Las historias de Altagracia, Ilma, Marga y Sara están atravesadas por las mismas violencias: dolores físicos y mentales, alquileres imposibles, duelos que no cicatrizan y un país que se sostiene gracias a su trabajo invisibilizado.
La dolarización en Ecuador dejó a Ilma Magdalena Tomala Cruz sin margen para vivir. Esta maestra de Guayaquil migró a España en 2001. La encuentro entre una vivienda y la siguiente: ahora encadena tres trabajos –dos casas por la mañana y unas oficinas por la tarde–, tras haber pasado 16 años en la hostelería y regresar al empleo del hogar.
A Gladis Margot Martínez Meza, nacida en Puyo Pastaza (Ecuador), le gusta el fútbol, pero aún más ver jugar a su nieto Alejandro. Quedamos en un bar cercano al campo, a pocas horas del partido. Migró en el año 2000, trabajó cuidando niños y luego entró al empleo del hogar gracias al boca a boca. En su país era peluquera, pero nunca pudo homologar sus estudios. Hoy limpia oficinas, después de 15 años trabajando en casas.

Altagracia Valdez recuerda con rabia el día que dejó la pizarra y la tiza para ponerse “ese jodido uniforme”. Nació en Monte Cristi, en República Dominicana, y migró en 1991 tras separarse de su marido, al que había denunciado por maltrato. Su sueldo de maestra no le alcanzaba para vivir. A los 15 días de llegar a Madrid ya estaba trabajando como interna. Ahora, con 70 años y recién jubilada tras más de tres décadas trabajando en los cuidados, habla sin rodeos: “A las migrantes solo nos quedan dos caminos: meterte en una casa o meterte a puta. Elegí lo primero”.
Localizar a Sara Maritza Alvarado Taylor me lleva días. No porque no quiera hablar, sino porque su vida como interna apenas le deja huecos. Es de Guayaquil, llegó en 1997 y trabaja desde hace más de 20 años en la misma casa de Pozuelo. Migró tras quedarse en paro; trabajaba preparando los paquetes de la revista ¡Hola! por las noches. Intentó terminar el último año de Derecho, pero era incompatible con su vida como interna. “Es lo primero que consigues”, dice.
Altagracia, Ilma, Marga y Sara están atravesadas por las mismas violencias: dolores físicos y mentales, alquileres imposibles, duelos que no cicatrizan y un país que se sostiene gracias a su trabajo invisibilizado. Todas ellas consiguieron la nacionalidad española a los pocos años de llegar, entre 1995 y 2005, pero coinciden en las dificultades actuales y la importancia de apoyar “el padrón por derecho”.
Aunque las cuatro tienen la nacionalidad española, siguen siendo –y reconociéndose a sí mismas– migrantes. En el empleo del hogar, ni el DNI ni los años cotizados borran el origen. La frontera no pasa por los documentos, sino por los cuerpos: por el color de piel, el acento, el lugar de nacimiento y la posición social asignada a las mujeres migrantes en la economía del cuidado.
Según el INE, el 42 % de quienes trabajan en el hogar y los cuidados son personas migrantes y el 95,7 % son mujeres. Aunque casi 568.000 personas declaran dedicarse al empleo del hogar, según la Encuesta de Población Activa (EPA) del INE, solo 354.000 están afiliadas a la Seguridad Social. Más de un tercio del sector podría estar, por tanto, sin cotizar. Esta brecha –que ha aumentado en los últimos años– revela la precariedad estructural que sostiene este trabajo esencial.
La caída de la afiliación sugiere que muchas trabajadoras están regresando a la economía sumergida. Las razones son diversas: la mejora de las condiciones laborales tras la subida del salario mínimo –que supone un encarecimiento para los empleadores–, el acceso reciente a la prestación por desempleo, ahora de forma retroactiva, o la nueva obligación de evaluar riesgos laborales en los hogares.
Las cuatro mujeres explican lo que significa sostener hogares ajenos mientras extrañan los suyos.
“No es la edad, es el trabajo”: enfermedades y cuerpos rotos
El empleo del hogar constituye uno de los sectores más precarizados del mercado laboral español: rompe cuerpos, separa familias y niega enfermedades. A pesar de su carácter esencial, ha permanecido históricamente al margen de derechos básicos: paro, inspecciones, prevención de riesgos, reconocimiento de accidentes laborales. La reforma de 2022 supuso avances, pero la brecha entre reconocimiento legal y realidad material sigue siendo profunda.
Las trabajadoras pelean hoy por algo tan elemental como el reconocimiento de las enfermedades laborales. Son, como dicen, las huellas del trabajo, no de la vejez.
Tras sufrir violencia en su segundo trabajo como interna, Altagracia lo dejó y pasó a ser externa. Llegaba a hacer hasta dos o tres casas al día. Todavía le duelen las rodillas de subir y bajar las escaleras del barrio de Cuatro Caminos.
La jornada de Ilma, a punto de cumplir 60, supera las ocho horas. Además de limpiar, cuida a personas de más de 80 años. Llega a su casa a medianoche –con suerte– y a las seis ya está en pie. El cansancio la arrastra: “A veces no tengo ganas de salir”.
Marga confiesa que ha trabajado con dolor y enferma. “Si no tienes documentación, llegas a un contrato verbal. Y acabas haciendo de todo. No hay límite. Yo no soy jardinera, pero lo he tenido que aprender”.
“Nuestras tareas son todas”, dice Altagracia. “Lavar, planchar, barrer, fregar, aspirar, limpiar cristales; hacer la compra; preparar desayuno, comida y cena –pensar qué cocinar para no repetir–; llevar y traer al niño del colegio; ayudar con los deberes; cuidar del anciano, incluso bañarlo y controlar la medicación; recibir paquetes; regar las plantas; sacar a los perros”. Y a veces, “hasta dormir en la misma habitación –o en la misma cama– con el bebé o el abuelo”.
Además de los abusos, los riesgos son constantes. “Nadie nos enseña a limpiar”, dice Marga. “Mezclamos lejía con amoníaco. Lo hacemos todas al empezar”. También recuerda a una compañera que murió asfixiada durmiendo en un cuarto de calderas.
La nueva normativa sobre la prevención de riesgos laborales –vigente desde noviembre de 2025– llega tarde, pero lo celebran: “Por fin se reconoce lo que siempre dijimos”. Otros derechos, como el reconocimiento de enfermedades laborales, siguen pendientes.
Todas coinciden: nunca han pedido una baja, toman muchísimos analgésicos, sus dolores no existen para el sistema y, así, los médicos atribuyen su desgaste a la edad, no al trabajo.
Hace unos años, Altagracia se hizo un esguince y no tuvo más remedio que vendárselo, tomar pastillas y seguir trabajando. “Querían operarme, pero no podía. Tenía que mantener a mis hijos. Vas tirando con paracetamol, ibuprofeno… No queda otra para llegar a la jubilación. A los ocho meses descubrí que el esguince en realidad era un huesito roto”. Después señala sus dedos torcidos por la artritis: “Dicen que es por la edad, pero esto viene de limpiar 20 años la misma escalera”.
Ilma se toca la zona del túnel carpiano al hablar de sus manos: “Al cambiar de agua fría a caliente todo el rato se me duermen, me duelen”. Recibió tratamiento, pero nunca se lo reconocieron como enfermedad laboral.
Marga arrastra una tendinitis fruto de los mismos movimientos repetitivos: “El dolor me lo ha producido el plumero y la fregona”. Sara vive con el manguito inflamado, la espalda rota y artrosis. “Me tomo una pastilla cuando ya no puedo dormir del dolor”.
Además de las lesiones físicas, todas hablan del impacto psicológico: falta de reconocimiento social, carga mental, responsabilidades infinitas.
Las internas: salud mental y viviendas imposibles
A Sara le encanta bailar, pero mientras trabaja no puede escuchar música. Aprovecha cuando baja a su habitación para moverse a ritmo de zumba. Cuando su jefa se mudó a la nueva casa le preguntó si prefería estar al lado de la cocina o abajo. Eligió “el sótano”.
Vivir en España sin acceso a una vivienda digna empuja a muchas mujeres directamente al régimen de interna. No es una elección.
Sara, empleada del hogar interna desde hace 28 años por no poder alquilar una habitación, lo explica así: “Me siento como si estuviera en una cárcel. No te puedes mover. Vives en un estado de alerta”. Su jornada dura prácticamente 24 horas, de lunes a viernes.
Al mes de empezar a trabajar sintió un fuerte impacto psicológico: “Nunca había estado encerrada tanto tiempo. Me asomaba a la ventana y veía a la gente caminar. Me sentía presa y lloraba. Lo que más me impactó fue comer sola. Ni el perro come solo…”.
Para Altagracia, el acceso a la vivienda es uno de los grandes problemas del colectivo, ligado al padrón y a la Ley de Extranjería: “Necesitas tres nóminas. Te piden 500 euros por una habitación donde viven siete u ocho personas. Con los salarios de miseria que cobramos necesitamos viviendas asequibles”.
Cuando Marga llegó compartía una habitación con cinco mujeres; alquilaba una cama en un piso con unas 20 personas. Cuando su marido también migró, tuvieron que buscar otro lugar. Tras muchos problemas consiguieron encontrar un alquiler en el barrio de Tetuán. A eso se le suma el racismo inmobiliario, habla de las veces que los han rechazado por ser migrantes.
Ilma intentó comprar un piso en 2010 con su expareja. Perdieron la vivienda al dejar de poder pagar la hipoteca. Ahora alquila una habitación con una pareja colombiana. A menudo llega tan agotada que no sale ni a caminar.
La falta de acceso a una vivienda digna y asequible genera daños emocionales profundos: depresión, ansiedad, aislamiento o culpa. Pero también alimenta la economía sumergida y empuja a muchas a volver al régimen de interna como única forma de tener una habitación.
Organización y apoyo mutuo frente a la violencia y el dolor
“Muchos jefes te dicen: ‘Tú no tienes papeles’. Pero aunque no tenga documentación, sí tengo derechos”. Cuando Altagracia llegó a España no le pasaba la comida por la garganta pensando en sus tres hijos: “Ese es el primer dolor, la primera herida: la separación de nuestras familias”.
Las cuatro mujeres entrevistadas para este reportaje forman parte de las cadenas globales de cuidados, concepto que acuñó hace décadas la socióloga estadounidense Arlie Hochschild para describir cómo el trabajo de cuidados circula a través de fronteras. Cuidan aquí y allá. Mujeres migrantes del sur global dejan a sus familias para realizar el trabajo reproductivo en casas del norte global. Lo que dejan de cuidar ellas lo hacen otras –abuelas, hermanas, hijas mayores o vecinas–, casi siempre sin remuneración.
“Cuando migras eres mala madre y mala hija”, cuenta Marga. El resultado de este sistema globalizado es que el bienestar de ciertos grupos sociales depende de la salud y la precariedad de otras mujeres. Las cadenas globales de cuidados son, por tanto, un marco analítico fundamental para comprender por qué tantas trabajadoras del hogar migrantes en España viven un duelo migratorio que, en muchos casos, es irreparable.
Frente a ese duelo y las vulneraciones constantes, la organización ha sido clave para Altagracia, Ilma, Marga y Sara. Hoy las cuatro forman parte de Territorio Doméstico, una plataforma que funciona como refugio, escuela política y sostén emocional. Trabajan con sus compañeras para mejorar la vida de quienes, como ellas, cuidan la vida.
Reclaman la deuda pendiente del Estado con el colectivo y su invisibilización que sitúa al sector en el margen del sistema de derechos laborales. Exigen reconocimiento de las enfermedades laborales, plena integración en el Régimen General, jubilaciones dignas, acceso a viviendas asequibles y adecuadas, y papeles para todas. Lo dicen con claridad: “Queremos que reconozcan nuestro trabajo. Queremos vivir sin dolor. Queremos existir”.


