Hace veinte años conocí en la estación del tren, en Astorga, a Quinito el zamorano, un trapero anarquista de unos setenta años que trabajó primero como muletilla y luego de banderillero, hasta que se quedó sin un duro y tuvo que dedicarse a recoger cartones y periódicos viejos en las calles de la capital maragata […]
Hace veinte años conocí en la estación del tren, en Astorga, a Quinito el zamorano, un trapero anarquista de unos setenta años que trabajó primero como muletilla y luego de banderillero, hasta que se quedó sin un duro y tuvo que dedicarse a recoger cartones y periódicos viejos en las calles de la capital maragata para venderlos por cuatro duros en un almacén. Lo conocí un 24 de diciembre cuando el destino quiso que los dos pasáramos juntos la Nochebuena en la estación del tren. Con fiesta y todo, claro.
Vestía como los pobres de toda la vida: con un pantalón de paño marrón y una camisa maloliente y sucia, agujereada por la ceniza de los cigarros de picadura. No llevaba jersey. Se cubría el cuerpo con una pelliza llena de manchas de grasa. Le faltaban los dientes de arriba y según me contó tenía un hijo negro o medio mulato, no lo sabía muy bien…
Yo había cogido en Pamplona el último tren con destino a Astorga, pues quería disfrutar de las Navidades junto a mi familia. En Quintana me esperaban para cenar esa noche. Pero, para desgracia mía, por la carretera nevada no podía circular el coche de línea ni los taxis. Estaba cortada. Nevaba copiosamente, casi como si cayeran a un mismo tiempo millones de algodones. No había visto nevar de ese modo en mi vida. El termómetro, además, marcaba tres grados bajo cero. Tiritaban hasta las piedras.
Así que, con semejante panorama, llamé por teléfono a mi pueblo y le dije a Ena, que cuando entonces era la única persona que disponía de teléfono en el pueblo, que avisara en mi casa de la situación. Me aseguré de dejarle claro que no pasaba nada, y que cuando la carretera estuviera en condiciones, subiría a casa. Seguramente, al día siguiente.
No me puse triste ni nada. Para mí la Navidad era un invento fascista. Simplemente acondicioné los dos bolsos que llevaba como equipaje y me quedé absorto mirando a la puerta de salida. Los que se habían bajado conmigo del tren una hora antes ya se habían marchado. Sólo quedaba el Jefe de Estación y Quinito. El reloj marcaba las ocho menos cuarto.
Hasta que el responsable de la estación se marchó, aún pararon dos trenes más, de los cuales bajaron tres mujeres y un hombre anciano. No les esperaba nadie. Y en la calle, casi desértica, la capa de nieve alcanzaba ya una cuarta de altura. Nevaba con tal intensidad que, a veces, parecía que los copos iban a entrar en cualquier momento por la puerta.
Cuando se despidió el Jefe de Estación, deseándonos buena noche, le ofreció a Quinito una botella de Orujo y a mí una de vino. Además nos sacó unas mantas deshilachadas que olían a tocino rancio y nos dijo que podíamos quedarnos ahí toda la noche. Menuda alegría, pensé yo. Menos mal que por lo menos nos dejó encendida una luz.
Seguía nevando y yo tenía hambre. Quinito, que no dejaba de rascarse la cabeza, daba ya buena cuenta al orujo. Yo saqué el bocadillo que no había comido en el viaje y le ofrecí la mitad a Quinito, el cual, con más hambre aún que yo, lo comió en un pis pas. Me dio tanta pena el pobre hombre que saqué una tableta de turrón y una caja de mazapanes y comenzamos a comer las dulzainas y a beber el vino y el orujo. Al principio me daba asco beber de donde lo había hecho él, pero luego, ya con la cabeza alegre, me daba igual y hasta me puse a cantar con él; mejicanas sobre todo, que eran las que más le gustaban.
Cuando quise darme cuenta se me cerraban los ojos, por el sueño y la borrachera. Pero no quería dormirme; no me fiaba de Quinito, a pesar de la camaradería báquica y musical. Sin embargo, acabé durmiéndome profundamente. Cuando me desperté, a eso de la siete de la mañana, ya no nevaba. Estaba yo sólo en la estación; Quinito se había marchado. Me sentía raro y aturdido. Como si todo lo ocurrido no fuera conmigo.
El uno de enero de 1987, Quinito murió de pulmonía mientras dormía encima de un banco, en León. Yo, sin embargo, ese mismo día cenaba copiosamente y me atiborraba de gorrín y champán. Para mí era una noche especial, era una noche de puta Navidad.