Decir que los servicios de inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica han determinado la historia contemporánea de buena parte de la geografía política mundial, es afirmar una obviedad, de por sí, suficientemente conocida y sufrida. En lo que respecta a España, reconocer que este personal ha diseñado la política de los […]
Decir que los servicios de inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica han determinado la historia contemporánea de buena parte de la geografía política mundial, es afirmar una obviedad, de por sí, suficientemente conocida y sufrida. En lo que respecta a España, reconocer que este personal ha diseñado la política de los últimos tiempos puede parecer, en primera instancia, una ocurrencia de desvariados, sin embargo son numerosos los argumentos que abundan sobre la intervención del «Imperio» en la transición democrática.
Uno de los puntales reconocidos de este periodo es el de la consolidación del régimen monárquico encarnado en la figura de Juan Carlos de Borbón, por quien la administración de EE.UU. apostó inequívocamente apoyando la «Operación Lolita» destinada a la preparación de la sucesión del dictador. Antes, en los años 1944-1945 habían impulsado un acuerdo entre Franco y el pretendiente Juan de Borbón, que prolongara el poder del primero alimentando en el segundo la ilusión de recibir un día la Jefatura del Estado. Más tarde, en 1948, al confiar a Franco la formación de Juan Carlos, la restauración de la monarquía había quedado enmarcada en las coordenadas que delinearon para España.
Estas líneas maestras reconocían al dictador la facultad de elegir a su sucesor, lo que hizo en julio de 1969 en la persona de Juan Carlos, para sorpresa y decepción de su padre que había sido preterido. A Franco, el Imperio le reconocía autonomía para ejercer su soberanía interior (1), pero en ningún caso la «exterior», puesto que España debía continuar dentro de la coalición de la guerra fría que los EE.UU. lideraban.
Retener el control estratégico sobre España después de Franco, era un programa común de la OTAN que no podía permitir que se repitieran los sobresaltos que se provocaron en su seno cuando en nuestro vecino Portugal triunfó la «revolución de los claveles». Para ello era absolutamente necesario el control del proceso de sucesión previendo todo lo que pudiera ocurrir.
Muerto el dictador, desde los primeros tiempos de la transición el sucesor apostó inequívocamente por que España se integrara en la Alianza Atlántica. Recordemos que Juan Carlos en su primer viaje oficial se dirigió a los EE.UU. donde recibió el respaldo incondicional. Legitimado ante el Imperio y ante los militares «por que había sido designado por Franco», buscó también su «legitimación democrática», facilitando la recuperación de las libertades civiles y políticas. Propósito cuya concreción practica excluyó la revisión crítica de la Dictadura, tanto en su origen como en su obra. Lo que postergó la recuperación de la memoria histórica ciudadana y de sus raíces como «nación soberana y democrática».
En la España de 1977 el éxito de la operación reformista no sólo se debió al papel jugado por Suárez o por el rey, ni al objetivo de beneficiar la aplicación de los postulados del Imperio, también dependió de la sustitución de las movilizaciones de quienes reivindicaban el derecho de la ciudadanía a recuperar sus libertades democráticas y la soberanía nacional, por la apatía y la indiferencia inherentes a una democracia controlada que legitimara la sucesión del franquismo sin alterar las estructuras socioeconómicas que lo sustentaban, excepto en lo que facilitara la circulación del capital internacional.
Para alcanzar esta posición era indispensable quebrantar la unidad de la oposición antifranquista que desde los últimos años de la dictadura se agrupaba entorno a la «Plataforma Democrática», dirigida por el PSOE, y la «Junta Democrática», dominada por el PCE. Los primeros, que en el año 1970 eran poco más que un recuerdo de su historia, desde el Congreso de Suresnes, de octubre de 1974, fueron promocionados a todos los niveles, después de que «Isidoro» y sus amigos desbancaran a Llopis con la ayuda de la socialdemocracia alemana y los servicios secretos de los americanos y del franquismo. Ambas formaciones lucharon en un principio por la ruptura democrática, pero poco después de su unificación en la «Platajunta» se exteriorizó un gradual cambio de postura motivado por la aceptación de las propuestas reformistas formuladas por los neofranquistas que conducían la transición. Cambio iniciado por el PSOE, en una carrera desbocada hacia los primeros puestos de la legalización de los partidos para concurrir con ventaja en las primeras elecciones generales.
Respecto al Partido Comunista de España, cuenta Adolfo Suárez en sus memorias que contactó con Santiago Carrillo para ofrecerle la legalización previa aceptación de la corona, la unidad nacional y sus símbolos, si se olvidaba de la República. Carrillo le planteó que primero se legalizara al Partido y acto seguido se asumiría la propuesta. Suárez aceptó y el ya famoso sábado de gloria de 1977 el PCE fue legalizado.
El miércoles de la semana siguiente en la reunión del Comité Central, el secretario general presentó una resolución por la cual el PCE asumía las condiciones anteriormente citadas. La expectativa de instaurar la República y devolver la democracia a nuestro país, eje fundamental de la lucha de los comunistas durante el franquismo, era sustituida por la legalización del partido y la consustancial participación en el triunfante proceso reformista impuesto por la oligarquía franquista reciclada, que seguía a pies juntillas los dictados de la potencia mundial hegemónica. Cercano a la realidad el juego democrático, se aceptaban las limitaciones de soberanía popular legadas por la dictadura y su sistema socioeconómico, dejando a un lado el trabajo por una ruptura democrática clara y concisa. De esta manera, lo que pensamos debía haber sido un acuerdo táctico, se convirtió en las bases del diseño de una línea política a largo plazo que marcaría el devenir de la historia del «PARTIDO».
Nota:
(1) Simbolizada en marzo de 1972 con el matrimonio de la nieta mayor de Franco con Alfonso de Borbón-Dampierre, hijo del primogénito de Alfonso XIII que será utilizado por Franco como posible pieza de recambio.