les aplauden. La joven filósofa le dice a su compañera: «Estos son ‘testigos’ ¿de qué? Tienen una fe muy profunda, ¡pues claro! ¡Cuanto más intrínsecamente increíble es una afirmación, más rotunda es la fe necesaria para tragársela! Eso no es una prueba de nada: si yo voy a un juicio como testigo de un crimen, y todo lo que le digo al juez es que ‘tengo una fuerte experiencia interior de que Fulano es culpable’, ¡menudo testimonio el mío! Lo que soy es una difamadora. Anda que no hay gente por el mundo que cree profundamente las cosas más estúpidas».
Fin de trayecto: Todos abajo. Miro por última vez el anuncio, y me acuerdo de aquel fragmento de la Epístola Moral de no sé qué clásico:
Convertido el cerebro en chicharrones,
dejaron de bailar sus electrones;
y con los electrones detenidos
se acabaron la mente y los sentidos.
Jesús Zamora Bonilla es catedrático de Filosofía de la Ciencia en la UNED, Madrid