«A alguna gente le cae simpática la campechana facundia con la que va por la vida el rey de España. A mí me da cien patadas. No sólo porque como graciosillo sea más bien penoso, con su habla trabucada y espesa. Lo que me desagrada más es la conciencia de que esa desenvoltura que demuestra […]
«A alguna gente le cae simpática la campechana facundia con la que va por la vida el rey de España. A mí me da cien patadas. No sólo porque como graciosillo sea más bien penoso, con su habla trabucada y espesa. Lo que me desagrada más es la conciencia de que esa desenvoltura que demuestra en el trato la aplica a todos los asuntos de la vida. Incluyendo sus fuentes de financiación».
Hay diversos modos de ser republicano. Yo lo soy por exclusión: sintiéndome profundamente antimonárquico, no me queda sino definirme como republicano. Puestos a preferir, preferiría que desapareciera toda forma de Estado, pero algo me dice que esa aspiración no va a poder concretarse en un plazo de tiempo razonable.
También hay diferentes modos de ser antimonárquico. En España es típico el antimonarquismo genérico, que funciona en la práctica como monarquismo concreto. Es el de la gente que renuncia a defender la monarquía, en general y muy particularmente la británica, pero saca la cara por la monarquía española. Sostiene que ha sido muy útil a la democracia.
A mí me pasa justo lo contrario. Soy hostil a todas las monarquías, en general, pero sobre todo a la española. Porque me consta que ha sido nefasta. En particular para la democracia. Juan Carlos de Borbón fue una pieza clave en la realización de los planes que trazó Franco para salvar lo esencial de su régimen, aun a costa de sacrificar sus formas dictatoriales, por otra parte inmantenibles.
Ya sé que, si no hubo ruptura con el franquismo y acabó por imponerse la reforma, con toda su bazofia adjunta, la responsabilidad no recae sólo en el rey. Colaboraron en esa empresa muchos más, incluyendo algunos que se decían socialistas y comunistas. Pero el rey dio cobertura institucional a la maniobra. Les vino al pelo.
Se subraya siempre el papel que tuvo a la hora de frustrar el intento de golpe de Estado del 23-F. No voy a enrollarme con los entresijos de aquel episodio, sobre el que tanta tinta y a veces tan tonta se ha vertido. Llamaré la atención sólo sobre un hecho que es público, notorio e irrefutable: el Borbón no dijo esta boca es mía hasta bien avanzada la noche. De tener muy clara su posición, habría sido una gran cosa que la hubiera manifestado públicamente a las 6 de la tarde, o incluso antes, con lo que muchos de los comprometidos en la asonada habrían tenido constancia de que, en contra de lo que les decían sus jefes, el rey desaprobaba lo que estaban haciendo. Pero mantuvo un respetuoso silencio hasta que las cosas se decantaron por sí mismas.
A alguna gente le cae simpática la campechana facundia con la que va por la vida el rey de España. A mí me da cien patadas. No sólo porque como graciosillo sea más bien penoso, con su habla trabucada y espesa. Lo que me desagrada más es la conciencia de que esa desenvoltura que demuestra en el trato la aplica a todos los asuntos de la vida. Incluyendo sus fuentes de financiación. Convendría que la población española supiera que la monarquía de Juan Carlos de Borbón es la única del mundo que no se retrata todos los años ante el Tribunal de Cuentas correspondiente. ¿Qué ingresa? ¿De dónde lo saca? ¿Cuánto gasta? ¿En qué? Misterio. Él no dice nada. Y lo que es peor: nadie le obliga a decirlo.
Porque ésa es otra. ¡Si por lo menos saliera barato! Pero, lejos de eso, no sólo gasta cuanto le viene en gana, sino que encima tiene alojados en España a toneladas de reyes, príncipes, princesas, princesitos o primos de princesitos, exiliados forzosos de sus lugares de origen. Y los tiene a cuerpo de rey, como es lógico.
Resumo todo lo anterior en tres palabras: ¡Abajo la monarquía!