Hilari Raguer, historiador y monje de Montserrat, nos contaba días atrás en un artículo de opinión en El País que Ediciones Península está a punto de dar a la luz pública una perla del padre jesuita santandereano Enrique Herrera Oria, España es mi madre, «obra que se publicó ya durante la Guerra Civil y perseguía […]
Hilari Raguer, historiador y monje de Montserrat, nos contaba días atrás en un artículo de opinión en El País que Ediciones Península está a punto de dar a la luz pública una perla del padre jesuita santandereano Enrique Herrera Oria, España es mi madre, «obra que se publicó ya durante la Guerra Civil y perseguía descaradamente el objetivo de inculcar a los niños españoles, como si fuera un dogma de la fe cristiana, un patriotismo español identificado con el Caudillo y su régimen fascista. No creerlo así sería como dudar de la divinidad de Jesucristo o de la virginidad perpetua de María. Sería pecado. Enrique era descaradamente fascista. Presumía de haber orientado políticamente a Onésimo Redondo, antiguo alumno suyo en el colegio jesuítico de Valladolid… Culmina la obra en una apología de la rebelión militar: «Muchacho español que me lees. Te voy a contar algo grande, muy grande, quizá la más grande hazaña de los españoles: la guerra contra los rojos». Aduce la patraña de la conspiración: «Entretanto, los rojos, unidos con el Gobierno y los malditos masones, acuerdan dar el golpe para el día uno de agosto. Saldrán a la calle armados y los católicos, o morirán asesinados o irán a la cárcel». Menos mal que la Providencia ha dispuesto un salvador: «Gracias a que un general llamado Franco, muy listo y muy valiente, que en las guerras de África, sin miedo, ha luchado gloriosamente al frente de las tropas, dice: No, no puede ser; un Gobierno traidor de masones y comunistas no destruirá a España, aunque les apoye Rusia, que es cuarenta veces mayor que España, yo les daré la batalla con los valientes españoles, que están dispuestos a morir antes que servir como esclavos». Y concluye el historiador de Montserrat: «No es difícil imaginar la suerte que hubiera corrido el maestro o la maestra que, alegando objeción de conciencia, se hubiera negado a impartir aquella educación para la ciudadanía franquista».
Este jesuita fascista fue juzgado y condenado por el Tribunal de Jurado el 16 de marzo de 1937 en la Audiencia de Bilbao por un intento de fuga -con otros más, entre ellos su hermano Manuel- desde Elantxobe (Bizkaia). Su libro «Los cautivos de Vizcaya, memorias del P. Enrique Herrera Oria, preso durante cuatro meses y medio en la cárcel de Bilbao y condenado a 8 años y 1 día de prisión», 1938, a juzgar por el comentario de Hilari Raguer, es reflejo fiel de «España es mi madre» y, luego de oír a testigos oculares de su captura, una completa fábula.
Como también tiene grandes visos de ser apología mendaz y en gran medida trola -tal y como narra Aulo Engler en su libro «Canossa. Die grosse Täuschung»- el episodio narrado por el monje Lampert de Hersfeld ante el castillo de Canossa, en el que el rey alemán Enrique IV humillado, vencido y roto, en un invierno de frío y hielo como pocos, aguardó, en enero de 1077, durante tres días de pie, descalzo y en ayunas desde la mañana hasta la noche, llorando y suplicando a que el papa, Gregorio VII, le absolviera de excomunión y le diera el ósculo de paz. ¡En aquel invierno extremadamente gélido, en el que la gente cruzaba a pie el Rin y el Po, y Europa entera estaba congelada, cuenta Aulo, Enrique IV descalzo ante el castillo de Canossa no hubiera aguantado ni un par de horas sin caer helado y muerto! Este anhelo de Gregorio VII, de ver humillado y a sus pies al rey alemán, enemigo y rival, más fantasía que realidad y comentado por escritores y poetas, ha llegado hasta nuestros días como episodio histórico. La narración fue escrita y elaborada desde la arrogancia y la mentira por dos enemigos declarados de Enrique IV, el monje Lampert y el papa Gregorio VII. Desde entonces «ir a Canossa» ha venido a significar: humillémonos, arrepintámonos, doblemos la cerviz, postrémonos sumisos, que es la imagen que Lampert y Gregorio VII querían dar del rey alemán Enrique IV.
Como es sumisión y lameculismo refrito lo que algunos políticos y periodistas dicen y escriben estos días sobre la tortura, enfrentados una vez más a un caso siniestro de antro medieval, como es el llevado a cabo de nuevo por la guardiacivil contra Igor Portu. Y ya son muchos, demasiados. Porque la tortura en el estado español no es patraña, es pilar y no caso, es estructura y no circunstancia, es derecho y no castigo. En el estado español el juez que silba ante la denuncia asciende, el guardiacivil que tortura es amparado, el periódico o comentarista que ante la tortura evidente defiende el estado de derecho, es decir el derecho a torturar, no hace sino proseguir e impulsar una vieja tradición española, la de la Inquisición, denunciada de largo por un organismo tan pacato y timorato como Amnistía Internacional. La tortura es instrumento básico de gobierno y de derecho en el ideario político de la España una, del ¡arriba España! O, dicho de otro modo y enterémonos de una vez, no cabe una España sin tortura ¿Y el gobierno de turno? Pues dice ante el hecho de la tortura, que ellos practican, lo que responden entre nosotros con frecuencia «las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado» cuando alguien les increpa: «¡Tu puta madre!»
Es famosa la frase de Otto Eduard Leopold von Bismarck: «Nach Canossa gehen wir nicht». Pues no, señor Zapatero y secuaces, tampoco nosotros vamos a Canossa. Aunque también a nosotros, como dice Hilari Raguer, no nos resulta difícil imaginar la suerte que hubiera corrido el maestro o la maestra que, alegando objeción de conciencia, se hubiera negado a impartir aquella educación para la ciudadanía franquista.