Tanto va el cántaro al agua, hasta que al fin se rompe, reza el dicho, pero parece que el de la gran prensa mundial está fabricado con duraluminio, porque todavía pululan los cándidos que aceptan a píe juntillas las tramoyas con las que día a día les lavan sus castas mentes. Y no importa el […]
Tanto va el cántaro al agua, hasta que al fin se rompe, reza el dicho, pero parece que el de la gran prensa mundial está fabricado con duraluminio, porque todavía pululan los cándidos que aceptan a píe juntillas las tramoyas con las que día a día les lavan sus castas mentes. Y no importa el calibre del infundio, pues no faltan bobalicones que les creen y les defienden.
Lo peor es que algunos infractores de las leyes humanas hacen confesiones, tardías porque no detienen el delito, pero en fin de cuentas confesiones que deberían alertar a los cándidos, aunque, en apariencia, no surtan el efecto que se espera.
Así, por ejemplo, Robert McNamara, Secretario de Defensa de EEUU desde 1961 hasta 1968 -durante la Guerra de Vietnam-, escribió dos décadas después de que terminara dicha contienda: «Yo estaba equivocado… Carecíamos de expertos para consultarles y compensar así nuestra ignorancia… Una vez más, hemos fracasado miserablemente en coordinar bien nuestras acciones diplomáticas y militares… En retrospectiva, hemos errado seriamente». Esto es todo lo contrario de lo que en octubre de 1963 sostuvo en el memorándum que, junto con el General Maxwell Taylor, redactó para el presidente Kennedy, donde afirmaba que EEUU estaba alcanzando sus objetivos y en dos años terminaría favorablemente la guerra en Vietnam.
Y cualquiera se da cuenta de que los gobernantes de ese país no han aprendido nada, pues siguen errado seriamente; que no tienen a quién consultar ni les interesa pedir consejo sobre nada, porque, tal vez, en su prepotencia ignoran que son ignorantes supinos; que en eso de coordinar acciones diplomáticas y militares están peor que antes, porque actualmente se pelean incluso con sus viejos y fieles aliados, que ahora se organizan para defender sus intereses comunes. Es que muy pocos tienen la franqueza de McNamara para confesar sus delitos, razón por la que no desembuchan los culpables de las últimas aventuras militares imperiales. Es posible imaginar los tomos que deberían redactar sobre los crímenes cometidos en América Latina, Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Libia, Siria… y los que todavía planifican cometer.
Pese a ese silencio se conocen las mentiras que crearon para emprender sus aventuras militares a lo largo y ancho del planeta, pues testigos no faltan. Sin embargo, los cándidos de siempre les siguen creyendo y cuando, apabullados por el sin fin de indicios que se les señala con argumentos sólidos, a regañadientes aceptan su error, abaten los brazos y exclaman: «El comunismo en Rusia era más desastroso, por eso se derrumbó, o los rusos hacen lo mismo en Siria, donde, para defender a un dictador que gasea a su pueblo, arrasan con sus bombas a ese país».
Y ahí sí cualquier razonamiento, apoyado por pruebas irrefutables, se hace mella ante la coraza impenetrable con que defienden su sórdida candidez. No pueden creer que, con todos los defectos introducidos por los anticomunistas, el socialismo soviético era más humano que el más avanzado capitalismo; que Rusia, al contrario de EEUU, está legalmente en Siria; ni pueden creer que los terroristas, que incluso fueron recibidos en la Casa Blanca como combatientes por la libertad, sean apoyados por los servicios secretos de las potencias de Occidente, que los protege, entrena y financia, lo que fue denunciado en pleno Congreso de EEUU y fue confesado por los mismos terroristas; tampoco aceptan que Siria no tiene armas químicas, pues las destruyó con ayuda de la ONU, que en esta operación también participaron los estadounidenses y que por eso a esa comisión de la ONU se le concedió el Premio Nobel a la Paz; ni que muchos de los tan promocionados cascos blancos han participado en acciones terroristas, ni que el salvamento, que aparentemente realizan, es un mal montaje teatral. Así le dan razón al imperio para que bombardee Siria, apoye al fascismo en Ucrania o en Kosovo o cometa toda tropalía en cualquier lugar del planeta, es que las películas de James Bond, que por algo tiene licencia para matar, les han cautivado el cerebro.
Vale recordar que cuando el General Smedley Butler era diputado, en plena sesión del Congreso estadounidense declaró: «He servido durante treinta años y cuatro meses en la unidades más combativas de las fuerza armadas norteamericanas, en la infantería de la marina… tengo el sentimiento de haber actuado en calidad de bandido altamente calificado al servicio de los big business de Wall Street y sus banqueros… he sido un rackeeter al servicio del capitalismo»; luego de enumerar los delitos cometido en favor de los grandes monopolios de su país, Butler termina: «Cuando de tal modo arrojo una mirada hacia atrás, me percato de que podría incluso representar a Al Capone, pues él no pudo ejercer sus actividades de gángster más que en tres barrios de una ciudad, mientras que yo, en tanto marino, las he ejercido en tres continentes». Y se le podría preguntar al cándido: ¿Pero mira, puedes imaginar las lisuras que un miembro del actual alto mando del Pentágono podría confesar sobre su nada santa carrera militar?
Aunque no pasaría nada, pues el cándido está acorazado contra cualquier tipo de virus que le haga dudar de las bondades imperiales, un mérito que el imperio ha logrado gracias a la psicología y a la estadística, que le indican hasta cuándo y a cuántos puede engañar antes de que se cumpla la infalible regla de Lincoln, de que todo engaño tiene su límite.
Por eso, para que haya una real democracia, primero es necesario que el gran capital no tenga la posibilidad de fabricar mentiras, de corromper periodistas y escritores, de comprar intelectuales, tal como ahora lo revela el mismo Presidente Trump, sólo que él denuncia a los medios que combaten su presidencia y no a los que desperdigan a diario mentira y media contra el resto del mundo, lo que se conoce con el nombre de libertad de prensa, o sea, la libertad de fabricar una opinión pública que mantenga ilusionado al cándido sobre las bondades del capitalismo. Nada fácil, por cierto, es romper con el yugo de este sistema que, hoy por hoy, es fuerte.
Mientras tanto se debe denunciar lo que la gran prensa llama «libertad», que no es más que la libertad para explotar sin misericordia al pueblo para apropiarse de sus riquezas, hasta que los explotados se rebelen para terminar con lo que Bernie Sanders denunció como un sistema donde «los muy, muy ricos disfrutan de un lujo inimaginable mientras miles de millones de personas sufren de una pobreza abyecta, de desempleo y de inadecuados servicios de educación, vivienda, salud y agua potable».
Qué pena que los demócratas le robaran la posibilidad de ser su presidente. Aunque los cándidos del mundo, tal vez ni entonces hubieran arrojado el vendaje con que han cubierto voluntariamente su mente y les impide razonar con libertad. Por desgracia debe caer sobre ellos la guillotina que les arrebate la vivienda, les deje sin empleo, les mate la esperanza y les despierte la consciencia, para que comprendan que han vivido en el mundo de los inocentes. La verdad tarda en llegar, pero llega.
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